posterLos Brufort y los Van Peteghem se cruzan en la segunda escena de Ma Loute (me resisto a usar el absurdo título nacional que lo reemplaza por La bahía) activando de inmediato la imposibilidad de un acercamiento siquiera empático. Los unos vuelven hastiados de recoger mejillones en la playa, a pie, tirando de un carro. Los otros llegan en un auto -símbolo de poder para la época en que se sitúa la historia- de vacaciones, alardeando de la maravilla de un paisaje del que ignoran -y seguirán ignorando: basta pensar en lo que ven cada vez que se dejan caer en sus reposeras en la terraza con vista a la bahía- a los Brufort. La ligazón posterior entre Ma Loute (Brandon Lavieville) y Billie (Raph) en el cruce de familias puede llevar al engaño. Aun en el episodio en el que los rescatan del barco, se elige ignorar, seguir sin ver, continuar como si el mundo no se hubiera movido. Ese equívoco ha sugerido una posible comparación con Montescos y Capuletos. Nada de eso. No hay odios explícitos cifrados en el linaje familiar. Ni siquiera esa sensación de burlar prohibiciones del amor de Romeo y Julieta. Más que Shakespeare, en Ma Loute hay Buñuel: el mundo visto desde la perspectiva de clases. Los Van Peteghem, reducidos a la nada burguesa: puro no hacer y simulación, representación de capital ocioso e improductivo que se vale de la producción de otro que no sabremos nunca quién es (¿a qué se dedican?¿de qué mundo viene esa familia?). Los Brufort son la ferocidad de la clase baja: pescadores como pantalla de una antropofagia que devora los frutos improductivos del capital: cuerpos en vacaciones, despegados de toda necesidad, elegantes, pulcros y tiernos. Carne de cañón invertida en la lucha de clases.

2Pero la película de Dumont construye su camino sobre un sistema de referencias múltiples que va más allá de Buñuel y su ferocidad. Ese sistema se estructura sobre dos pilares singulares. El primero, eludiendo la cita puntual, trabaja sobre un recorrido posible de influencias que el director pone en pantalla. Machin y Malfoy (Didier Després y Cyril Rigaux), los detectives que buscan resolver las extrañas desapariciones, son recreaciones llevadas al absurdo de Oliver Hardy y Stan Laurel, asordinando las características de cada uno de ellos (reducción de gesticulaciones en uno, acentuación de la torpeza física en las recurrentes caídas del otro). Ma Loute parece haber emergido del cine de Renoir, como si se lo hubiera recortado de algún fotograma de Toni. Billie evoca, a pesar de su androginismo, cuando acentúa su costado femenino, la belleza luminosa de Mary Pickford. Aude (Juliette Binoche) es un cuerpo de melodrama (supongo que no fue buscado, pero con un aire muy cercano a Libertad Lamarque) y su cuñada Isabelle (Valeria Bruni Tedeschi), del drama sin solución. La escena del rescate en el mar de los dos jóvenes en el barco parece provenir de las entrañas mismas de las tempestades del cine de Jean Epstein. Y de allí, a un humor que remite más a Tati, a Hulot (las caídas de Isabelle, la exagerada parsimonia amanerada de Andre (Fabrice Luchini), las rodadas de Machin y hasta la escena final en la que todos los burgueses corren por la playa detrás de algo que no es más que un globo). Puede parecer extraño, pero de ese cóctel, Dumont construye algo más que un torrente referencial. Elabora un hilo conductor que lo transforma en linaje cinematográfico, en camino a recorrer, base de sustentación en la que la historia es apenas una excusa para poner en pantalla ese recorrido de manera explícita.

1El segundo pilar se entronca con ese linaje. Epstein, Renoir, Tati establecen una línea que se estructura sobre el cine no hablado que Dumont retoma como fundamento de su Ma Loute. No es que la película resigne el plano sonoro, sino que, por el contrario, lo resignifica quitándole cualquier valor a la palabra. Lo notable es la manera en que los diálogos son reducidos aquí a lo irrelevante: no aportan información, no sirven a la construcción de los personajes ni para delinearlos, no generan conflictos ni los resuelven. Están allí como mero acto de habla: una reducción al mínimo grado de habla cotidiana. La comprensión del hecho de que los diálogos de Ma Loute no tienen nada que decir, permite pensarla como una reafirmación del cine mudo como forma de construcción de un relato. Podría quitarse completamente la banda de diálogos y reemplazarla por no más de cuatro o cinco intertítulos y la historia se comprendería de la misma manera. Para sostenerlo, Dumont construye su película desde el artificio. El humor absurdo que la atraviesa es el resultado de la exageración casi grotesca de los movimientos de los personajes (lo cual se visibiliza especialmente en la declamación de Aude después del rescate de Billie y Ma Loute, y en la escena de la revelación con su hermano André sobre el origen de Billie), que simula las necesidades de aquel cine mudo en el que se sustenta. Lo interesante es que, entonces, la película se ofrece a los espectadores desde una base de paradojas. Una historia de amor juvenil que se cruza con el humor desaforado de la lucha de clases. Que apuesta por construir los diálogos solo como un “ruido”, pero que a la vez hace de un ruido -el que hace el zapato de Machin- un leit motiv humorístico. Una película moderna, bajo cuya superficie subyace una construcción apropiada para el cine mudo. La mayor de todas esas paradojas quizás sea que una película que prescinde de la modernidad consolida a su director como un cineasta moderno.

La bahía (Ma loute, Francia, 2016), de Bruno Dumont, c/Fabrice Luchini, Juliette Binoche, Valeria Bruni Tedeschi, 122′.

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