“Esta noche es como si Frantz hubiera regresado”. Es la madre de Frantz quien pronuncia esas palabras apenas audibles entre tanta emoción que embriaga el recuerdo del hijo perdido. Quien ha regresado en lugar de Frantz es Adrien Rivoire (Pierre Niney), un oficial francés de 24 años que visita una tumba vacía en la Alemania de entreguerras. Allí, bajo esa lápida gris cubierta de flores, queda solo el vacío, el silencio del duelo, el hueco de la espera. Frantz ha quedado enterrado entre tantos soldados en las fosas comunes de aquella guerra de trincheras, mutilaciones y rencores. Y ese oficial francés, extranjero en todos los órdenes, es apenas un fantasma que viene de visita, roído por la culpa y el recuerdo que lleva encima como un pesado abrigo, cálido pero asfixiante. A lo lejos alguien lo observa en el cementerio mientras escucha su intermitente llanto. Es Anna (Paula Beer, gran hallazgo), la novia de Frantz, que vive junto a quienes fueran sus suegros, que se pasea por las calles empedradas de Quedlinburg tratando de seguir con su vida, de reconstruir ese amor juvenil a través de cartas y canciones. La llegada de Adrien a la vida de los Hoffmeister, la familia de Frantz, vence resquemores y prejuicios, abre con sus evocaciones un tiempo que parecía olvidado, lleno de vitalidad y colores. François Ozon ha logrado impregnar a su película de ese complejo ejercicio de la memoria, cautivo en los procesos de la invención y el misterio, como nacido de un lenguaje secreto. Frantz no es tanto una película sobre la culpa y el perdón como una reflexión sobre la construcción del presente en un mundo marcado por la soledad y la destrucción. Ozon comprende que la fábula y la creación, incluso la mentira, son partes vitales de sus personajes, de aquellos que luchan para entender un mundo que cada día se vuelve más extraño.

Adrien ofrece cada recuerdo de Frantz con el peso de su propia invención: los paseos por el Louvre y el arte impresionista, las tardes de bailes en la bohemia parisina, el amor por la música y los acordes del violín. Cada escena que evoca la presencia de Frantz se tiñe de colores vivos que Ozon delinea como pinceladas en un lienzo. Los verdes de la vegetación en la escena del paseo de Adrien y Anna por los bosques, el celeste del vestido de Anna en la ceremonia del violín, el cuerpo desnudo de Adrien marcado por las impresiones imborrables de la guerra. El pulido blanco y negro que domina Frantz, casi de tonalidades aceradas, reaparece con el peso de un presente sumergido en la ausencia, en la imposibilidad de la reconciliación, en el temor de una nueva catástrofe. Para recordar esa amenaza también está Kreutz (Johann von Bülow), signado por la sed de victoria tras la derrota, estandarte de un patriotismo militar que exige honores y vindicaciones. Su deseo por Anna en la forma autorizada del matrimonio es representado por Ozon como la verdadera oscuridad de aquella posguerra, como ese ejercicio de un poder nacido del oprobio que se hace presente bajo un rostro aceptado por las convenciones, afín a los humores más infames del ser humano. En Anna la verdadera vitalidad se refugia en su memoria, forjada en base a fábulas y representaciones. De Frantz ella recuerda sus cartas sobre la vida en París, los poemas de Verlaine, el sonido del violín. Son retazos que la mantuvieron viva ese tiempo, como la ceremonia de las flores en la tumba vacía. Pero con la llegada de Adrien esos recuerdos se llenan de una presencia incontestable, París se convierte en música y celebraciones, aparece la pintura de Manet para brindar sentido a los lejanos versos de Verlaine. Ese amor nacido de los relatos de Adrien no es otro que el que nace de la mentira de la representación. Y es allí donde se forja lo verdadero, en la precisión del artificio más acabado.

Frantz está inspirada en uno de los raros melodramas sonoros de Ernst Lubitsch, Broken Lullaby, filmado en los inicios de la década del 30 ya en Estados Unidos, impregnado de una creciente esperanza de resistencia que debía alimentarse en Europa ante la amenaza del naciente nazismo. En la historia de ese soldado que pide perdón y castigo en la iglesia y viaja a Alemania en busca de su propia redención, Lubitsch hablaba de la paz y la reconciliación en un mundo que agudizaba los enfrentamientos, que militarizaba a sus poblaciones, que resaltaba valores como la selección natural y la competencia. Hoy Ozon actualiza la mirada de Lubitsch dando un tercer acto a su historia: no solo cuenta la llegada de Adrien a Alemania, la reconstrucción de ese mundo compartido que Frantz representa, sino que abre su final a la ida de Anna a Francia, a la vuelta a la realidad tras la fábula, a la deconstrucción de esos recuerdos nutridos de soñadas mentiras. La ilusión de Lubitsch de evitar otra guerra ya no es posible, como no es posible la ilusión de Anna de esa amistad forjada entre soldados de bandos opuestos. El arte es tanto la resistencia a la muerte (los poemas, el violín) como el desengaño de la revelación (El suicida de Manet), es el último esfuerzo por edificar un mundo sobre sus propias cenizas, sobre su tumba vacía, sobre su ausencia irremediable, aun a sabiendas de los límites de esa gesta irrenunciable.

Hay varios apuntes que responden al estilo de Ozon, plagado de dualidades, de caminos oblicuos, de atajos inesperados. Allí está la tensión homoerótica entre Adrien y el recuerdo de Frantz, esa cercanía cargada de ambigüedades, ese amor inexpresado fruto de la imposibilidad y la definitiva distancia. También la confianza en la representación como el camino más honesto hacia la verdad de los sentimientos y la complejidad del presente, camino de máscaras y mentiras, de tensiones entre lo real y lo imaginado. Como en la mayoría de sus películas, la cámara de Ozon observa una distancia notable, ajena a cualquier intromisión obscena o a cualquier espectacularidad evidente. La aparente frialdad de sus personajes, la reserva con la que viven sus sentimientos, es retratada con el pudor de un observador, de quien comprende que esa medida es también protectora. El padre de Frantz escucha el relato de los últimos días de su hijo desde una esquina del encuadre, protegido tras la pared que evita ese desgarro de la cercanía, y también la posibilidad de descubrir la mentira. Sus personajes son opacos, nunca transparentes. El amor de Anna por el Frantz del pasado y el Adrien del presente se define en la intersección de ambos, en ese encuentro imposible entre lo real y lo fabulado, entre las cartas, la música y la pintura, en esa historia de la que ella misma es también autora. Frantz no deja de ser entonces una película sobre la creación, sobre la complejidad de entender y reconstruir el presente, sobre el desafío de hacerse de los otros y a partir de los otros, sin olvidar nunca que todos nos acompañan siempre y a cada paso.

Frantz (Francia/Alemania, 2016), de François Ozon, c/Paula Beer, Pierre Niney, Ernst Stötzner, Marie Gruber, Johann von Bülow, Anton von Lucke, 113′.

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