Hay una sección en el Pantalla Pinamar que se llama Francia, al mediodía. Y, tal como reza su título, incluye películas francesas en las vísperas del almuerzo, en el horario de las 11:30. Vi tres películas en el marco de esa sección: dos contemporáneas, la otra de 1972.

I. La primera fue 21 noches con Pattie, dirigida por los hermanos Arnaud y Jean-Marie Larrieu. Menos célebres que otros famosos hermanos directores como los Dardenne, los Taviani o los Coen, tienen ya varias películas en su haber (la más conocida quizás sea El amor es un crimen perfecto, de 2013, un thriller con Matthieu Amalric sin estreno local). Esta es la más rara de todas. Comienza con la llegada de una mujer a una villa veraniega en el sur de Francia. Su auto se ha averiado, por eso su presencia se retrasó unos días. Caroline (Isabelle Carré) viene a enterrar a su madre, que ha muerto también hace unos días y cuyo cuerpo descansa en un cuarto rodeado de sábanas y ventiladores para evitar la descomposición por el calor. Para Caroline su madre es una extraña, una aventurera que la ha dejado en su infancia al cuidado de sus abuelos para vivir una vida sin ataduras. Pero también su madre es un misterio, especie de libertina audaz y vital exponente de la joie de vivre que atesora secretos y amigos desprejuiciados. A su llegada, Caroline decide reparar su imprevisto retraso con cierto pragmatismo: en unos días planea enterrar el cadáver, poner en venta esa mansión señorial sumergida en pleno bosque, y cerrar el capítulo de su infancia. Pero nada será tan fácil como ella cree.

Los huéspedes ocasionales de la villa son muchos: los obreros que terminan una serie de arreglos ya acordados con Zaza (como los locales llaman a Isabelle, la madre de Caroline), amigos y lugareños, y una simpática y extrovertida vecina que hacía las veces de asistente de Zaza, la Pattie del título. Si Caroline es tímida, algo reprimida, silenciosa y ensimismada,  Pattie (Karin Viard) es todo lo contrario: cuenta sus aventuras sexuales con desenfado y libertad, come y toma sin atender a horarios ni costumbres, va y viene de un lugar a otro caminando en plena noche sin temor a extraños ni alimañas. Llevando un poco al límite la oposición, los hermanos Larrieu hacen del lenguaje de Pattie (que tal vez se pierda en la traducción) la clave de su incorrección. No es solo lo que dice, sino cómo lo dice. Pattie impone su presencia, su desnudez, su forma de vivir, su abierta sexualidad sin pedir permisos ni disculpas. Y la película usa esa clave para oscilar entre ambos personajes: el de Caroline, que lidia con fantasmas y deudas de infancia, que hace catarsis tal vez demasiado sujeta al caminito psicoanalítico, y Pattie que también tiene miedos y dudas pero que nunca deja que la sujeten, que en ese escándalo que produce desde el palabra y el cuerpo contagia a todos los personajes con su vitalidad y atrevimiento.

21 noches con Pattie da varios giros a lo largo del relato, coquetea con varios géneros, se empantana por momentos, logra buenas escenas  en otros. Luego de la primera noche, de las confesiones sexuales de Pattie, de unos vinos caseros y de algunas caminatas por los bosques, Caroline regresa a esa inmensa casona materna y descubre a dos gatos que comen los restos del desayuno olvidado sobre la mesa del jardín. Presa de un repentino celo de pertenencia, persigue a uno de ellos hacia el interior de la casa y sube como endemoniada por la inmensa escalera hasta el cuarto mortuorio de Zaza. Allí encuentra al felino intruso en el instante en que descubre que el cadáver de su madre ha desaparecido. Lo que parece ser un misterio, luego de la llegada de la gendarmería, el vallado del dormitorio y las sugerencias del capitán sobre un amante necrófilo (gran aparición del rohmeriano André Dussollier), desemboca en una especie de comedia negra con tintes algo absurdos. Nada es demasiado serio para los hermanos Larrieu, ni la muerte, ni los cuerpos en descomposición ni los fantasmas danzantes. Su película celebra esa ligereza del tono, aunque peque de ciertas derivas narrativas y de un final demasiado convencional para lo que había transitado hasta entonces. Pero sus personajes tienen vidas concretas, dolidas, imperfectas, impúdicas, y ese asomo a la aventura de disfrutarlas no puede sino ser celebrado.

II. La otra película del presente es Les cowboys, titulada aquí con el explícito Mi hija, mi hermana. Presentada hace dos años en el Festival de Cannes, es el debut en la dirección de Thomas Bidegain, el co-guionista de Jacques Audiard en películas como Un profeta, De óxido y hueso y Dheepan, con la que tiene más puntos de contacto. Les cowboys comienza con un mundo cerrado, casi onírico, extraño al entorno real: una familia llega a una feria de rodeo y música country plagada de banderas estadounidenses, botas de cuero y camperas de flecos. Estamos en 1994 y lo que parece el Oeste americano es en realidad la periferia francesa en la que lo extranjero se convierte en una construcción idealizada, como salida de alguna película. Sin embargo, esa aparente armonía se diluye de inmediato. Padre e hija bailan entre las luces oblicuas del escenario la última canción que compartirán: en la siguiente escena Kelly ha desaparecido sin dejar rastro. Nadie sabe demasiado, las amigas del colegio mencionan a un noviecito llamado Ahmed, en sus cuadernos escolares aparecen algunas pistas en árabe. El extranjero ahora es el Otro, es enemigo y escapa a cualquier construcción cultural que no sea hostil y amenazante.

Les cowboys recupera la premisa del western emblema de la etapa crepuscular del género, Más corazón que odio, Como el Ethan de John Wayne, Alain se sumerge la búsqueda de esa hija perdida dejando todo el resto de lado, su trabajo, su relación de pareja, lo que queda de esa familia fracturada. La obsesión de Alain, dilatada en años y carreteras, se convierte en la obsesión que da sentido a su vida. Pistas, excursiones por el mundo, fotografías, nombres falsos, la estela que Kelly ha dejado tras su desaparición es lo único que marca el camino de Alain y, despojándose paulatinamente de todo lo que queda de su humanidad, la pierde finalmente junto al último soplo de vida. El único legado de Alain a su hijo es el ímpetu de esa búsqueda, por lo que Kid deberá cumplir ese mandato en un mundo cada vez más inmerso en el odio y la violencia luego de los atentados a las Torres Gemelas, la caza terrorista de Bush y las explosiones en Madrid y Londres. Si Ethan se lleva la violencia con él en esa última despedida, desterrado de ese mundo de leyes y civilidad fundado sobre la sangre de los caídos, el mundo al que asiste Kid, en el que Kelly se ha evaporado, por el que Alain se ha inmolado, es el fruto del silencio de ese conflicto.

Hay una escena clave en la película, que transcurre durante la excursión fatal de Kid a Pakistán, luego del estallido de las nuevas guerras santas contra el terrorismo. Un comerciante estadounidense (aparición inesperada de John C. Reilly), mercenario moderno bajo el velo transparente que otorga el dinero, le pregunta a Kid de qué lado está en esta lucha de la que todos son partícipes. “De ninguno”, contesta Kid aun con su rostro adolescente. Pero nunca se es neutral, parece decirnos Bidegain. Y las acciones más honorables de Kid, guiadas por su dolor y su pérdida, concluyen en muerte, violencia y destrucción. La ida de Kelly, el misterio de su nueva identidad, de su presente, es construida por Bidegain como una pieza más en el terror geopolítico en el que se ha sumergido irremediablemente el mundo contemporáneo. La ilusión de aquellas fronteras del western, la ambición de una legalidad que hiciera las reglas de convivencia justas y transparentes, se ha convertido en una disputa opaca y ancestral, en la que víctimas y victimarios se confunden irremediablemente sin que la búsqueda tenga más sentido que la propia supervivencia.

III. Por último, el rescate de esta sección francesa es César y Rosalie. ¿Qué decir que no se haya dicho de la gloria secreta del cine de Claude Sautet? La historia de César, Rosalie y David forma un triángulo cuyos vértices se tocan alternativamente, como una rueda que gira sin un centro estable o definitivo. Todo comienza con una boda y una llegada inesperada. La boda es la tercera para la madre de Rosalie, que reúne en esa monumental ceremonia a familiares y amigos; y la llegada es la de David, artista de historietas, cálido y reflexivo, que regresa a la vida de Rosalie luego de cinco años de ausencia. Rosalie ahora está en pareja con César, hombre de palabras firmes, y desbordante de expresividad. El mundo de César es concreto como el cuerpo de Yves Montad que lo sostiene. Sus coordenadas son claras: comercia con chatarra y gana dinero para dale a los suyos la mejor vida posible. El arte y los asuntos del espíritu le resultan un misterio con el que lidia a fuerza de firmeza y pragmatismo. La aparición de David instala a César en un territorio incierto. Era consciente hasta entonces de que Rosalie y él provenían de mundos distintos, casi intocables, pero eso nunca había sido tan evidente como a partir de la llegada de David.

Romy Schneider es la presencia con la que Sautet imaginó a todas sus mujeres. La filma con un amor que es muy difícil de poner en palabras. No sé cuantos directores han filmado así  a quien enciende amores intensos y contrariados, a quien anhela una libertad que ni su propia vida le alcanza para experimentar. Sautet supo enseñarnos que la grandeza en el cine está en aquello que desborda el universo de las imágenes, que se escapa entre los planos, que se sugiere en las miradas apenas cautivas en un tiempo dilatado. Hay algo que late en sus películas, esa soledad existencial de sus hombres silenciosos, esos universos sumergidos en los reflejos de sus infinitos cristales, esa voluntad de vida y emancipación que agita a sus mujeres en tiempos difíciles, que nunca queda limitada al encuadre. El amor de Rosalie, como el cine de Sautet, se nutre de esa eterna ausencia, de ese tiempo anhelado que se pierde en los recovecos del recuerdo y la memoria.

21 noches con Pattie (Francia, 2015), de Arnaud Larrieu, Jean-Marie Larrieu, ‘115.

Les cowboys (Francia, 2015), de Thomas Bidegain, ‘104.

César y Rosalie (Francia, 1972), de Claude Sautet, ‘107.

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