tangerine-poster2Los primeros momentos de Tangerine son desconcertantes. Bajo una imagen digital saturada de color, dos chicas trans americanas hablan hasta por los codos. El público se ríe en voz alta desde el minuto cero. Ellas hablan de forma realista, un diálogo que casi pareciera robado de ese momento, del reencuentro entre dos amigas. Esos primeros minutos nos informan que estas chicas pertenecen al mundo de la prostitución y que una de ellas estuvo ausente por 28 días. Y llega el disparador: su novio la engañó con una prostituta desconocida. Sin-dee, decidida y prendida fuego, va a ir a buscarlos. Este será el motor de toda la película. Un trayecto, una misión, el recorrido de un anti-héroe que es nada más y nada menos que la clase más baja: un hombre devenido mujer, devenida prostituta, y recién salida de la cárcel. Sin embargo, la película no se trata de esto y por eso es una gran película.

Los recorridos de Sin-dee y Alexandra son seguidos por una cámara a la que le importa menos el encuadre que el ritmo. La cámara es un personaje más que corre a la par de sus amigxs, lo que Pasolini sugirió en su desglose gramatical del cine como subjetiva indirecta libre. Este efecto de cámara flotante se convierte en la estética reinante de toda la película y, lejos de ser efectista, encuentra su impacto en el seguimiento desenfrenado de cuerpos acelerados. Sale ganando porque se trata de una urgencia: lo que mueve a Sin-Dee es urgente. Hay una sobrecarga de planos sobre los personajes que completa este compás. Arriba, atrás, adelante, abajo, de costado, de lejos, de cerca y con un ritmo frenético, vemos a Sin-Dee (re)correr el barrio en la mañana de Navidad, reencontrándose con viejos amigos y preguntando desesperada dónde está su novio, lo que después se convierte en dónde está esa puta cuyo nombre empieza con D.

Esta sobrecarga de planos sobre un mismo objeto remite directamente a la publicidad o, incluso peor, a los videoclips. Lo impactante es que usando los mismos recursos que estas dos categorías, recursos que a priori son prácticamente de mal gusto para determinado cine contemporáneo que tiende más al minimalismo y al silencio que a la estridencia, la película se erige como una obra de una precisión y una originalidad apabullante. El resultado es una verborragia visual y auditiva que teje un entramado de colores y músicas disonantes al ritmo frenético de los tacones de Sin-Dee. Pero la narración sabe cuándo respirar: se detiene en personajes que, enmarcados como viñetas de cómic, la ayudan a la vez que la desvían. Personajes que, antes de componer un eslabón de la cadena argumental, parecen estar ahí para contar su historia. Orquestan entre todos un turbulento vodevil. Todos tienen algo que decir, todos tienen un pasado, y nada de lo que se evoca acerca del pasado busca explicar su condición marginada del presente. Son anécdotas inconducentes. Y es ahí, justamente, dónde aparecen las pinceladas finas, la ternura del encuentro entre estos personajes y una cámara.

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Me remite directamente a la primera época de Renoir: los personajes cuentan historias haciendo presente lo que está ausente, como en el teatro. Sin embargo, no todos los personajes aparecen de esta forma. El único momento en el que la película pierde, en cierta medida, su sutileza, es a través del personaje del taxista que, por aparecer quizás demasiado, por tener una hija pequeña y una esposa que lo espera, siembra el germen de un mundo contrapuesto al de la película, que trae a colación un problema moral. De todas maneras, y acá me contradigo en lo recién sentenciado, este grupo familiar conforma una pequeña comunidad musulmana que se debate entre la perpetuación de su cultura y las imposiciones de la vida yanqui cómo, justamente, la Navidad. Factor no menor. Lo que nos puede dar a entender que comunidades que escapan a la norma pueden encontrarse en algunos puntos y estar muy distanciadas en otros. El mundo de las drogas y la prostitución, como toda comunidad alternativa, surge a partir de una respuesta disconforme a la norma general. En su origen está su relación con la norma. En cambio, una familia musulmana tiene un origen desconectado de la cultura yanqui, pero busca su adaptación, a veces por fuerza mayor.

Sin embargo, Baker no muestra la norma, no lo necesita: las calles de ese barrio de Los Ángeles son el único universo existente. La fuerza de Tangerine reside en sus personajes que, en su soledad descarnada, bajo la luz lisérgica de un sol tremendo que rompe la imagen, inmersos en los contrastes de una noche que parece no tener fin, son estrellas que componen un universo que desborda la pantalla. Alejándose cada vez más de la sociología de su tópico, la película se acerca a la vida construyendo, entre la cámara y los cuerpos, lazos cargados tanto de dolor como de amor. Se toma tan en serio la tragedia que nos regala momentos de comedia. Todos reímos. La película se hace mundo.

Aquí puede leerse un texto de Nuria Silva y otro de Gabriel Orqueda sobre la misma película.

Tangerine (EUA, 2015), de Sean Baker, c/Kitana Kiki Rodríguez, Mya Taylor, Karren Karagulian, Mickey O’Hagan, 88′.

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