Libertad y otras intoxicaciones. Libertad, igualdad, fraternidad. Los hermanos Taviani pueden dar cuenta de la vieja consigna que nació con la Revolución Francesa.Pueden hacerlo tanto con el corpus de su obra como con sus elecciones vitales. Libres para elegir el oficio de cineastas a comienzos de los años sesenta, iguales al momento de tomar todas sus decisiones creativas, siempre fraternos, separándose de Valentino Orsini, su primer socio en la codirección, incorporando a la producción de sus películas a hermanas, esposas e hijas (hay otro hermano menor, Franco Brogi Taviani, documentalista que parece haber hecho su carrera en soledad). Un clan itálico y fraterno filmando a lo largo de las décadas historias que mentan a la libertad, su ausencia o su conquista, la igualdad y la fraternidad como utopías cada vez más lejanas a lo largo de su filmografía.

Los Taviani son hombres de izquierda, viejos militantes del desaparecido PCI en su época de esplendor. Sus primeras películas, Un hombre para quemar(1962), Bajo la ley del matrimonio (1963), estaban marcadas por la agenda política italiana de la época desde el punto de vista del comunismo. Los textos de Goffredo Fofi publicados en esta misma página dan cuenta de esa etapa creativa de los hermanos. Lejos del dogmatismo de sus homólogos de otros países, el comunismo conducido por Enrico Berlinger les dio la necesaria -otra vez- libertad, la búsqueda artística que como una constante mayor fue una indagación cada vez más honda en su propia memoria ancestral.

Hay una película clave en este camino de ida y vuelta de la historia al mito y de allí a la ideología: Allonsanfans (1973). Una sociedad masónica, liderada por un aristócrata revolucionario, desembarca en una isla del sur italiano para difundir los ideales de la revolución francesa. Ingenuos, no esperan otra cosa que el entusiasmo de los campesinos a quienes vienen a ofrecer sus ideas -y prácticas- de libertad e igualdad, pero la realidad es demasiado dura para sus esperanzas. Los campesinos, históricamente explotados, embrutecidos, imbuidos de una cultura primitiva muy anterior a la modernidad, manipulados por los señores feudales, los consideran los transmisores de la peste que arrasa la isla, los persiguen y matan a la mayoría. Confrontado a la realidad, uno de los sobrevivientes elige la utopía, oculta la masacre a sus compañeros, fantasea que han sido recibidos como héroes.

La pantalla nos muestra una danza colectiva de los campesinos celebrando la llegada de sus libertadores, un baile primitivo, anterior a cualquier alfabeto, mediante el cual los hombres celebran alguna alegría pagana. El ritmo despierta en el espectador un sentimiento afín, los hombres bailan una coreografía colectiva y anónima, es la fraternidad como estado natural del hombre, el ideal roussoniano hecho danza, propiciado por una música tan primitiva y hechicera como la danza, aún en su hermosa y culta complejidad orquestal. A partir de entonces, el músico Nicola Piovani es prácticamente un coautor de las películas de los Taviani. La danza, pautada por su música, aparecerá en todas las películas del ciclo maestro de los hermanos. Tanto en Padre Padrone (1977), como la magistral danza de los siervos a la luz de la luna en el episodio La tinaja de su opera omnia Kaos (1984).

La recurrencia a esta escena primitiva, ahistórica, mediada por la música piovanesca, es la respuesta de los Taviani al desconcierto político de la sinistra de la época. Años marcados por la muerte del Conde Enrico Berlinguer, último gran líder comunista italiano; el abandono de las consignas históricas del comunismo promovidas por el propio Berlinguer: lucha de clases, aceptación del pluralismo democrático; la aparición de las Brigadas Rojas, izquierda fuera del sistema, para quienes el PCI era una alternativa más de la burguesía; el sospechoso asesinato, en teoría por parte de las Brigadas, de Aldo Moro, el líder democristiano que preparaba un gobierno conjunto con el PCI; la progresiva e inadvertida corrosión interna de los países del bloque socialista. Hay un malestar en la izquierda, un cercano fin histórico del que el cine de los Taviani da cuenta de forma inadvertida en su momento, soslayada por la potencia dramática de sus films. El ciclo que se inicia con Allonsanfansanticipa la caída del muro de Berlín y el apocalipsis del campo socialista.

Después del apocalipsis viene el renacimiento, pero éste -que al menos en Europa parece hoy cada vez más lejano- encuentra a los hermanos en el comienzo de su vejez. Hay otro giro de su filmografía: el interregno autobiográfico de La noche de San Lorenzo (1982), otra obra maestra; las adaptaciones de clásicos literarios  de Tostoi y Goethe: El sol también sale de noche (1990) y Las afinidades electivas(1996); o la inadvertida maestría de Fiorile (1993), que mantiene el tono de la adaptación de un clásico siendo la reelaboración de una historia popular, un puente en su transición creativa. La alegórica declaración anticahierista del cine como hijo de las bellas artes en Good Morning Babilonia (1987), en donde aparece por última vez la danza, un encuentro telepático a través del vino, esta vez como motivo de unión entre padre artesano en Italia e hijos abriéndose paso en Hollywood, trabajando nada menos que para Griffith en Intolerancia. La danza ancestral termina en la tristeza homicida del mafioso que se prepara para asesinar a un niño en Tu ríes (1998), un viejo sicario que baila una danza solitaria y grotesca al ritmo de una música desvaída. Este cine ya no se relaciona con el mundo en que trata de sobrevivir. Son películas cargadas de sabiduría artística y de vida, clásicas sin correr los riesgos del academicismo, bellas, pero tristes y desorientadas.

Aquí llegamos, y no hemos hablado todavía de César debe morir. Otro comienzo, un risorgimiento vital de dos octogenarios que levantan la guardia para lanzarse otra vez a la pelea. Los presos de la cárcel de alta seguridad de Rebbibia (la misma que décadas atrás alojó a los líderes de las Brigadas Rojas) forman un grupo teatral que interpreta el Julio César de Shakespeare. Una obra sobre el poder, la gloria, y la muerte. El arco aristotélico del drama graficando la tragedia del poder. Actores en la cárcel, hombres violentos purgando los peores delitos, criminales comunes alejados de cualquier ideal reivindicativo. Esos hombres rudos de quienes apenas conocemos el nombre y sucintamente el motivo y los años de condena, son capaces de construir, sin embargo, su propio ideal: la libertad entre las rejas, la igualdad sobre el improvisado escenario, la fraternidad calurosa del arte ejercido como una forma de comunión (hay que decirlo: el trasfondo mítico y aun pagano de los Taviani se confunde, más allá del materialismo histórico que los formó, con una subyacente religiosidad).

La transformación de estos criminales en actores tal vez sea parte de un programa de resocialización, la película no lo aclara. Un eco del ideal reivindicativo del hombre, de la salvación por el arte, o la revolución, resuena muy en el fondo de cada plano, de cada secuencia en donde sicarios, traficantes y ladrones hacen suyas las grandezas y las miserias de César, Bruto y los demás agonistas shakespereanos. Los Taviani saben por artistas, pero además saben por viejos: la libertad está encarcelada, condenada por tiempo indefinido. Demasiados fracasos, demasiadas ilusiones quedaron en el camino. Ahora el mundo es un panóptico desbordante de rejas, guardianes y cámaras que todo lo registran. Los reclusos-actores ejercitan su ficción en pasillos, celdas, espacios incómodos, impropios del magno drama que representan, pero después vuelven a sus celdas. El corte brutal de montaje que marca sus encierros después de cada función, o después del triunfal estreno, refuerza la idea de la realidad como una cárcel, la prisión como una metáfora del mundo moderno.

Sin embargo, muy en el fondo, casi como un anhelo vergonzante, la vieja mística del puño izquierdo en alto acecha en el corazón de los hermanos Taviani. Mientras Shakespeare siga vivo en el alma de los hombres, mientras uno solo de los presos diga: “pareciera que este tipo conoció mi barrio”, la esperanza será posible. Una esperanza que, por ahora y en el mundo que ideó las consignas libertarias, estará encarnada por artistas: el director de teatro, un personaje discreto y entrañable que parece ocupar un plano secundario en la película, pero que es, sin embargo, central en este submundo de arte y prisión Es él quien con firmeza lleva adelante el proceso de casting, formidable escena en que los futuros actores exponen su humanidad más desprotegida e inocente, ira y desdicha arrastradas desde fuera de los muros carcelarios, puestas por una vez al servicio del juego y la fantasía, sinónimos de libertad. El registaque canaliza y tolera las tensiones artísticas y personales de sus actores, elige no ser protagonista. Tampoco sabemos nada de su historia ni de su actividad fuera de la cárcel. Es un hombre libre, tal vez porque maneja con mano de seda las reglas de la ficción en el doble juego que plantea la película: el registro de una puesta en escena, pero también la puesta en escena del drama de unos hombres deudores de la ley. Ficción sobre el poder y poder real, dialéctica con síntesis abierta que Paolo y Vittorio Taviani dejan en manos de un modesto alter ego, director de una ficción entre rejas, humilde líder en una Italia que, como el Coliseo romano, permanece en ruinas sin terminar nunca de derrumbarse. Sobre cabezas como éstas, dicen los hermanos, alguien podrá construir algún día un reino nuevo.

Aquí pueden leer un texto de Luciano Alonso sobre esta película y un texto de Marcos Vieytes sobre los Taviani.

César debe morir (Cesare deve morire, Italia, 2012), de Paolo y Vittorio Taviani, c/ Cosimo Rega, Salvatore Striano, Giovanni Arcuri, Antonio Frasca, Juan Dario Bonetti, Vittorio Parrella, Rosario Majorana, 76′.

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