Stardust-Memories-PosterEn 1980 Woody Allen estrenaba Recuerdos (Stardust Memories) como un autodeclarado homenaje a 8 y medio de Fellini e instalaba en su obra ese efectivo movimiento pendular respecto a su propio lugar como artista y a la imagen de sí mismo que sus películas construirían desde entonces en el imaginario del público. De su público, en realidad, porque para ese momento el público de Allen ya estaba más o menos definido y sabía con cierta previsibilidad qué esperar después de cada estreno. Ya habían pasado sus comedias inaugurales como Bananas (1971), Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar (1972) o El dormilón (1973), menos apoyadas en la estructura narrativa que en los gags, que ponían en escena un humor heredado de la anarquía de la comedia muda, depurada de la slapstick más primitiva, y diseñaban una parodia autoconsciente de la clase intelectual a la que Allen interpelaba. Su espectador, urbano, psicoanalizado, consumidor de la cultura adulta de los ’70 y el cine intelectual y de ensayo que estaba de moda en los escenarios de debate por entonces, era el perfecto destinatario de ese cine: se reía de sus chistes, se identificaba con sus manías, era capaz de reírse un poco de sí mismo, de su paranoia, de las referencias al judaísmo y a las complicaciones en el sexo.

A partir de Annie Hall (1977), la comedia de Allen utilizó el relato como su mejor apoyo: dividió el protagonismo con un personaje femenino que funcionaba como complemento y contrapunto al mismo tiempo, desarrolló gags más complejos, nutrió su puesta en escena de mayor conciencia y menor improvisación y logró uno de sus primeros grandes éxitos. Sin embargo, algo iba a cambiar. “¿Qué quieren que diga?” –se quejaba el director Sandy Bates en Recuerdos ante la demanda de productores, representantes y agentes de prensa en una habitación de hotel en Los Ángeles mientras esperaba asistir y presentar su propia retrospectiva. “Ya no quiero hacer películas cómicas. No me pueden forzar. No me siento cómico. Miro alrededor y lo único que veo es sufrimiento humano”, decía su personaje angustiado en un limpio blanco y negro. “Pero el sufrimiento humano no vende entradas en Kansas City”, le respondía una voz censora y acartonada. Lo cierto es que Woody Allen siempre supo que su público no estaba en Kansas City y que conquistarlo y mantenerlo suponía más constancia que riesgo. En realidad, ese truco autocomplaciente venía de la mano de la recepción fría que había despertado su versión bergmaniana de las relaciones fraternales en Interiores (1978) y la sensación ambigua que comenzaba a embargarlo respecto al futuro de su carrera. Recuerdos fue uno de los grandes fracasos de su trayectoria y tal vez su película más injustamente subvalorada. No porque sea una obra maestra, sino porque asumía de manera descarnada la esencia de su personalidad como director.

stardust-memories-1980-02-gSi en 8 y medio Fellini reflexionaba sobre el proceso creativo de un artista, sus miedos e inseguridades, sus sueños como alimento de obsesiones y universos personales, Allen ponía en escena el problema de la fama y el reconocimiento. Después de La dolce vita la pregunta de Fellini como director era: “¿Cómo seguir a partir de ahora?” No por el éxito económico sino por el hito cultural y cinematográfico que constituía. La preocupación del alter ego de Allen en Recuerdos era otra: ¿Cómo realizar un cine con el que sentirse menos hipócrita y más valorado y no perder al público en el intento? ¿Podría hacer un cine trascendente, que quedara en la Historia, desde bases populares como la historieta, el vodevil y los sueños de Carl Jung, como eran las fellinianas? Sandy Bates firma autógrafos mecánicamente, se enemista con los directores del estudio porque le modifican el final de su nueva película, intenta conciliar la pasión y la estabilidad en sus relaciones amorosas pero, en el fondo, el origen de su angustia -de la que Allen se burla no sin cierta amargura- consiste en el legado: lo que queda después de la partida.

En la excelente biografía de Stefan Zweig, María Estuardo, el autor establece una interesante comparación entre dos de las figuras más relevantes del escenario político y monárquico del siglo XVI: María Estuardo e Isabel I. María I, reina de Escocia por nacimiento, fue educada en Francia como futura consorte del delfín Francisco (con quién se casó y reinó en Francia durante apenas un año) y representó la pasión y la tragedia de quien se erige en solitario más allá de la Historia, quien se liga políticamente al pasado (el Imperio español y el Pontificado) y se piensa como soberana más allá de exigencias nacionales. Isabel, en cambio, luchó con su vida para ocupar su lugar en la dinastía, se amalgamó con su siglo (al que le dio nombre), se consagró en la grandeza de una Inglaterra ambiciosa y despiadada, fomentó el comercio y la piratería, atendió a la emergencia de las nuevas clases sociales y reconoció el cambio inminente de la autocracia a la monarquía constitucional. Mientras las palabras de Zweig destacan racionalmente las virtudes políticas y estratégicas de Isabel, su discurso se acalora con el calvario irrenunciable de la Estuardo: “No fue casualidad que la lucha entre María Estuardo e Isabel se decidiera a favor de la reina progresiva y mundanamente hábil, y no en el de la reina regresiva y caballeresca (…) Isabel, la realística, vence en la Historia; María, la romántica, vence en la poesía y en la leyenda”.

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Tal vez resulte caprichosa la comparación pero siempre me pareció que Woody Allen era un director de su tiempo: moviéndose como pez en el agua transitó las preocupaciones que inquietaron a una generación a lo largo de casi un cuarto de siglo. Desde sus inicios su timming consistió en comprender los dilemas de su época, las preguntas de un público que se sentía alejado de un cine al que creía ingenuo, y que exigía en las imágenes el reflejo de su propia neurosis, de los cambios formales que observaba en las cinematografías modernas y que Allen supo representar con astucia. Desde Crímenes y pecados (1989) Woody Allen parece tranquilo con su lugar en la Historia del cine: desde entonces relee una y otra vez sus viejas películas, las inunda con la música que le gusta, sortea los problemas de producción haciéndose viajes por Europa, trabaja con actrices jóvenes y lindas, traslada sus tics y mohines a actores que a veces los abrazan con ligereza y sabiduría y otras con rigidez y nerviosismo, de vez en cuando convoca a un nuevo público (como lo hizo con el éxito económico más grande de su carrera, Medianoche en París) y recibe con despreocupación los anuncios de la crítica de su espectacular regreso a “los viejos tiempos” –como ocurrió con Match Point y Blue Jasmine– o de su irreversible arterioesclerosis. Como un delegado isabelino se convirtió en un cultor de la acción en rodajes expeditivos y permanentes, en argumentos sencillos y en puestas oportunistas: su camino será sinónimo de un derrotero temático más que de una identidad visual que supo consagrar con buen ojo y un oficio respetable.

El estreno de Magia a la luz de la luna reactivó los tópicos estándares desde los ’90 en la lectura del cine de Allen: a ver a qué película se parece, cuán peor es que la anterior, está gagá o solo quiere hacer guita, cuan misógino y revanchista se muestra en esta oportunidad. “Una buena, una mala”, parece ser la voz de aura que traduce la ecuación de ese itinerario pendular que ha asumido desde hace unos años, argumento que se sostiene en la reivindicación de las películas “oscuras” de la vejez, aquellas en la que se muestra pesimista y desencantado, mientras que las amenas y luminosas parecen hechas “de taquito”, tal vez por pereza o chochez, pero sin que motiven más que cierta condescendencia y magnanimidad con el genio en sus horas crepusculares.

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Ambientada en el período de entreguerras en plena Costa Azul, Magia a la luz de la luna reaviva el ancestral debate entre iluminismo y fantasía que ya parecía demodé para la vanguardia de los años ’20 pero que sirve al propósito de Allen de jugar nuevamente con la puesta en escena escapando de la rigidez de los interiores para abrir el espacio a la naturaleza viva. Un mago in extremis racionalista está dispuesto a todos los trucos que su inteligencia le permita para desenmascarar a una joven que dice ser médium y promueve formas de conocimiento condenadas por el estricto escepticismo. Mientras todo esto ocurre, Allen está dispuesto a disfrutar de la fotogenia de sus actores en un arrebato de recuperación de algún eco del espíritu renoiriano. El amor se proyecta como fruto de esa tensión con una humanidad que no había aparecido en sus últimas películas. Conforme con el escenario, con el agradable andar de Emma Stone y la música de Cole Porter, Allen suma otro título más en su haber, consciente de sus límites como artista e intelectual, y plantado en un lugar en la Historia que preserva, en el que se siente seguro, y que hoy sobre todo le resulta tan cómodo como divertido.

Magia a la luz de la luna (Magic in the moonlight, EUA, 2014), de Woody Allen, c/Emma Stone, Colin Firth, Marcia Gay Harden, Simon McBurney, Eileen Atkins, 97′.

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