“No me es posible saber si ya la infinita selva

ha iniciado en mí el proceso que ha llevado

a tantos otros a la locura total e irremediable.

Si es el caso, sólo me queda disculparme

y pedir tu comprensión, ya que el despliegue que presencié

durante esas encantadas horas fue tal que me parece imposible

describirlo en un lenguaje que haga entender a otros

su belleza y esplendor; sólo sé que cuando regresé,

ya me había convertido en otro hombre.

Theodor von Martius, Amazonas 1909.

En una nota publicada en la revista Radar en febrero de 2016, Mercedes Halfon rescata las palabras del director Ciro Guerra sobre su flamante El abrazo de la serpiente (2015): “Es imposible retratar la selva en color. Las comunidades indígenas tienen cincuenta palabras para decir lo que nosotros conocemos como verde. Al hacerlo en blanco y negro da la posibilidad de imaginarte los colores, activa al espectador.” “Es esta restricción un gesto de cuidado, un modo de contar prudente y a la vez arriesgado…”, escribe la cronista después de la cita. La valoración -claramente positiva- me hace llegar inmediatamente a una conclusión: Guerra nunca vio el cine de Herzog. Nunca vio Fitzcarraldo (1982) ni Aguirre (1972), o al menos nunca vio Grizzly Man (2005), ese documental mezcla de comedia y melodrama donde el alemán deja asentado para siempre, a modo de manifiesto breve pero contundente, su mirada sobre la naturaleza: “Pienso que el común denominador en el universo no es la armonía sino el caos, la hostilidad y la muerte”.

El epígrafe que encabeza este texto es lo primero que se ve en El abrazo de la serpiente; es lo primero que se imprime sobre el fondo negro de la pantalla. Sin embargo, lo que interesa de esa introducción no pasa por detenerse en la funcionalidad narrativa de la frase, que predispone el terreno para lo que sucederá luego, sino en cómo es mostrada esa supuesta belleza infinita y resplandeciente de la selva cuando la película se instala en el presente, luego de la secuencia de títulos, y comprobamos que el sonido de la selva es el mismo que el del comienzo, pero sobre todo que la selva es la misma. Que nada distingue a la imagen actual de la imagen del pasado. Es ahí donde la decisión del director Ciro Guerra de sostener el blanco y negro a lo largo de toda la película empieza a resultar incomprensible; es ahí donde las palabras iniciales de Von Martius comienzan a perder su sentido. ¿Por qué? Por la indiferencia visual que une al pasado con el presente. Porque esa equidad de las imágenes lejos está de querer decirnos que todos los planos, que todas las escenas son igual de importantes; más bien se niega, desde la superficie de lo visible, más preocupada porque todo luzca bien que por la incidencia del paisaje sobre los personajes, la potencial profundidad de un relato mítico.

Podemos comprender que Guerra desista de usar el color de acuerdo a su investigación de las comunidades indígenas y sus múltiples formas de nombrar lo verde; podemos aceptar eso. Sin embargo, el problema de su película no está en lo que se rechaza sino en la homogeneidad visual del registro que se pone en evidencia. En El abrazo de la serpiente hay cuidado y hay prudencia, acciones ambas asociadas con el orden y lo armónico, pero contrarias, aun cuando Halfon las relaciona de un modo virtuoso, a lo que falta, a lo que nunca se ve en la película: riesgo, aventura, desorden; palabras mucho más estimulantes y cercanas al caos referido por Herzog. Pero ya que estamos, y teniendo en cuenta que el director nos invita a la imaginación, nos permitiremos aceptar el convite para ensayar y decir que había al menos dos posibilidades de transmitir la sensación de locura generada por el entorno mágico y salvaje de la vegetación y justificar así la leyenda inicial: una idea -bien básica- podría haber sido la de adjudicar el blanco y negro al pasado y señalar, desde un presente colorido y realista, la imposibilidad de acceder al prodigio que deslumbró y perdió a Von Martius durante su estadía. Es decir, utilizar el blanco y negro como una región inalcanzable, como un acontecimiento imposible de replicar. Por el contrario, dotar de realismo fantástico y color a la selva documentada por el primer explorador hubiese permitido convertir, desde el expresionismo que otorgan las luces y las sombras de otro tiempo, a la selva actual en un paraíso perdido -otra idea básica-. El sentido sería similar pero igualmente efectivo. En ambos casos se estaría hablando de una distancia insalvable, de una experiencia intransferible, que puede ser referenciada por documentos y diarios de viaje pero nunca llevada a la práctica. Algo que Guerra nunca quiso – o nunca pudo- hacer.

La Roma de Cuarón también sufre del mismo mal de la belleza que la película de Guerra, pero además cuenta con un agravante, que es el de trasladar su miserabilidad formal hasta el límite de la metáfora, con ese primer plano cenital de un patio -el de la casa de los patrones de Cleo (Yalitza Aparicio)-, que la protagonista -presentada en fuera de campo- se encarga de limpiar con agua y jabón y que, involuntariamente o no, revela tempranamente las intenciones de la película: priorizar siempre, a través de un sinfín de paneos insufribles como base, la pureza y la limpidez de la superficie donde se van a desarrollar las acciones por sobre el devenir de sus protagonistas. Acciones que, ya sean ejercicio o sueño, al funcionar como alegoría de la dignidad ante la desgracia o el sufrimiento, importan poco porque el cuerpo que las ejecuta importa poco, mero recipiente vacío, mero material de descarte. Ahí tenemos, por caso, la escena en la que Cleo juega a hacerse la muerta y dice sentirse bien así. ¿Qué hace entonces el director con la puesta en escena? Mueve apenas y lentamente la cámara hacia arriba para indicarnos que el cielo al que puede aspirar esa mujer está ahí nomás, a unos metros y lleno de la ropa que ella misma ha lavado y puesto a secar en la soga. Nunca un cielo limpio, deseable, nunca un paraíso. Cuarón se guarda la gloria (o la redención, llegado el caso) para él solo. La va de Dios pero vuela bajito, casi al ras de ese piso del comienzo, perfectamente encuadrado, perfectamente fotografiado, perfectamente limpio y seguro, no sea cosa que al intentar elevarse hacia alturas desconocidas se maree y se nos venga en picada al suelo y termine ensuciándolo todo. Aunque ya sabemos que eso no va a ocurrir nunca, porque la película prefiere quedarse en el regodeo esteticista y vacuo de su forma, con el blanco y negro como maquillaje ideal de esa carencia, antes que asumir cualquier tipo de riesgo, incluido el de contradecirse -lo cual hubiese hecho de Roma un proyecto mucho más honesto, al menos-, y porque su postulado estético parece estar claro desde un primer momento: si hay miseria, que se note. Pero que siempre, pero siempre, se vea bonita.

Robert Eggers, lamentablemente, también ha caído en la trampa. Con la reciente El faro (2019) parece haber cambiado la gloria bastarda a cielo abierto, aquelarre y exaltación del fuego mediante, que había alcanzado con La bruja (2015), por la impostura teatral del encierro y la repetición como condena. Aun en su tonalidad crepuscular y decadente, La bruja era una fiesta, un viaje feliz hacia la expurgación de los placeres, un acto masturbatorio, sonriente y sin culpa. El faro, en cambio, nos priva de ese final y se contenta con un onanismo ciego, con la metáfora de la luz como absoluto y con una fotografía en blanco y negro que no tiene incidencia alguna ni en el clima ni en la trama, sino que está ahí solo porque es más “artístico”. Un capricho formal que aspira a la consagración y no a la libertad.

Por suerte, tenemos casos recientes donde el tratamiento dado al blanco y negro no sólo es preciso y justo, sino que además nos impide pensar a esas películas de otro modo. El contraejemplo por excelencia es Cold War (2018). La película de Pawlikowski arranca como un tango, con un hombre cantando su llegada a la casa de una mujer para pedirle que le abra la puerta, que lo deje entrar. Pero resulta que esa mujer que busca ya no está, al parecer se ha ido y al parecer ya nunca volverá, igual que lo que ocurre en el tango Nada, escrito por Horacio Basterra y cantado por Raúl Iriarte en 1944, cuatro años antes del momento en el que se ubica inicialmente la película. El tono melodramático, que anticipa la partida trágica del final, queda así instalado desde el comienzo. Pero lo que realmente importa en esa escena son las manos sucias y llenas de pliegues del hombre que canta y toca la gaita, porque aun en la belleza desbordante de su fotografía, Cold War no desmerece el detalle: en cada cara hay una marca, en cada pared una grieta, en cada salón de baile el humo de cigarrillo contamina el espacio de profundidad. Pawlikowski, a diferencia del funcionario que se acerca a los profesores para decirles que nunca creyó en el arte popular, sí cree. Y sobre todo cree que ese arte popular puede ser bello e impuro al mismo tiempo. Cree en un arte humano, y por ende imperfecto, antes que en un arte elevado. Su película conmueve por estas razones. Porque la energía y la actitud se priorizan todo el tiempo por sobre lo hermoso y lo puro: “me confundió con mi madre y le mostré la diferencia con un cuchillo”, nos aclara la chica del flequillo, nuestra heroína, recién salida de prisión por matar a su padre, que la quiso violar.

En cada plano de Cold War hay una previsibilidad que se viene abajo, una certeza que se anula en pos de la determinación irracional: la chica que atiende el bar advierte a Wiktor (Tomasz Kot) que la mujer de su vida esa noche no vendrá. Pero basta que termine de decirlo para que un segundo después Zula (Joanna Kulig) abra la puerta. Después hay un número de canto se repite dos veces: en el primero, la subjetiva de Zula advierte la presencia de Wiktor entre el público; en el segundo, la subjetiva sobre la butaca vacía da cuenta de la ausencia, que se acentúa cuando la vemos cerrar los ojos en la parte inferior del plano, rodeada por un coro de mujeres que miran de frente a la cámara. Pero, de nuevo, lo que parece ser un desencuentro será en realidad un movimiento motivado por la intuición: otra vez será ella la que aparezca en la puerta del estudio mientras él compone la música de una película.

Para Pawlikowski, el amor no es “el amor”, como dice su protagonista masculino sin alcanzar nunca una definición más precisa; el amor es movimiento, es algo que muta, como la canción que habla de los dos corazones y los cuatro ojos, que puede pasar de la melodía popular polaca a un standard de jazz sin dejar nunca de prefigurar el destino de los amantes que, tratándose de un melodrama, suele ser el mismo en cualquier país, en cualquier época, en cualquier idioma, más allá de toda “metáfora idiota”. Es Zula la que encarna ese amor mutante, en contraposición a la linealidad irreflexiva de su amante y la metáfora parisina del amor y el tiempo (esa es la metáfora idiota). Es ella la que puede pasar de la melancolía del alcohol a bailar Bill Haley con cualquiera, aunque siempre se termine yendo con el mismo chico; aunque ese chico sea, justamente, un idiota; aunque no crea en él.

Pawlikowski sabe que toda relación afectiva es política y, por lo tanto, que todo movimiento también lo es. Más en tiempos de guerra. Esta certeza sería una obviedad si su película se dejara ganar por la linealidad de su propio discurso. Pero por suerte, la profundidad (y el fuera) de campo hacen que esa linealidad se abra y se diversifique, que todo el tiempo importe tanto lo que ocurre al fondo del plano como lo que los personajes ven y nosotros no, aunque esa vista -que sobre el final sabremos que es mejor- esté reservada sólo para los amantes y a nosotros nos quede apenas una brisa insuficiente de viento como huella de lo sublime.

Otro contraejemplo notable es Tabú (2012), de Miguel Gomes, con su paraíso perdido de cines vacíos y casinos que funcionan donde antes seguramente hubo un cine, con esa mujer vieja que lo pierde todo en ese mismo casino y que después se pierde en la inestabilidad de la puesta en escena al contar su sueño africano; y con el otro paraíso, espacio mítico que al referenciar los movimientos del pasado se vuelve presente, se vuelve cine. Porque el relato del cazador y la historia de Ventura (Henrique Espírito Santo) y Aurora (Laura Soveral, Ana Moreira) en tierra africana están unidos no sólo por la canción que un grupo -también africano- interpreta (Tu serás mi baby, de Les Surfs), sino por la presencia de esa mujer solitaria que se conmueve dos veces en la oscuridad de la sala y que, más allá de verse eventualmente acompañada, parece ser la única espectadora interesada en esas historias. Sin embargo, Gomes no llora, no se lamenta. Le alcanza con esa presencia para hacer del cine un espacio para la memoria, no un paraíso. Un refugio donde el pasado sigue siendo el único espacio posible para que la aventura suceda, para que el hecho de perderse represente una posibilidad para el hallazgo y no una deriva penosa. Cuando escuchamos a la Aurora joven decirle a su amante “olvídeme usted, porque yo seré siempre suya”, sabemos que Gomes está hablando del cine y no de un amor perdido. Lo sabemos porque antes de llegar a esa sentencia nos muestra la subjetiva de un cocodrilo melancólico y eterno reteniendo la figura de Aurora y porque a esa altura el mito ya se ha impreso definitivamente en la imagen. El mundo pretérito de Tabú, entonces, no puede ser sino en blanco y negro porque todo en la película gira en torno a esa relación cromática, feliz y decadente al mismo tiempo: un cazador negro perece en la selva buscando a una mujer blanca; una mujer blanca se hace amiga de una mujer negra que sirve a una señora blanca y va al cine a ver películas en blanco y negro que hablan de amores blancos en tierras negras; hasta los animales ven -y son vistos en el cielo- en blanco y negro. Queda claro que el uso del color, en este melodrama de la pasión, hubiese estado de más.

Invasión (1969), por poner un ejemplo local, tampoco podría haber sido en color. La clave la dan los diarios de Bioy. Allí el escritor cuenta que cuando Hugo Santiago vino a decirles, a él y a Borges, que había que ir pensando en hacer otra película, pero que esta vez tenía que ser en colores, Borges rechazó la idea argumentando que todas las películas en colores eran horribles, que todo parecía falso en ellas. Bioy le hizo notar que estaba pensando en los primeros films en colores, “a todo color”, y que hoy en día (fines de los 60) “se ven con naturalidad magníficos films en colores”. Que “lo de la falsedad es una convención, una costumbre”. Como sea, lo cierto es que si Invasión se hubiese filmado a color Aquilea no sería Aquilea sino Buenos Aires. O lo sería, en todo caso, por la imposición de su nombre impreso sobre el plano de la ciudad, no por su desplazamiento ficticio. Y en esa Buenos Aires a color, reconocible, sí que todo hubiese sonado falso y pretencioso. En cambio, el blanco y negro nos predispone para el juego. Nos permite aceptar esa forma de hablar y caminar; nos permite aceptar que la ciudad tenga, por ejemplo, montañas en su frontera oeste y nos permite, sobre todo, que un compadrito de las orillas pueda vestirse como el “samurai” de Jean Pierre Melville y comportarse como un personaje de Robert Bresson para finalmente caer derrotado como los antihéroes típicos del film noir.

Con La asesina la cosa es diferente. Porque lo que predomina en la película de Hou Hsiao-hsien es el color; sin embargo, los primeros minutos están filmados en blanco y negro, lo cual hace que esa introducción se vuelva central para el posterior desarrollo de la historia.  Es ese prólogo el que nos permite pensar -y justificar- que el primer plano en color de la película pueda ser el de un amanecer, el de un día que empieza. La razón es sencilla: tenemos un título que señala el peso de la tradición y que nos indica la noción de un mandato irrevocable; a su vez, tenemos a una mujer que va a rebelarse contra esa predestinación. Sólo al principio la asesina del título mata a alguien; todo lo que hace luego es negarse y rehuir de la obediencia. El blanco y negro inicial, entonces, le sirve a Hou Hsiao-hsien para poder instalarse, una vez referenciado y anulado ese pasado, en el presente histórico y a todo color de su película. El taiwanés recurre al manual de base y no al laboratorio. No busca la provocación, no filma para el reconocimiento inmediato; tan sólo se dedica a narrar aprovechando las posibilidades que el cine le permite, con simpleza y sin alardes.

Si durante lo que se conoce como período clásico el registro generalmente elegido por las películas, más que nada por una cuestión de costos, fue el blanco y negro, dejando para la experimentación y la espectacularidad el uso del Technicolor -formato que implicaba un gasto considerablemente mayor debido a los inconvenientes técnicos que presentaba-, hoy su uso ha pasado a ser una elección, una forma más de poner en escena una historia; lo que antes era una limitación, ahora es una posibilidad más para la narración, para contar algo de un modo singular. Y el decir hoy implica no sólo la referencia a películas recientes sino al cine moderno en general. El amor en fuga, por ejemplo, película de 1979 con la que Truffaut cierra la saga de Antoine Doinel, filmada a lo largo de veinte años, tiene un plano curioso: aquel donde Christine (Claude Jade) le pregunta a Colette (Marie-France Pisier) por su encuentro con Antoine (Jean-Pierre Leaud) en la calle. El flashback que le sigue a esa escena corresponde a Besos robados (1968), filmada en color al igual que las dos películas restantes de la saga (Domicilio conyugal (1970) y la ya mencionada El amor en fuga), pero lo que llama la atención es que el recuerdo se nos presenta en blanco y negro, difiriendo así de su concepción original. La variante encierra una doble idea: el recuerdo lleva a Colette a pensar en la tragedia de su niña atropellada por un coche; el color, asociado anteriormente a un momento de felicidad, absorbe ahora los claroscuros de la fatalidad. El cambio de registro, entonces, posibilita la asociación: ese flashback bien puede ser un golpe más, uno de los cuatrocientos que Truffaut filmó dos décadas atrás, en la única película de la saga (sin contar el corto de El amor a los veinte años, Antoine y Colette) hecha en blanco y negro.

Por lo tanto, y para finalizar, el uso del blanco y negro es una decisión formal que trasciende toda función dramática, que excede todo lo que la belleza de su aplicación pueda maquillar. Su inclusión, ya sea total o parcial, será siempre una puerta de entrada a un mundo particular; encerrará siempre un sentido posible que celebrar o rechazar. Desde acá, celebraremos su inclusión, deliberada o caprichosa, siempre que la intención sea la de conmover con armas nobles, humanas (es decir, todas las películas de Philippe Garrel), o la de agitar con su carácter libertario y desobediente (La ley de la calle, La ansiedad de Veronika Voss). Por el contrario, rechazaremos siempre las bobadas artísticas a lo Anticristo de Von Trier o a lo -precisamente- The Artist de Hazanavicius y demás chantas que creen en el gesto hipnótico de su uso, tan efectista como pasajero, y olvidan que el blanco y negro es encantador no por los mundos que hace resplandecer, sino porque en el fondo contiene el poder suficiente de eternizar a las películas tanto como el de anularlas, incluso antes de su primer fotograma.

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