En la inquietante y curiosamente original Border, de Ali Abassi, Tina (impresionante Eva Melander) es una trol, un monstruo propio de la mitología nórdica, que trabaja en la actualidad como agente de frontera del ferry en Suecia dada la facultad que posee de poder oler la culpabilidad en una persona. Ella no sabe que es (ser) una trol; cree, simplemente, que nació enferma y deforme y se adapta a ese hecho teniendo una sexualidad nula, un esposo vividor y vago que cría perros que la detestan, una casa en medio del bosque donde convive de manera religiosa con alces y zorros, un senil padre con Alzheimer en un geriátrico, que ella quiere a pesar de todo, y un trabajo donde destapa —gracias a su don— desde el tráfico de drogas hasta redes execrables de pedofilia. Sin embargo, la aparición del turbio Vore (el también impresionante Eero Milonoff), otro troll como ella, le cambia la vida y le activa la necesidad de descubrir una (¿su?) identidad: de descubrir la verdad, si sólo hubiera una, sobre su condición, precisamente, de “inhumana” a pesar de que toda la vida le hicieron creer lo contrario con todas las discriminaciones y humillaciones obvias del caso.

Tina tiene miedo de los rayos durante las lluvias porque la persiguen para caérsele encima. Tina vive atormentada por perros negros y enormes. Tina encuentra siempre paz con alces y zorros. Tina ama la noche. Tina adora caminar en medio del bosque descalza. Tina adora los baños en cascadas y lagunas ocultas bajo la lluvia. Tina ama sentir con su cuerpo, con la textura del mundo que la rodea e incluye. Tina adora ser lo que no sabe que es. Tina sabe que tiene que usar uniforme de agente de aduana con impecable corbata atada cada día; que tiene que denunciar y obedecer; que tiene que cumplir horarios; que tiene que hacerse cargo de personas que no la merecen; que tiene que aceptar su deformidad con cierta resiliencia y resignación; que tiene que trabajar para vivir; que tiene que convivir para trabajar; que tiene que ponderar su soledad para sentirse “normal”; que tiene que entender que lo que la rodea es lo “anormal”; que lo que come y bebe no es realmente lo que quiere comer y beber; que la sexualidad a la que la obligan no es la sexualidad que siente para su placer; que a los caminos de ida y de vuelta a su casa —desde lo supuestamente civilizado a lo salvaje— manejando su auto son rutinas de soledad íntima, existencial, que la empantanan en una vulnerabilidad muy especial: la de no saber qué es en un mundo que tampoco sabe, aparentemente, lo que ella es. Eso, al menos, hasta que aparece Vore. Vore sabe muy bien lo que ella es. Vore es como ella: un trol. Vore sabe perfectamente qué es ser un trol y cómo los humanos desde tiempos inmemoriales los han perseguido, relegado, encerrado y diseccionado para experimentos. Vore sabe de otras criaturas ancestrales y mitológicas que habitan entre ellos. Vore sabe que el problema son los humanos pues los humanos son los “deformes” para él. Vore sabe que Tina no se llama Tina. Vore sabe que ama a Tina. Vore sabe que su venganza hacia los humanos lo hace, quizás, un humano más. Vore sabe que su venganza hacia los humanos lo vuelve el peor de los humanos, sin embargo, es su motivo en la vida y ni el amor de Tina lo va a redimir al respecto. Vore sabe que su sed de venganza lo vuelve uno más a pesar de su particularidad, de su condición singular de trol.

Tina y Vore se encuentran y se disfrutan. Tina y Vore se autodescubren. Tina y Vore se potencian en un mundo donde ellos son la extrañeza a pesar de la naturalidad —muy, pero muy hipócritamente nórdica— conque supuestamente se los acepta dentro de la sociedad escandinava. Tina y Vore son singularidades altamente sensibles que escapan a los rayos del cielo y domestican los ladridos de perros negros gigantes y agresivos. Tina y Vore son un límite, una frontera donde lo externo y lo interno, lo humano y lo inhumano, lo moral y lo amoral, lo sexual y lo asexual, la humillación y la aceptación, lo natural y lo antinatural se conjugan en un relato inquietante, al borde de lo bizarro, que Ali Abassi resuelve magistralmente con maquillajes, atmósferas, diálogos e interpretaciones maravillosas sembrando una incertidumbre progresiva donde el público sabe menos que la propia Tina a medida que, paradójicamente, Tina sabe más sobre su estado en su camino de iniciación y (auto)descubrimiento. Donde el público sabe menos de su propia condición que lo que la humanidad le dice que sabe con la proyección de sus “monstruos”, de sus mitologías imaginadas haciendo que lo horroroso funcione como una suerte de inconsciente colectivo “externo” para lavar1 atrocidades con toda la “inhumanidad” que se fagocita a sí misma las comillas y la vuelve ironía de lo más humano que tenemos: los inmensos niveles de crueldad de nuestros actos, de nuestros imaginarios y pasiones.

Border es una película simbólica y poderosa, curiosamente original, donde lo “in” de lo inhumano nos adentra, como ya dijimos, precisamente, en nuestras contradicciones más significativas y donde lo monstruoso de esas contradicciones, más allá de las deformidades físicas, fisiológicas, biológicas, mitológicas se encuentran sintetizadas en una sola realidad de vida: la del estar siendo en el mundo conforme con lo que uno es o, al menos, con lo que uno cree que es pero fiel a ese espejismo… a esa realidad sustancial… a esa identidad que a uno le pueden robar o distorsionar de chico para recuperar o reparar de grande… para sentirla bajo la lluvia gruñendo monstruosamente tomado de la mano con el ser que se ama al lado y disfruta de nuestro mismo gruñido sin que nadie más pueda —deba— escuchar entre los recovecos oscuros de este mundo aún, en construcción (descubrimiento).

Border: Sentí algo hermoso (Gräns, Suecia-Dinamarca, 2018). Dirección: Ali Abbasi. Guion: John Ajvide Lindqvist, Ali Abbasi e Isabella Eklof. Fotografía: Nadim Carlsen. Música: Christoffer Berg y Martin Dirkov. Edición: Olivia Neergaard-Holm y Anders Skov. Elenco: Eva Melander, Eero Milonoff, Jorgen Thorsson, Ann Petren y Sten Ljunggren. Duración: 108 minutos.

1 Generalmente, cuando a uno está frente a una aberración humana (una tortura, una violación, una hambruna, un secuestro, un acto de extrema violencia, una falta de compasión, una crueldad importante), paradójicamente, lo primero que atina a decir es: “Eso es inhumano”. A un acto meramente humano -pues los humanos son los que consuman esa tortura, esa violación, esa hambruna, ese secuestro, esa violencia extrema, esa falta de compasión, esa crueldad importante- se lo intenta extrapolar, se lo intenta poner como excepción, se lo intenta diferenciar de una suerte de benevolencia congénita (¿natural?) que carga el género (humano) precisamente con la condición del “in”. Pero, por la historia misma de la humanidad en cualquiera de los grados de su civilización en la que se ha desarrollado en todo el mundo, esto de decir “inhumano” a actos absoluta y privativamente humanos -pues ni las plantas ni los animales suelen tener estas conductas-, más que una contradicción, se transforma en una sátira, en una mala parodia de nuestras propias negaciones y aberraciones. Por eso los humanos hemos inventado a los dioses, a los monstruos, a los extraterrestres, a los fantasmas, a los seres mitológicos para trasladar -arquetípica y psicológicamente- nuestras culpas de condición a la particularidad de seres extraños y externos a nosotros; una suerte de distancia simbólica para descargar culpas o, en los casos más interesantes, para reflejarlas y aceptarlas.

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