“Cristo es el señor,
Cristo es la solución.
Es lo más grande del mundo,
yo quiero ser Marquitos Di Palma”.

Cristo es Marquitos Di Palma – El kuelgue

En El rostro de Cristo en el cine, Gustavo Bernstein expone sin tapujos que no existe en toda la Biblia una referencia concreta a la fisonomía de Jesús, con la salvedad de un poder simbólico y una dimensión sideral que remiten a ciertos rasgos de su figura. La clave para su corporización, entonces, proviene de la sentencia del salmo 45: “Eres el más hermoso de los hombres”. Apotegma que implica el desafío de conjugar atributos divinos, cualidades mundanas y carnales a un ser celestial. Así, las artes visuales fueron las primeras en dar el puntapié inicial en el campo de juego, y se aventuraron a promover una enorme cantidad de retratos de Cristo que oscilan entre la afectación lacrimosa, la compasión, el padecimiento y el dolor materno.

Impregnadas en el imaginario social y en el inconsciente colectivo, las imágenes de “La Anunciación” o de “La última cena” –¡qué inverosímil resulta la mesa larga y extensa, diseñada por Da Vinci, que agrupa a doce personas en pose frontal!– emergen con la aparente claridad de haber sido registradas personalmente con una cámara fotográfica, pese a que pertenecen a la capacidad interpretativa de un artista. Y esa interpretación, ese peculiar modo de ver, cristaliza una mistificación. Cuando se presenta la imagen de Cristo en una pintura, los espectadores pasan a contemplarla de una manera que está condicionada por toda una serie de juicios y/o hipótesis aprendidas sobre este personaje. Suposiciones vinculadas a la fraternidad universal, la tolerancia, la benevolencia, la belleza, la moral. La figura del Mesías se mistifica porque un grupo de la sociedad necesita inventar –y creer– una historia que justifique retrospectivamente el rol de las deidades y la civilización y existencia humanas.

Tal mistificación proveniente de la tradición pictórica ha finalizado por condicionar las representaciones cinematográficas que se hicieron del hijo de Dios. Es que Bernstein sintetiza con justa razón: “Cristo llegó al cine para expiar sus pecados”. El séptimo arte, estigmatizado por los sectores conservadores por surgir de las ferias populares y contener una buena dosis de picardía y erotismo, era sinónimo del pecado y lo amoral. La purificación era necesaria y no había mejor manera de hacerlo que mediante una convergencia de intereses: el de la iglesia y el de la industria cinematográfica. La difusión del mensaje evangélico motivó la inserción de un fin didáctico y una perspectiva ideológica en cada imagen promovida por el celuloide. Así, Cristo puede evocar a un hombre de fuertes convicciones –El evangelio según San Mateo (Pier Paolo Pasolini, 1964)–, a un ser en estado extático que impone manos y mira al cielo –Páginas del libro de Satán (Carl Theodor Dreyer, 1920)–, a un joven hippie que predica sobre el amor universal –Jesucristo Superstar (Norman Jewinson, 1973)–, a un rostro sufrido, de rasgos angulosos y grandes ojos azules que se condensa como imagen soberana y digna de devoción –Jesús de Nazaret (Franco Zeffirelli, 1977)-, o a una bestia sometida al morbo y a todo tipo de flagelaciones –La pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004)–.

El recorrido cinematográfico que propone Bernstein comienza en la era del silente, con la paradoja fundacional de que un pornógrafo llamado Albert Kirchner realizó, a pedido de la editorial católica La Bonne Presse, la primera producción cristológica titulada Passion du Christ. Luego, revisa, disecciona, describe y analiza el lugar de enunciación y el contexto histórico de cada película –desde 1916 hasta 2014–, aguzando la mirada en el binomio Jesús –mesías de la paz – y Barrabás –mesías de la guerra –, la ambivalencia interna entre Cristo y Judas, la mutación del mensaje social vinculado al sometimiento político y opresión romanos, la motivación ambigua del hijo de Dios expresada en el destino humano y la resonancia mística, y la parafernalia de los efectos especiales al momento de exponer los milagros.

La iconografía de Cristo está signada por la imagen-afección –inevitable no mencionar el término de Deleuze–. El rostro de Jesús es esa placa nerviosa que ha renunciado a lo esencial de su motricidad orgánica para expresar padecimientos, inquietudes o bien inspirar admiración, devoción y pasión. El rostro de Cristo es una unidad reflejada –transmite una experiencia sensible personal– y reflejante –despierta sentidos y sensibilidad en los espectadores–. Como sugería Eisenstein, el primer plano ofrece una lectura afectiva de toda una película. El rostro de Jesús se enmarca en un primer plano y de él brotan afecciones a borbotones. Bernstein lo recuerda y al recordarlo se espabila, se impresiona, se detiene y se pregunta: Si en la Biblia no existe referencia a la fisonomía de Cristo, entonces, ¿cuántas distorsiones de la verdad histórica y/o evangélica colisionan en el mundo cinematográfico y cuántas estéticas centradas en apologías o en el goce del tormento de un cuerpo existen? Comprueba que la fidelidad al Evangelio y la crónica histórica se fusionan en el cine para imitar a la tradición pictórica: no hay imagen veraz, sino construcción interpretativa de un mesías que pudo haber existido.

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