El estreno de El ejercicio del Estado, cuyo título internacional es El ministro, en principio es valioso por el simple hecho de que sea un estreno no estadounidense, de modo que añade variedad a la cartelera. Por más globalizada que esté la producción cinematográfica, algún trazo de identidad de las viejas y parece que anacrónicas culturas nacionales queda en cada película. También interesa porque es una ficción abiertamente política. Algunos críticos franceses incluso aprovecharon la cercanía del estreno de Secretos de estado (The Idus of March), del liberal demócrata George Clooney, para compararlas. En ambas accedemos a la práctica cotidiana del poder político a través de funcionarios y candidatos, aunque aquí con una voluntad de estilización fotográfica mayor que en la estadounidense. En este caso, a través del ministro de transportes francés y su reacción a una situación de crisis inicial que luego da paso al vértigo continuo de la toma de decisiones. Tendría que conocer más de política internacional como para ser capaz de trazar las analogías necesarias y pertinentes entre el elenco de funcionarios de Sarkozy y los de la película, pero en todo caso estamos hablando de un funcionamiento gubernamental más bien burocrático, sea que lo administre la derecha o los socialdemócratas, las más de las veces tan funcionales a los intereses corporativos o a la inercia del aparato de poder como los demócratas en EE.UU.
Dentro de ese marco, el protagonista emerge como una figura de consenso para el espectador, moderada y humana en el sentido más conservador de este último término, lo que plantea cualquier horizonte para la película menos uno revolucionario o siquiera incisivo. No hay incomodidad alguna en El ministro, sino una grata y confortable aquiescencia que es a la vez su tara y su gracia. Así como es imposible ver con algún tipo de negatividad a Olivier Gourmet, protagonista de El hijo, de los Dardenne, también cuesta odiar a su personaje debido a la presentación que Schöller hace de él como un funcionario que, en principio, se declara en contra de la privatización de los peajes, pero termina aceptando el dictamen gubernamental para ascender en la escala jerárquica y continuar trabajando desde adentro. Como resultado de esta operación dramática, el ejercicio político individual se vuelve respetable por más traiciones al interés público que implique, pero esto no puede ser criticable per se a riesgo de poner en cuestión la legitimidad del sistema democrático o pecar de ingenuos, que no es uno de los pecados más detestables pero sí uno de los más impotentes.

Ese problema que la película permite plantearnos la vuelve mucho más interesante de lo que parece a simple vista. Y ese problema es el de la naturaleza, funcionamiento y atribuciones del Estado democrático. De allí la importancia del primer minuto y medio de película. Esa primera secuencia onírica ya es famosa y es válido revelarla porque ha sido uno de los estribillos publicitarios de la película. El marco escenográfico es una de las habitaciones lujosamente decoradas del ministerio. Una mujer desnuda entra en las fauces de un cocodrilo. En la imagen confluye tanto una lectura política como estética. El cocodrilo hace pensar en el Leviatán bíblico, monstruo marino representado a menudo como el reptil en cuestión y usado por Hobbes como metáfora del Estado. ¿La mujer es la república? ¿El aparato se termina devorando lo poco que queda, si alguna vez hubo algo, de afán republicano en el protagonista? Podrían multiplicarse las especulaciones interpretativas, pero puede que en este caso el ejercicio hermenéutico sea bizantino, porque da la impresión de que lo que más le importa a Schöller, o lo único, es la suntuosa superficialidad estilística; la referencia directa a la foto Cocodrilo comiéndose a una bailarina que Helmut Newton tomó del ballet de Pina Bausch La leyenda de la castidad, y que aquí es casi idénticamente reproducida; acaso la moda como factor político de consumo cultural y el esnobismo como fenómeno artístico.

En los alrededores del protagonista hay por lo menos dos personajes importantes. La relevancia de uno es ostensible, y parte del encanto de la película se sostiene gracias a Michel Blanc, que hace mucho filmara La noche es mi enemiga (Monsieur Hire, de Patrice Leconte) con Sandrinne Bonnaire y que aquí hace de principal colaborador del ministro, con el mismo bajo perfil que lo hacía opaco en aquella fatal historia de amour fou, matizada por la efectividad ligeramente romántica que desplegó en La chica del TREN, de André Téchiné. También puede verse a la película como el relato en segundo plano de la amistad entre ambos. El otro personaje es un desempleado de Cerdeña que aparece al principio de la película y desaparece no muy lejos del final. Una medida política mostrada con dosis parejas de efectividad y oportunismo publicitario lo deposita como chofer del auto del ministro. Con cierta elegancia, la película le hecha encima la responsabilidad de encarnar al pueblo, sea lo que fuere esa entidad para el director. Es significativo que, como tal, no hable palabra ni tenga voz propia en toda la película, vale decir en toda su vida. Como mucho, su mujer hablará por él. Si se quiere, la película también, aunque el lugar que le reserve se parezca mucho al de una pieza de sacrificio sin valor. Hasta en eso se cuida de inclinar la balanza del sentido hacia lado alguno, y en ese airoso equilibrismo similar al de una modelo en la pasarela consiste su ingenio. Algunos preferimos aquellas a las que se les rompe un taco en pleno desfile y no tienen forma de disimular el accidente.
A propósito de la relación entre poética y Estado, les recomiendo leer el libro de poemas de Daniel Durand El Estado y él se amaron. Aquí va una entrevista al autor: http://elseniordeabajo.blogspot.com.ar/2006/08/entrevista-daniel-durand.html

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