Antes de hablar de la serie Monzón habría que decir algunas palabras sobre el personaje en cuestión. Antes de este revival que vuelve a ponerlo en boca de todos, Carlos Monzón había pasado una larga temporada sumido en la indiferencia y el olvido, luego de su muerte ocurrida en enero de 1995 en un accidente automovilístico durante una salida transitoria de la cárcel. El boxeador cumplía una condena por el asesinato de Alicia Muñíz, madre de uno de sus hijos, ocurrida en febrero de 1988, año en el que, en otro balcón de la misma ciudad balnearia de Mar del Plata, perdía la vida uno de los actores cómicos más importantes de la televisión argentina, Alberto Olmedo.

Primero hay que decir algo obvio, pero no por ello menos cierto. Carlos Monzón, nacido en San Javier en 1942, es la figura más importante de la historia del boxeo argentino, y uno de los boxeadores más importantes del siglo XX. A su vez, es uno de los deportistas más importantes de la historia del deporte argentino junto a personalidades de la talla de Diego Armando Maradona, Lionel Messi, Emanuel Ginobilli, Juan Manuel Fangio, Guillermo Vilas, Luciana Aymar y algún otro. A Monzón le corresponde entonces el evidente destino de los personajes a los que, para mensurarlos cabalmente, se necesita poder escindir su obra de su vida. Algunos años antes del furor «Monzón» y de todo lo que la serie creada por Pablo Bossi generó, se me ocurrió postear en mi Facebook un fragmento de una de sus peleas (supongo que con Nino Benvenutti), con algún comentario elogioso hacia el santafecino. La respuesta lapidaria de una amiga ante mi posteo daba cuenta de una coyuntura en la que la historia de Monzón como deportista quedaba invisibilizada frente al delito bestial por el que fue condenado. Así como elogiar al Monzón boxeador no significa exculpar al Monzón femicida, elogiar la literatura de Louis Ferdinand Céline no habilita a defender al nazismo, o hablar elogiosamente de la obra de Mario Vargas Llosa no significa elogiar su faceta de propagandista del neoliberalismo a escala global. Dicho y aclarado este punto sensible sobre las complejidades de la vida y la obra del artista en cuestión, podemos acercarnos al Monzón de la serie dirigida por Jesús Braceras.

Sobre la complejidad de este extraordinario personaje se centran los principales méritos de la serie basada de modo razonablemente fiel en el libro de María Adelina Staiolo, Monzón Secreto de Sumario. También en la excelente biografía de Carlos Irusta, publicada en 2017 por Ediciones del Caño, uno puede rastrear parte de la genealogía de este personaje impar y esquivo que hoy una lectura simplista deja en el exclusivo y excluyente lugar del femicida. La serie de Bossi, como el libro de Irusta, siguen al personaje desde sus orígenes y lo contextualizan sin excusarlo de ninguna de sus acciones. Así como en el Gatica de Favio la contextualización de la pobreza permite realizar una lectura profunda del personaje y de la sociedad en la que vivía, esta mirada sobre el entorno de Monzón permite concebirlo como un representante de una clase social, rasgo clásico en el cine de y sobre boxeadores a lo largo de su historia, que tuvo obras maestras como Rocco y sus hermanos de Luchino Visconti, Toro Salvaje de Scorsese,o el Rocky de John Avidsen.

En la serie se entrecruzan, a modo de flashbacks, los episodios del Monzón deportista, interpretados con crudeza y notable naturalismo por Mauricio Paniagua, con el Monzón carcelario, que muestra un trabajo descomunal de Jorge Román. El Monzón en prisión permite a su vez que la serie se sumerja en una subtrama policial en la que la crisis de las instituciones durante los años turbulentos del regreso de la democracia tiene su correlato en la crisis moral de los personajes. Es desde allí, desde la puesta en escena y la paleta de colores con la que se decide filmar esta fauna vernácula y aledaños (Olmedo, el facha Martel, Susana), desde donde uno puede pensar en un policial de cuño gótico, como si algo del espíritu de True Detective se hubiera impregnado sobre todo en las peripecias del personaje encarnado con maestría por Diego Cremonesi (junto al Monzón de Román, el Olmedo existencialista a la Cassavetes del gran Yayo Guridi,y al abogado interpretado por Gustavo Garzón son los picos interpretativos máximos de una serie que descolla en este sentido). Es él quien intenta resolver el enigma de la muerte de Alicia Muñíz durante aquella noche fatídica, y en ese hueco que la historia intenta llenar radica la pregunta que construye el relato alrededor de la culpabilidad del protagonista. Allí también radica la tragedia, que no es otra que la de no poder reconocerla responsabilidad de sus actos y lo que los mismos conllevan.

Producto televisivo que se podría pensar en serie con Historia de un clan (obra maestra del hijo dilecto de Favio, Luis Ortega), la serie de Bossi, desde su extraordinaria banda de sonido compuesta por Sergei Grosny (al igual que aquella interpretada por Daniel Melingo), tiene el poder inmersivo de llevarnos a una época pasada pero nunca del todo «duelada» ni razonada como lo es la de los míticos, glamourosos y grasas años 80, pegaditos a la vuelta de la democracia y también a los horrores de la última dictadura cívico militar. Es allí donde el drama existencial del sujeto se conjuga con la tragedia colectiva y a la vez sociocultural de un país en el que la cultura autoritaria prima(ba) y condiciona(ba) a una democracia en pañales, que como decía León Rozitchner nació de las entrañas mismas del horror. En ambas series la violencia física es el síntoma de una sociedad sin otra salida posible, que termina funcionando como un reflejo cultural de esa otra violencia instaurada desde el aparato represivo del Estado. La violencia se erige entonces como ley fundante para el proyecto económico que la dictadura intento imponer, que luego continuará aplicándose en la década del 90 y que hoy goza (lamentablemente) de buena salud. En esa imposibilidad de ser por fuera de la violencia (económica, física, simbólica, cultural y en el caso de la serie que nos toca también patriarcal y misógina), se ancla una de las grandes preguntas de la serie Monzón, aquella que se interroga sobre otra forma posible para la resolución de los conflictos.

La violencia en el caso de Monzón se transforma en violencia de género, constitutiva de un modo de trasmitir su corporeidad de varón en donde la mujer resulta un recipiente del hombre en donde este puede volcar su frustración. De este modo, la cuestión dela inevitabilidad de la violencia se erige como pregunta que nunca se resuelve, y que queda vinculada con algún componente atávico, algo propio de la sangre y la historia que pugnan en Monzón. Pregunta que a su vez permite indagar en el imaginario de ese sujeto puramente real pero a la vez puramente ficcional.

Monzón también comparte con Historia de un clan el placer culposo del mirar, desde el plano imaginario, eso que sucedió pero no pudimos ver en la realidad, ahora desde una puesta en escena distante que equilibra la compasión respecto a la tragedia de los personajes con la descripción fría (como una autopsia) de los hechos. Del Monzón campeón en los gloriosos 70, amigo de Alain Delon y del jet set, se pasa al Monzón del ocaso, primero vagando en la nada del retiro y luego sumergido en el pozo de sombras de una cárcel no estetizada en exceso como es común que suceda en las ficciones carcelarias contemporáneas. La cárcel de Monzón es solo el escenario de la tragedia personal y no el teatro en donde desfila la fauna gozosamente patologizante de El Marginal (I, II y III) contemporáneo.

Hay un momento cassaveteano, pura epifanía de la serie, en el que el Monzón y el Olmedo imaginarios proyectan su cercano final con un lacónico «Se vienen nuevos tiempos», y esa foto cepia y melancólica de un lugar que ya no existe se transforma en uno de los puntos altos de la historia. Algo de ese fin de época y de esa narración adictiva que hace que uno esté desesperado por saber cómo termina algo que ya todos conocemos,es clave en la construcción trágica de Monzón, que lejos se encuentra de esas biopics que intentan reproducir lo real desde la pretensión del falso realismo documental. Piglia afirmaba que el género policial es la tragedia contemporánea y sobre este precepto pareciera trabajar toda la serie, teniendo esta idea y a este género como faro creativo.

En los constantes flashbacks sobre los que se erige, la trama se afirma en la admiración del personaje clásico, que se construye desde abajo recreando el american way of life; sin embargo, el mito del sujeto triunfante jamás impide que el espectador entable un vínculo complejo y crítico con el personaje Monzón. La serie, como el libro de Irusta publicado en este tiempo de revisionismo histórico, no logra disimular su admiración por la figura de Monzón desde el punto de vista deportivo. En sintonía con esa mirada es inevitable caer rendido ante una obra que el propio Monzón cimentó a fuerza de golpes («el rival es alguien que le viene a quitar el plato de comida a mi familia», solía decir). Ese contraste entre proeza deportiva y tragedia individual también es resuelto con maestría de veterano por Braceras, combinando la ficción con una interesante utilización del archivo que muestra en acción al Monzón real. Allí se desnuda esa imposibilidad de penetrar en el interior del boxeador, incluso para los abogados que toman la titánica tarea de defenderlo. Así aparecen los personajes de Garzón y Florencia Raggi (conmovedora en la actuación de su carrera), intentando acercarse a él, salvarlo de un destino del que no quiere ni puede escapar. Es en esa radical imposibilidad de elaborar la tragedia que se edifica el drama del Monzón real. Allí está la coraza impenetrable del campeón que niega lo evidente. Y esa negación es quizás la clave de la serie, ya que resulta constante, repetitiva y monótona, y nos permite de a poco acercarnos a ese dolor de no poder nunca procesar lo sucedido, a ese gesto negacionista que trasunta un cariz melancólico y angustiante.

El trabajo con la negación, que también implica ocultar un secreto, hace crecer el suspenso debido a la ambigüedad que trasmiten las respuestas de este Monzón crepuscular que no puede aceptar lo evidente. Así como el Monzón real se defendía de modo férreo de los golpes de los rivales, el Monzón imaginario también se defiende con todo su cuerpo y toda su alma incluso de los que se supone que lo van a defender. Monzón como hombre inevitablemente solo sabe pasar al acto. Monzón tomando champagne con Delon y Susana Giménez en flashbacks vertiginosos donde vemos su ascenso lento y doloroso y su inevitable caída. Caída que sintoniza con la de aquella época de Argentina (los 60, 70 y 80) y el inevitable final del jet set vernáculo.

Y, por último, tenemos el episodio final que podría bien pensarse como una historia autonconclusiva, filmada con la pulsión desgarradora de la cámara en mano que nos muestra lo siempre imaginado y jamás visto. Y ahí estamos mirando cual voyeurs el horror de la banal tragedia. Vemos con ojos horrorizados la crónica de una muerte anunciada y a un hombre convertido en pura pulsión de agresión que no logra hacer nada más que lo que su cuerpo y su sangre le dictan.

Como sucede con cualquier legítimo representante de las clases populares argentinas, la línea que separa la idolatría de la estigmatización es muy tenue. Como si ese pertenecer a una determinada clase llevara en sí mismo los ingredientes exactos para entender y explicar la tragedia que encierra una vida. En esa imposibilidad de decir y reparar, imposibilidad verbal que la serie narra con precisión quirúrgica, está quizás una de las claves que hacen de Monzón una experiencia compulsiva y necesaria para entender la tragedia de las clases populares de nuestro país. La caída del ídolo no es entonces solo la caída individual sino que representa el fin de una época y el inicio de otra, adormecida por el consumo menemista y neoliberal. Retrato que a su vez conlleva y reformula los ingredientes de otras tragedias colectivas e individuales en las que todavía las clases populares se encuentran inmersas.

La serie de Monzón nos muestra lo que fuimos en el pasado, condición fundamental para saber que somos hoy o pretendemos ser en el futuro. Pero esa comprensión no está construida desde una moralina individualizante que hecha culpas, sino que está trabajada desde un retrato de clase que es honesto y preciso. El final triste y anunciado de la serie nos confirma lo que ya sabemos pero nunca es vano recordar. El resto son solo brumas o mitología.

Monzón (Argentina, 2019). Creador: Pablo Bossi. Elenco: Jorge Román, Mauricio Paniagua, Gustavo Garzón, Diego Cremonesi, Yayo Guridi, Soledad Silveyra. Duración: Doce capítulos. Disponible en: Flow y Netflix.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: