Que lleve el mismo título no significa que sea una remake en color del film mudo de De Mille. Al contrario, la pasión de Nicholas Ray se ubica en sus antípodas. Cristo no es un hombre de autoridad majestuosa sino un joven de ademanes simplones y estilo algo desaliñado. Tampoco busca conmover al espectador por obra y gracia de sus prodigios sino por el espesor ontológico de su doctrina. La larga secuencia del sermón de la montaña  –hito medular del film– logra plasmar con acierto ese ideario y dar cuenta de un Redentor que busca entrar en comunión con su pueblo. La dinámica escénica está muy lograda. Cristo no les habla distante desde un púlpito sino que se entrevera con la gente, camina entre ellos, gira hacia uno y otro lado, atiende cada demanda, evacúa cada interrogante, se entrega por entero a la multitud y siembra en todos ellos la semilla de su saber. La escena concluye cuando logra que esa montaña superpoblada de fieles ore junto a él.

Tal el retrato que pretende Ray: el de un hombre que, al margen de sus prodigios, vino a traer ante todo una enseñanza. Por eso, no busca convencer al espectador mediante grandilocuentes actos de nigromancia. Se centra en el vigor de su doctrina. Prima el predicador por sobre el hechicero.

El contexto epocal de su estreno tiene su incidencia. No son tiempos para que el ideario cristiano sea impartido por la figura autocrática de un pantocrátor, sino por un joven Jesús que entre en sintonía con los movimientos juveniles de los 60, en especial el hippismo, con el cual –salvo por sus fugas lisérgicas– halla profundas empatías: la prédica del pacifismo, el desinterés por el mundo material, el amor universal y la fraternidad de todos los hombres.

Con ese objetivo y urgido por el mensaje social para una década convulsionada, el Cristo retratado, no obstante, decepciona. Es apenas un carilindo insulso de penetrantes ojos turquesas y cabellera pelirroja que porta atuendos y peinado con un prolijo desaliño, y cuya inexpresividad atenta contra su elocuencia. Precisamente destaca por su carencia de atributos para agitar sensaciones en el público. Da muestras, más bien, de un ánimo tan parejo como anodino. Cuando sufre, cuando bendice, no luce rastros de sensibilidad alguna. Mucho menos de espiritualidad. Su insipidez y monotonía terminan por menoscabar la sólida dialéctica en la que un esmerado guión pretende inscribir su relato.

El libreto se estructura en un duelo de ideas: las encarnadas por Jesús, a quien llama el “mesías de la paz”, y las que practica Barrabás –también llamado Jesús–, el “mesías de la guerra”. Todo el film pivotea en esa operatoria binomial: presentar a Barrabás como la sombra especular de Cristo. Ambos desean liberar al pueblo judío de su opresión. Difieren en la entidad de las cadenas y por ende en sus métodos. Uno busca librarlo del grillete espiritual que lo sojuzga; el otro, del sometimiento político al colonizador romano. Se trata de dos regímenes opresivos de diverso calibre, uno incorpóreo, el otro, terrenal. Dicho en idioma evangélico, Cristo busca restituirle a Dios lo que es de Dios y Barrabás, darle al césar su merecido. El paralelo se aprecia en el montaje: mientras Barrabás forja armas en sótanos clandestinos, Cristo blande su fe a plena luz del día. La fisonomía de los caracteres queda planteada así: por un lado, el guerrillero, por el otro, el beato. No obstante, tienen un punto en común: ambos se oponen a los fariseos y saduceos. Cristo cuestiona la deformación con que interpretan la Torá y el mercantilismo en el que han inserto el rito. Barrabás, su complicidad con el régimen opresor.

Sin que esté explicitado en el film, se deduce que Barrabás encarna a un líder de los zelotes, movimiento insurgente nacionalista de resonada gravitación en la época. Una facción radicalizada conocida como los sicarios se distinguió por su particular virulencia y sectarismo, al punto que utilizaban el homicidio de aquellos civiles considerados colaboracionistas del tutelaje romano. Su objetivo era liberar Judea de las huestes imperiales a través de la lucha armada. Fueron los zelotes quienes propiciaron la gran revuelta Judía del 66-73 d. C. durante la cual controlaron Jerusalén hasta que la ciudad fue finalmente tomada e incendiada por los romanos, quienes de paso destruyeron y saquearon también el Templo. El último coletazo de la resistencia zelote se produjo en el célebre episodio de la fortaleza de Masada, donde tras un año de asedio acabaron todos suicidados.

A partir de ciertos evangelios apócrifos, existen especulaciones acerca de que Judas Iscariote fue parte del movimiento, incluso que fue un sicario. De ahí su nombre: “Judas el sicario”. No se explicita eso en el film, pero se lo muestra tan cercano a Barrabás como a Jesús. Más aún, su traición se funda en un intento de acercar posiciones: cree que, apresado por la autoridad romana, Cristo hará uso de sus poderes sobrenaturales para destruir a sus verdugos romanos, logrando la adhesión inmediata de la facción de Barrabás. Su lógica es la de tramar una suerte de final feliz en el que se reconcilian los opuestos. En la dialéctica entre tesis y antítesis que encarnan sendos personajes, Judas pretende interceder como facilitador de la síntesis.

El esquema, que cierra en abstracto, se topa con dificultades para resultar verosímil en la construcción ficcional. De hecho, al justificar la traición en esa premisa, contradice el núcleo mismo del relato. Porque si conceptualmente el film se centra en resaltar los principios morales impartidos en el sermón de la montaña como hito medular del ideario cristiano, mal puede presumir Judas que Cristo actuará luego violentamente contra los representantes del poder romano, en clara oposición a su enunciado. Además de la “regla de oro” que impera en todo el sermón, hay consignas explícitas como las bienaventuranzas a los pacificadores, o el llamado a amar a los enemigos y hacer el bien a quienes nos aborrecen, o a no resistir a la violencia con la fuerza, o el célebre precepto de ofrecer la otra mejilla; todo lo cual se da de bruces con la conjetura urdida por Judas. Nadie que haya presenciado esa homilía puede especular que quien la predicó emplearía luego la violencia contra sus captores, salvo que estime al orador un impostor. Es así que la devoción de Judas por Cristo –que el film destaca– colisiona con la conducta que éste asume, la cual solo puede explicarse por un error del guión, sea porque no advierte la contradicción en su explicación de la traición, sea porque no se atreve a proponer la solución más verosímil: presentar a un Judas que, atormentado por la duda entre el camino de Cristo o el de Barrabás, finalmente sacrifica la revolución espiritual en aras de la insurgencia armada.

Visto así, Judas no es ni un devoto de Jesús ni una síntesis entre dos doctrinas, sino un decidido militante de la causa de la emancipación política que dudó ante la figura de Cristo. Pero cuando el Domingo de Ramos éste desestimó la corona del reino, la perspectiva de que lidere una revolución se le hizo añicos y volvió a centrar sus anhelos en la militancia armada. Es evidente: Judas reniega de Jesús porque no advierte que sea un factor desestabilizador del poder romano. Incluso podría especularse que lo entrega apostando a que su detención y juzgamiento sirvan para agitar en sus seguidores un malestar contra los fariseos y las fuerzas imperiales. Para la lógica de Judas, Cristo es más útil procesado que libre. Y hasta más rentable muerto que vivo.

A tal punto es relevante todo este marco sociopolítico del film, que Ray decide remontarse a la invasión del año 63 a. C., cuando las legiones romanas comandadas por Pompeyo, luego de tres meses de sitio, quebraron la resistencia hebrea y tomaron la ciudad de Jerusalén. De hecho, la obra comienza con una profanación histórica que es a la vez uno de sus hallazgos expresivos: el ingreso del general romano a caballo en el interior del Templo y la posterior orden de matar a lanzazos a la plana mayor de la casta sacerdotal. Pero el sacrilegio no para ahí: además de las patas del equino profanando suelo sagrado, Pompeyo desmonta ante el mismísimo Sanctasanctórum e ingresa en ese recinto que ningún pagano había jamás osado pisar y al que solo accedía el sumo sacerdote de Israel el Día de la Expiación. Ahí ocurre un desengaño histórico que ensalza a la tradición hebrea: el general piensa que en ese sagrado recinto encontrará los grandes tesoros de Jehová, pero solo halla una gran piedra y, sobre ésta, un rollo de pergaminos: la Torá. La rapiña de un soberbio botín queda trunca. El rito judío le retruca con un ejemplo de austeridad. Toda su riqueza consiste en el verbo, en la revelación de la palabra. Y en una piedra como alegoría de eternidad.

Pero si de verbo se trata, hay que señalar un ingenuo traspié: el film se construye en torno a una voz en off que va relatando la historia como un cuento al que los actores ilustran con gestos elementales. Por obra de ese recurso, la representación se torna bastante candorosa, sosteniéndose menos en la imagen que en la vocalización del narrador.

El cronista comienza poniendo en autos al espectador sobre el contexto sociopolítico que precedió la llegada de Cristo. Es decir, busca insertar la fábula evangélica en la historia de Israel. Con un propósito circular: que los episodios míticos del cristianismo encuentren correlato con la verdad histórica y que en consecuencia ese relato, cuyo sostén no son las fuentes historiográficas sino la fe, adquiera una pátina de verdad. Así, engarzando las secuencias evangélicas en sucesos verificados por los historiadores, apela a un cambio de género: que el film sobre una leyenda mítica mute en una epopeya histórica. Es decir, opta por revertir la operatoria del relato original. Porque si el Evangelio estilizó un hecho real para transformarlo en un mito, el film opera a la inversa: inserta la leyenda en la lógica positivista de la ciencia histórica. Aunque tal especulación supondría otra fantasía: creer que el relato histórico es inmune al recorte y estilización de los acontecimientos. No es otra cosa lo que urde la obra: una nueva ficción basada en la convergencia de dos supersticiones. En suma, pivotea entre la hagiografía y la historiografía, entre la realidad y el mito.

El vínculo redunda en otras consecuencias. Además de envolver la leyenda en visos de verdad, el aporte historiográfico brinda un servicio adicional al perfil ideológico del relato evangélico. Luego de narrar la profanación del Templo y los desmanes ocasionados por las fuerzas imperiales sobre el pueblo de Israel, el cronista se adentra en las consecuencias políticas de la invasión romana. Su voz en off informa que como los judíos se negaban a servir a Roma, el césar debió nombrar a Herodes el Grande, “un árabe de la tribu beduina, como el nuevo falso y maléfico Rey de los Judíos”. Hay algo de cierto: Herodes era de origen idumeo, por lo que el pueblo hebreo nunca lo consideró judío, sino un rey extranjero puesto a dedo por el poder romano para gobernar Judea, Galilea y Samaria. Pero al margen de los matices, la alusión es clave porque sienta un precedente inobjetable para depurar los cargos históricamente endosados al judaísmo. Empezando por este: el malvado rey que persiguió y asesinó a mansalva a todos los primogénitos de Belén no ostentaba estirpe judía.

Lo mismo se aplica a la muerte de Juan el Bautista, apresado y decapitado a instancias de Salomé por Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, quien, en tanto hijo de Herodes el Grande, detenta el mismo linaje extranjero que su padre. No es judío. Tampoco puede haber cargos por esa muerte.

Tal vez porque fue financiado precisamente por Samuel Bronston, un productor de origen judío, el film se esmera en sanear la historia de toda agresividad hacia el pueblo hebreo. Incluso, va de suyo, en el caso de Cristo, donde más que a un antecedente histórico apela a una omisión: la agitación del sanedrín para apresarlo y procesarlo brilla por su ausencia. Apenas hay una conversación entre Caifás –el Sumo Sacerdote– y Nicodemo, en la que intercambian brevemente sus pareceres. El primero avizora en Jesús una amenaza y el otro siente simpatía por su prédica. Lo curioso es que para Caifás representa un peligro, no porque pueda poner en crisis el poder del sanedrín sino porque  “los salvadores autoproclamados como él podrían alzar a la gente contra los romanos”. Como se advierte, no hay colisión ideológica entre la cúpula judía y Cristo sino un temor de que su mesianismo pueda agitar al pueblo contra el poder imperial ocasionando un reguero de sangre. Aunque también se advierte una curiosa omisión: las diatribas de Cristo contra la casta sacerdotal. Tales invectivas –virulentas, furibundas–, contra la forma en que administran y manipulan la religión son olímpicamente soslayadas. Para el film, esa confrontación con los factores de poder judíos nunca tuvo lugar.

En cambio, se acentúan episodios laterales (si bien no menos ciertos). Por ejemplo, la introducción y valoración de Nicodemo. Según el Evangelio de San Juan, era un rico fariseo, rabí y miembro del sanedrín que creyó en Jesús y que incluso a la hora de su muerte colaboró con cien libras de mirra y áloe para su embalsamamiento conforme la costumbre judía. La operatoria no parece aleatoria. Recorta del concejo sacerdotal a ese personaje manso, eludiendo el cuadro de un sanedrín furioso contra la figura de Jesús, con una intención subliminal: exhibir una empatía de ciertos judíos institucionales frente a la enseñanza cristiana.

Y en aras de seguir esquivando fricciones, a la supresión de la airada discusión de Cristo con la casta sacerdotal se suma una suerte de autoincriminación: el propio Caifás pone en duda la legitimidad de los sacerdotes. En un momento del film aclara que, desde que Pompeyo asesinó a la plana mayor, son todos nombrados por Roma, razón por la cual el pueblo les reporta poca estima. Por lo cual, no solo el sanedrín nunca aparece comprometido contra Cristo sino que, en ese eventual supuesto, se hallaría deslegitimizado como representación de la grey judía. No son delegados genuinos del pueblo sino meros títeres del poder romano.

Otro recurso, en sintonía con ese perfil ideológico, es la constante exhibición de un trío deliberativo en torno al destino de Jesús conformado por Pilatos, Herodes Antipas y Caifás. Insólitamente, los tres comparten el mismo ámbito de acción pese a pertenecer cada uno a jurisdicciones diferentes. No se explica por qué están siempre juntos pero es así. Y el más impaciente por deshacerse de Cristo es el pretor romano, quien preside la terna e imparte diversas órdenes destinadas a monitorearlo. A Herodes Antipas, Jesús le es indiferente, aunque muestra cierta curiosidad por los poderes mágicos que la plebe le atribuye. Y Caifás se muestra prescindente, casi no interviene. Porque lo relevante es disipar dudas acerca de quién es el responsable de instar la persecución. Y, por supuesto, no es otro que el pretor imperial.

En este punto el guión asume una táctica narrativa un tanto extravagante. Pilatos está tan ávido por apresar a Jesús que manda a efectuar un meticuloso informe de inteligencia sobre todas sus actividades a fin de verificar si incurre en alguna violación a la ley romana. El seguimiento opera como un mecanismo revelador, pero de lo opuesto: en lugar de una actividad ilícita, el reporte revela sus milagros. Así es como el espectador se anoticia de la cura de enfermos, de la caminata sobre las aguas, de la multiplicación de los panes y los peces o de la detención de vientos y tormentas. También, de la cantidad, nombres y oficios de los discípulos que se le unen al paso y de la multitud de gente que se reunió a escucharlo en el monte Tabor. Que toda esa fábula fantástica narrada por el Evangelio sea inscripta en un informe de inteligencia resulta, cuanto menos, una osadía del guionista.

Retomando su rumbo ideológico, el film sortea con éxito otro tópico de la Pasión que podría comprometer al pueblo hebreo: la plaza enardecida y unánime que condena a Jesús y salva a Barrabás. Reemplaza esa exaltación popular por un diálogo intimista en un calabozo: el centurión romano le quita los grilletes a Barrabás y le comenta que sale en libertad porque sus seguidores gritaron más fuerte. El mensaje es claro: hay un bando de mansos y piadosos que pidió por Cristo, pero se impuso el clamor de la vehemente militancia guerrillera.

En cuanto a la propuesta estética, como fue dicho, el film pretende arroparse de veracidad a partir del mencionado recurso del narrador en off, que en los pasajes históricos procura objetivar los hechos con ínfulas de documental y transferir esa convicción a los episodios evangélicos. Cabe acotar que, en su ejecución, el recurso peca por momentos de ridículo. Sobre todo porque los personajes se mueven como autómatas dirigidos por una voz. Parecen espectros puestos en movimiento por una vocalización ultraterrena en un mal film de ciencia ficción. Incluso se torna lastimoso, por ejemplo, cuando Cristo se interna en el desierto a luchar contra el demonio. Todo lo que acontece es modulado por la voz del locutor:

…Y Jesús conoció el desierto, el calor del día, y el frío y la soledad de la noche. Y permaneció allí en íntima comunión con Dios, fortaleciéndose para los tiempos que vendrían. No comió nada y tuvo hambre. Y sacó su alma a la luz, para ser visto y conocido, y fue tentado durante 40 días por el diablo… Y cuando el demonio hubo terminado con todas sus tentaciones, se marchó.

En el ínterin, el actor se dedicó a retorcerse, a intentar extraer desesperadamente agua de un cactus o a mostrar unas llagas en los pies, con gestos que remiten a una actuación de fin de año de escuela primaria. Ese episodio fundamental del Evangelio para transmitir el desafío al temple de un hombre termina en una suerte de pantomima burlesca.

Otra escena hilarante resulta el proceso a Jesús iniciado por Pilatos, con ciertos tics de las películas de estrados. El reo es llevado ante el pretor, quien –dicho sea de paso– oficia como juez y parte, en tanto acusa y juzga a la vez. Los escribas asientan en sus registros nombre del imputado, objeto de la causa y otros datos burocráticos de rigor, y quedan atentos para transcribir lo que se alegará. Como el acusado hace uso de su derecho a guardar silencio, Pilatos le asigna un defensor, a la sazón un personaje ficcional: Lucio, centurión romano todoterreno, más omnipresente en el film que el propio Cristo (desde la consagración de Herodes el Grande hasta la crucifixión, no está ausente en ningún evento). Lucio se esmera en retrucar a Pilatos con un sólido alegato defensivo, pero alea jacta est: el pretor detenta ya una convicción anticipada. Se ha formado a priori un temperamento que se muestra inmune a cualquier fundamento lógico. El prejuzgamiento es llevado a su paroxismo. Todo lo que diga la defensa caerá en saco roto porque la sentencia romana –que curiosamente coincide con los designios divinos– está escrita de antemano.

La farsa del juicio termina por delatarse cuando Pilatos instruye una medida jurídica de poco apego al derecho: ordena que azoten al reo hasta que confiese. Si su culpabilidad ya estaba probada, no se entiende para qué decreta esa diligencia. Salvo que se conjeture con una excitación morbosa del pretor.

No menos rayana en lo paródico resulta en el film la revuelta del comando de Barrabás contra las huestes romanas. Las fuerzas insurgentes asoman como un precario comando que arroja piedras y lanzas contra una guardia imperial tecnificada y bien pertrechada. Aunque el estilo pseudo-western tal vez procure un metamensaje. Porque propicia una rápida asociación con las típicas reyertas del género entre las fuerzas indígenas y el ejército estadounidense en las praderas del oeste.

En el tratamiento del paisaje, Ray busca ser colorido. En lugar del panorama seco y pedregoso originario, vira los tonos hacia rojos, violetas y amarillos. Por momentos, un technicolor con estiletazos impresionistas. Y ese mismo sentido pictórico pretende imprimirle a las masas. Por ejemplo, en el sermón de la montaña, la multitud de extras se reparte una serie estandarizada de túnicas de los mismos tintes verde, blanco, violeta, rojo y mostaza, que se esparcen y se entreveran, todas impecablemente nuevas, al igual que la del mismo Cristo, quien en lugar del blanco tradicional luce una flamante prenda escarlata.

Pese al régimen artificioso de postizos en las cabelleras y barbas, típico de las producciones hollywoodenses de época, el film desiste de apelar a la parafernalia de efectos especiales a la hora de exponer los milagros. Tal vez su afán historicista le impone esa sobriedad. Aunque en el caso de las sanaciones asome una paradoja en la sombra de una mano que se desliza lentamente por las paredes de los hogares hasta llegar a posarse sobre los cuerpos postrados de los enfermos. Hay un suspenso turbador en el recurso, incluso algo tenebroso. Como si a la hora de los sortilegios, Cristo dejara de ser ese joven de mirada turquesa celestial para devenir casi su opuesto: un espectro inquietante, un oscuro fantasma del expresionismo alemán.

Rey de reyes (King of Kings, Estados Unidos, 1961). Dirección: Nicholas Ray. Guion: Philip Yordan. Fotografía: Manuel Berenguer, Milton Krasner, Franz Planer. Montaje: Harold Kress, Renée Lichtig. Elenco: Jeffrey Hunter, Shiobhan McKenna, Hurd Hatfield, Ron Randell, Viveca Lindfords. Duración: 168 minutos.

El texto es parte del libro El rosto de Cristo en el cine. Una lectura cinematográfica del Evangelio, de Gustavo Bernstein. Se puede conseguir en librerías de la ciudad de Buenos Aires y en MercadoLibre para el interior de la Argentina.

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