Por Santiago Martínez Cartier

Prólogo. La Experiencia Jurassic Park nació cuando le conté al Chico, después de un ensayo con la banda, que la película de Spielberg se iba a reestrenar este año. Habíamos fumado un par de porros y, divagando, se nos ocurrió que la podíamos ver varias veces bajo los efectos de distintos estupefacientes. Nos parecía absurdo y original, lo que no nos dejaba más opción que hacerlo.
Entonces, con meses de preparación, fuimos congregando gente para que se sumara a tal o cual función de la Experiencia. Algunosme dijeron que era una pérdida de tiempo y dinero, lo que me motivaba aún más a llevarla a cabo.
Todos sabemos que Jurassic Park es una obra maestra, que la noción de cine de Spielberg nunca estuvo más acertada, y que la película, ya un clásico, funciona como una obra de relojería sin perder nunca el alma. Pero ya todos vimos Jurassic Park, y en repetidas ocasiones. La propuesta de las distribuidoras era volver a presentar la película, pero alterando la experiencia del espectador mediante el 3D. Entonces ¿por qué no podemos nosotros alterar la experiencia aún más? Si la película es la misma que ya vimos mil veces, ¿por qué no cambiar nosotros (y nuestra percepción) para lograr una nueva experiencia, ya que la película es inalterable?
El placer del cinéfilo cae siempre en revisitar las imágenes, pero se las puede revisitar de más de una manera. Esto es un experimento de antropología cinéfila amateur. Esta es una aventura de autodescubrimiento. Esta es una forma de romper con varios prejuicios.
Esta es la Experiencia Jurassic Park.

Jueves 3 de octubre de 2012: Extasis
Desde que desperté esa mañana, el ambiente admitía buenos augurios. El día empezó con la función privada de Blue Jasmine en el Cinemark de Palermo (de paso, la última de Woody está muy bien, che), con una horda críticos y periodistas que se había asegurado de llegar por lo menos media hora antes de la película para disfrutar del desayuno gratis que las distribuidoras suelen ofrecer a sus agasajados. Entre facturas y café de máquina, los críticos discutían estrenos, clásicos y trivialidades.
– ¡Cómo convoca Woody! -me dijo el Librero Humanoide cuando se acercó a saludarme.
– Lo que convoca es el desayuno –aseguró Maia, apareciendo por un costado-. Si no, no viene nadie.
Nos reímos un rato, comentamos algunos estrenos y luego entramos a ver la película. Los críticos de mayor edad reían con cada chiste fácil de Allen, esos que se burlan de la neurosis de sus personajes (y, por lo tanto, de la del director). Parecía que reían por compromiso. Como para hacer saber al resto, sin tener que expresar palabra alguna, que ellos también compartían los códigos humorísticos del director porque habían visto sus trabajos previos. Reían para reclamar una superioridad que nadie les concedió, pero se adjudicaron solos. Los más jóvenes y menos experimentados reíamos de la innovación y de los elementos extraños. De las particularidades, más que de las convenciones.
La película terminó con más gloria que pena. Saludé rápidamente a los conocidos y emprendí viaje hacia los confines del conurbano, para pegar prensado en la guarida de Satanás, mi dealer-transa de confianza. Cuando llegué nos fumamos un par de porros de su cosecha en la terraza y esperamos. Al parecer, el transa del transa del transa, estaba retrasado. Entonces bajamos y la empleada doméstica de la casa nos preparó el almuerzo. En el gran televisor LSD, frente a la mesa, apareció La gran estafa (primera entrega de la trilogía de Soderbergh), doblada al español. Satanás pareció contento con la opción y eligió dejar la película. Yo no dije nada. No iba a prolongar mi cruzada contra el doblaje en todo momento de mi vida. Además, cierta condescendencia que me es propia me impedía hacerlo. Satanás disfrutaba de ver esa película en ese formato, por costumbre o conformismo. No estaba dispuesto a poner en crisis su visión del cine con algún argumento snob. Él era feliz sin pensar en ello, en cierto sopor cultural, así que decidí dejar que todo siga su rumbo.
– Ese es un capo, me encanta como actúa –me dijo señalando al George Clooney de la pantalla. Siempre hace de garca, pero con estilo. Así, medio abogado, ¿viste? Es un capo.
– Sí, boludo, Clooney es groso – le respondí.
– Uh, mirá, este también es un capo –me dijo señalando a Matt Damon, haciéndome soltar una risa por lo bajo al recordar la parodia del actor propuesta en Team America. Son todos capos en esta película.

Vimos un poco más de La gran estafa mientras Satánas iba hablando con su transa hasta que éste le informó que el prensado había llegado. Fuimos a buscarlo, adentrándonos aún más en los confines del conurbano. Luego, con el producto encima, reemprendí el viaje al centro de la ciudad.
Durante todo el día, en paralelo con estas actividades, estuve planeando la función del día de la Experiencia JurassicPark. La primera función. Por alguna razón, no hubo demasiada publicidad del reestreno en 3D. Muy pocas de las cadenas conocidas tenían la película en cartelera y nos costó encontrar dónde comprar las entradas por internet, lo que es inusual tratándose de un estreno de esta magnitud. Además, la privada que tuvo lugar días antes fue programada doblada, y en un horario y día ridículos. ¿Hay alguien intentando sabotear este reestreno de Jurassic Park? ¿Alguien dentro de la propia distribuidora? Quién sabe.
En fin, el día anterior convinimos en que, a esta primera función, asistiríamos seis personas. Cada una iba a ingerir media pastilla de éxtasis adentro del cine, y así vivir de forma distinta la película. Por varias razones, los candidatos para llevar a cabo la Experiencia fueron cayendo uno a uno. El Chico, con el que había planeado todo desde el primer momento, no iba a poder asistir, lo que me desanimó un poco. Pero las pastillas estaban y no podía perderme el día del estreno. El Comandante era el único que seguía firme con la idea de continuar con la Experiencia, por lo menos ese día, así que simplemente lo hicimos. Conseguimos entradas para la primera función en el Abasto, a eso de las siete de la tarde, y nos juntamos a fumar un par de porros antes de ir.
En el viaje a bordo del 101 se sentía la expectativa. Compramos un agua para cada uno, buscamos las entradas en la recepción del Shopping, e ingresamos a la sala. Antes de salir habíamos decido que, ya que más de la mitad de la congregación había faltado, íbamos a aumentar la dosis a una pastilla entera para cada uno. Como para asegurarnos de que no fallara.
– Che ¿cuándo las tomamos? –le pregunté al Comandante cuando comenzaban los trailers.
– Y, yo diría que entre que termina el último trailer y empiezan los títulos de la película  – propuso. ¿Te va?
– De una – le dije, levantando la mochila y comenzando a buscar las pastillas. Estábamos sentados en la última fila, al medio. A diferencia de lo que esperábamos, muy poca gente nos acompañaba en la sala. Un par de grupos de adolescentes y alguna que otra pareja. Nada más. Así que, tranquilamente y en el momento acordado, ingerimos la sustancia.
La película empezó trayéndome viejos recuerdos de la infancia. Cada encuadre me recordaba un momento, una casa donde viví, una pantalla distinta dónde vi las mismas imágenes. El comienzo einsensteiniano me shockeó más de lo que recordaba, no por el contenido, sino por la violencia que subyace en la edición de las imágenes. Ese comienzo donde se anuncia el final. Donde el caos es la única opción, porque, como dice Ian Malcolm: “Todo se basa en el caos”.

Durante los primeros minutos, en mi ambiente interior reinaba la incertidumbre. Esa incertidumbre propia del lapso entre que uno ingiere el estupefaciente y éste actúa. La misma a la que nos acostumbran los analgésicos legales devenidos placebos, con la diferencia de que con el éxtasis existe la certeza de un efecto. ¿Me pegará? ¿Qué sentiré? ¿Cómo percibiré la película? ¿Cómo percibiré el tiempo? ¿Y el tiempo cinematográfico? ¿Pensaré tanto que no me podré concentrar en las imágenes?
Estas y más preguntas, como un efecto secundario psicológico de la ingesta de estupefacientes en general, eran disparadas por mi cerebro contra mí mismo, sin encontrar otra respuesta que la incertidumbre. Cada tanto me encontraba agitando la cabeza al ritmo del clásico score de John Williams, buscándole un pulso constante a la música clásica, lo que ya es un oxímoron. Por momentos mis piernas temblaban sin que pudiera contenerlo, no por nerviosismo, sino por la necesidad imperante de mi cuerpo de demostrarse a sí mismo que estaba vivo.
El éxtasis es una droga que fomenta (y hasta por momentos vuelve una necesidad) la exteriorización de emociones y sentimientos, ya sea por medio del habla o por movimientos del cuerpo. Es una droga fisiológica, pero si no se activa adecuadamente su parte física, es probable que el efecto sea cuasi nulo. Ir al cine, por otro lado, es una actividad individual, una actividad interior. Más aún el aspecto ritual de asistir a una sala de cine, y en este caso la noción se incrementaba por la utilización consensuada de los anteojos 3D de cada espectador de la sala. Desde los primeros temblores que pedían surgir a la superficie comenzó la disputa entre esos dos mundo tan dispares que son el del éxtasis y el del cine.
Ya había pasado un buen tramo de película y los efectos, aunque se sentían bajo la piel, seguían siendo leves. De repente noté que el Comandante comenzaba a auto-acariciarse la cabeza y los brazos, y pude distinguir esa euforia interna que empezaba a subir también en mi cuerpo. La pantalla, en ese momento, nos ofrecía la genial escena que Spielberg calcó de Bambi, en la que una manda de Gallimimus escapa a toda velocidad de un Tiranosaurio, mientras Sam Neill y compañía pasan a ser los espectadores del espectáculo.
– Recién ahora me pegó –me dijo el Comandante sonriendo.
– A mí también.
– Buen momento igual, esta escena es Jurassic Park.
Asentí. Tenía razón. En esa escena, y tal vez en ese perfecto desenlace de persecución con el que concluye la película, se encuentra el espíritu de Jurassic Park. Ese que se construye encuadre por encuadre, detalle por detalle, simbolismo por simbolismo, hasta que la película lo hace estallar.

Por unos momentos, durante el pico de los efectos del éxtasis, mi actividad cerebral aumentó al doble o al triple. No podía percibir las escenas ni seguir los diálogos. Sólo reconocía los encuadres como unidades únicas, no como una secuencia. El éxtasis, como derivado del MDMA, es la droga del perpetuo presente, y esto, como había predicho, tuvo su efecto en la percepción del tiempo  cinematográfico.
Esta noción de presente continuo, en lugar de afectar para mal, favorecía a la película. La perfección quirúrgica con la que Spielberg filmó está película, y las tomas y travellingsinventivos del director pasaron a resaltar más que de costumbre. Podía sentir el movimiento de la cámara como propio. Podía ver la importancia de los primeros planos, de las expresiones. Podía sentir la autonomía del cine, eso que lo hace único. La anti-teatralidad de los recursos ayudando a resaltar la cinefilia del director. Descubrí que a Spielberg le queda bien el 3D porque, como pocos directores, filma pensando en las infinitas posibilidades de las tres dimensiones. Podía sentir el humo del habano de Samuel L. Jackson, el sudor de Laura Dern o el olor a tierra y sangre de la ropa de Jeff Golblum. Podía percibir la naturaleza humana en su modo más básico.
Unos minutos después ya podía seguir la trama con tranquilidad, aunque seguía sintiendo esa euforia incontrolable que hacía que mi cerebro divagara más que lo usual. Ya nos quedaba tan sólo el final, la persecución de los velocirraptors, el “abren puertas” y todo ese desenlace hermoso. Me acomodé en la butaca por última vez y me dispuse a disfrutar de cómo cada engranaje de la película terminaba encajando la perfección.
El tiranosaurio aullaba luego de haber salvado a los protagonistas de los raptores, mientras se desploma el cartel que reza “Los dinosaurios reinaban la tierra”. Spielberg nos dice que no hay animales buenos y malos, sólo naturaleza, y que no hay que meterse con la naturaleza. El malo de la película los termina salvando, no por una búsqueda intrínseca de redención, sino por azar y mero instinto. Casi se me escapa una lágrima.
Y casi se me escapa otra en la escena final, con el helicóptero que se aleja y Sam Neill contemplando con ironía una bandada de pelícanos que vuela a su lado. Esos que, alguna vez, en un pasado muy distante, fueron dinosaurios. Los dinosaurios que estuvieron a punto devorarlo hace tan sólo unos minutos, pero los mira con comprensión. “Con la naturaleza no se jode”, parece pensar su personaje, y entonces se relaja, para que el espectador se relaje, y los créditos invaden la pantalla. Qué lindo todo.
– Qué lindo Jurassic Park, qué lindo el cine –me dijo el Comandante una vez que salimos de la sala. Lástima que nos pegó tarde.
– Sí, pero en el momento justo –le respondí.
– Tenés razón. No sé, qué bueno todo. Tenemos que hacer cine.
– Sí, pero cine así de lindo –le respondí.
– Algún día –me aseguró el Comandante.
– Algún día –le respondí.
Viernes 11/ Sábado 12 de octubre de 2013: Pochoclo, vino y faso.
“La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.” – Jorge Luis Borges

Llegué a Escobar cerca de las once de la noche. Hace una hora había escapado de la escuela donde estudio periodismo, luego de que el profesor de Redacción decidiera proyectar Días de odio, esa adaptación literal de “Emma Zunz” que engendró Leopoldo Torre Nilsson. Creo que ni el profesor de Redacción ni Torre Nilsson entendieron que el cuento de Borges atenta contra la validez del periodismo como profesión y contra la narración cinematográfica clásica a su vez. El cuento de Borges pone el ‘cómo’ sobre el ‘qué’, admite las limitaciones de las historias, y adjudica la validez a la sustancia y la forma. En fin, a los quince minutos de película me levanté y huí despavorido.
Cuando me bajé del colectivo me dirigí a casa del Muchacho (no confundir con el Chico), sin saber bien qué esperar de la noche. Llegaba cansado a mis pagos tras un largo día (larga semana, en realidad) en la ciudad. Por la mañana, con mi amigo y colega Librero Humanoide, habíamos ido a ver la función privada de Los elegidos (y habíamos quedado fascinados), lo que me dejó desvelado toda la jornada. A medio día, en casa de mi novia, había visto por primera vez Scream 2, con lo que también quedé fascinado (y algo paranoico). Un día plagado de cine conlleva un gran desgaste psicológico, ya que se terminan viviendo más vidas que la propia (por eso no estuve dispuesto a sacrificar parte de mi vida psíquica por Días de odio), y todavía me faltaba la joyita con la que cerrar el día.
           
Cuando llegué a lo del Muchacho, él y el Noruego me recibieron en el patio de afuera con una tuca que ya estaban fumando. El Noruego, que en su momento estudió Imagen y Sonido, había ido a ver la última de Cuarón y estaba absolutamente anonadado.
– Boludo, la película es tan buena que te olvidás de odiar a Sandra Bullock –me dijo el Noruego con los ojos inyectados en sangre que se le achinaban cada vez más. Y las tomas, no te das una idea. Hay unos planos secuencia del re carajo. Es increíble.
– Qué bueno, boludo. La tengo que ver, urgente – respondí.
– Cuarón dijo: “Voy a hacer la mejor película del mundo”, y la hizo –dijo el Noruego comenzando a reírse de su propia exageración.
Entramos, charlamos un rato, y comencé a armar un porro mientras mirábamos Blade por TCM y nos reíamos de la cara de Wesley Snipes. Hasta ese momento sabía que el plan era ir al cine, pero no tenía idea de lo que el grupo quería ver.
– Boludo –me empezó a decir el Noruego-, hoy se fuma lo último de Silver Haze. ¿Sabés qué vamos a ver?
– No, pensé que estaba entre Elysium o Gravity la cosa…
Jurassic Park 3D. Re locos –me dijo con una sonrisa lejana.
Era perfecto. Una experiencia inesperada para continuar con la Experiencia. Otrogrupo de gente, otro ambiente, otro estupefaciente. Además, esa noche se fumarían los vestigios de la última cosecha propia colectiva.

Salimos y fumamos otro mientras esperábamos la llegada de Nuki, que era nuestro conductor designado. Cuando llegó nos dirigimos a lo del Noruego a buscar las flores y después pasamos a buscar a P. y su amigo Faca, las últimas adiciones al grupo. Así, con música electrónica al palo y una humareda que lentamente se volvía omnipresente dentro de la camioneta de Nuki, emprendimos viaje hacia el Unicenter. Antes de entrar al Shopping nos fumamos el afamado porro de flores en el estacionamiento.


– Qué lugar mala vibra –le dije al Muchacho cuando entramos al complejo. Hay momentos en que el capitalismo me da un poquito de asco. Más que de costumbre, digo.
– Sí, ¿viste? A mí también me pasa.
– Siento más claustrofobia acá adentro que en una habitación de dos por dos.
Dawn of the Deadacá adentro sería un bajón –dijo el Noruego. Creo que me suicido a los dos días.
– Pura mala vibra –dije.
– Pura mala vibra –repitió alguien.
La función era a la 1:20 de la mañana y habíamos llegado con diez minutos de anticipación. Pagamos las entradas y nos dirigimos a comprar bebidas, pochochos y más parafernalia cliché.
– Qué bajón laburar acá –dijo el Noruego. Este lugar te chupa la vida.
– Es como el infierno, pero más brillante y más caro –respondí.
– El Unicenter es la nave nodriza que implanta a la gente con mala onda –me dijo el Noruego señalando a la mujer que nos estaba atendiendo tras el mostrador.
Nos reímos fuerte. Entramos a la sala justo cuando comenzaban a pasar los trailers. P. había contrabandeado un vino tinto que planeábamos tomar durante la película. Alguien me pasó el tinto y un destapador, así que lo descorché mientras miraba de reojo el trailer de la nueva entrega de Thor. Tomé un trago, me rellené el vaso de Pepsi con un poco de vino y se lo pasé al resto. Tiré un par de papeles que me incomodaban al suelo y me acomodé en la butaca.
– ¿Te importa mucho el cine, no? –me preguntó Nuki.
– ¡Odio las corporaciones! –exclamé por lo bajo, y le di un trago al vino.
Una vez más, vi el comienzo de Jurassic Park. Qué felicidad. La película pasaba, el vino giraba. El resto de la concurrencia, al haber poca gente en la sala, se cambiaba de lugar a discreción. Nosotros, tranquilos, mirábamos la película.
– Mirá, al abogado lo presenta con un reflejo, porque es falso. Jeje –le dije al Noruego medio irónico, medio en serio.
– Si se cayera sería mejor –me dijo él. ¿Te imaginás fumarte un mosquito en ámbar? Ese era el prensado de la antigüedad. Te lo fumás y te volvés dinosaurio.
– A Barney le pasó eso.
– Claro, tiene sentido.

De repente llegó la primera escena de la película en que Sam Neill toca un culo, en este caso el de Laura Dern. Al principio parece una mera curiosidad, pero lo extraño es que empieza a volverse una constante. A lo largo de la película Laura Dern sufre por lo menos de tres o cuatro tocadas de culo por parte de Neill. Luego se tocará el culo a sí mismo, y más tarde lo padecerán los niños, especialmente la chica en la escena de escape final. Esta constante de la tocada de culos de Sam Neill me disparó toda clase de preguntas: ¿Es un aspecto del personaje? ¿El actor lo estará haciendo a propósito? ¿Se habrá dado cuenta Spielberg? ¿Sam Neill tocará tantos culos en otras películas? ¿Tendrá el actor un fetiche con verse a sí mismo tocar culos en pantalla? ¿O simplemente un fetiche con los culos? (Nota mental: buena idea para un documental). Mi mente divagaba por variables imposibles y cada vez más absurdas de la relación entre Sam Neill y los culos. Me divertía infinitamente.
– El raptor te viene a robar el flash –dijo P. a la distancia. Ese es el más mala vibra.
– Posta, chabón –le respondía su amigo Faca. Imaginate mechar uno ahí en la isla, mientras cabalgás en un braquiosaurio. Eso es vida.
Charlas stoner. Qué lindas son. Crean un mundo naif donde lo único que existe es el porro y la paz. El hippismo nació así, nosotros somos su versión bastarda. El stoner (el fumón, en lunfardo) cuando ve una película no espera sólo que la película sea buena, sino que las imágenes le disparen una serie de reacciones e impulsos para crear una versión propia de ella. Como los personajes en las narraciones clásicas, el stoner busca un viaje (en este caso propio), y el cine es un entorno ideal para ese tipo de experiencias. Su cualidad ritual asegura su eficacia.
Entre el vino, la gaseosa, la comida chatarra y el cansancio acumulado, mi cuerpo comenzó a ceder. Me encontré empezando a cabecear cuando iba un poco menos de media película. Me quedé dormido y me desperté un par de veces, pero siempre que lo hacía disfrutaba de una gran secuencia u otra, y volvía a dormitar plácidamente.
En uno de esos despertares, descubrí el primer error de continuidad grave de la película. Me dolió al igual que cuando le encontré uno a Bastardos sin gloria, película que, si me apuran, firmo que es la mejor de la historia del cine. El error está en una escena dentro del laboratorio, luego de esa genial presentación audiovisual en la que Spielberg homenajea al cine de animación una vez más, y hasta se da el lujo de citar a Méliès. El doctor Wu y Alan Grant, enfrentados el uno al otro, discuten sobre las cualidades de los animales de la isla. De fondo, detrás de ambos personajes contrapuestos, aparece Ian Malcolm, el personaje de Jeff Goldblum, sentado tranquilamente en dos lugares a la vez.
Ahora estaba bajo un estado alterado de conciencia que no había tenido en cuenta: la irritabilidad del cansancio. Esa que lo pone a uno quisquilloso, molesto y criticón. Así, en ese estado, le fui encontrando más errores de continuidad (o hasta de espacio-tiempo) a la película. Cosas que pasan desapercibidas si uno pone la atención en la trama y no en los detalles o en los fondos.
Volví a quedarme dormido luego de la escena de persecución de los gallimimus, mientras recordaba que hace una semana, en ese momento, me estaba pegando el éxtasis. Desperté justo para observar la secuencia final, al tiranosaurio rugir, y a Sam Neill tocar algún culo más. Qué lindo todo.
– Che, nos quedamos cortos de vino –dijo P. cuando salíamos de la sala.
– La próxima traemos tres –lo avaló Faca.
– Sí, posta. Y la próxima vayamos más temprano –terció el Muchacho.
– En serio ¿cuánto duró esto? Para mí que nos cagaron.
– Creo que nos metieron una versión en que cada vez que aparece el t-rex hay veinte minutos extra.
Nos reíamos mientras caminábamos por el shopping desolado.
– Si hay un apocalipsis zombie lo primero que hago es tirar este auto para abajo desde el último piso –dijo el Noruego observando un stand de BMW.
– Boludo, esquivemos a la yuta –dijo otro. Están cada vez más vigilantes.
– Che, a partir de las doce de la noche esta película empieza a durar más ¿no?
– Seguro… ¿ya tienen uno armado para la vuelta?
– Hay dos.
– Qué bien.
– ¿Pasamos por lo del Wachín a comprar unas facturas antes de llegar?
– El Wachín llega a la ruta a las cuatro, hay que ver si llegamos.
– Yo creo que sí.
– Bueno, dale.
– Si le giramos una tuca ¿decís que nos tira unas donas gratis?
– Si está con el Mini-Wachín seguro que sí.
– Espero que no se ponga a hablar de la inflación de nuevo.
– Che, ¿mañana nos juntamos?
– Mañana wake and bake.
– ¿Cuándo no? –pregunté.
¿Cuándo no?


Día 3 (el día que no fue). Finalmente, después de tanto planeamiento, la Experiencia JurassicPark quedó inconclusa. El dealer que debía proveer el ácido, para la función con más participantes hasta la fecha, desapareció sin dejar rastro. Bueno, mentira, en realidad dejó un rastro difuso de palabras confusas y otras excusas. En fin, la Experiencia quedó incompleta, pero valió la pena.
Valió la pena cada encuadre, cada sala de cine desolada.
Cada espectador desprevenido que no entendía que le pasaba a los pibes de al lado.
Cada convención desmenuzada.
Cada gota de sudor del muchacho encargado de los pochoclos salados.
¿Será el mismo que el de los dulces? Misterios de la vida.
Lo único que sé es que acabo de ver Lake Placid, qué película hermosa. Es surrealismo puro. Oliver Platt llevando una vaca atada a un helicóptero como bolsa de té para atraer a un cocodrilo prehistórico apadrinado por Betty White. El nivel de surrealismo al que el mainstream nos tiene acostumbrados nunca deja de sorprenderme. Y dicen que la nouvelle vague era experimental…
En fin, la Experiencia Jurassic Park, terminó sin un final. Lo que resultó un final justo, supongo.
Si llega el ácido, sé que en el BARS proyectan Sharknado.
Ese puede ser un buen final alternativo.
La vida consiste en buscar finales alternativos, que se viven reciclando.
Qué sé yo.
Yo sólo quiero ir al cine.
Esta fue la Experiencia Jurassic Park.
Hasta la próxima.

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