Hay un primer punto de partida en Ficción privada constituido por las fotos y las cartas que Torcuato Di Tella legó a su hijo Andrés. Pero es un punto de partida ciego: esas fotos con las que se recorren las calles, que van borroneando lentamente el entorno para convertirse en el centro único visual de esas escenas, no portan la información que permita saber qué muestran, por qué fueron tomadas. En ellas no están ni Torcuato ni Kamala, los padres de Andrés, sino que son fotos que han sacado en los viajes que hicieron juntos a lo largo de su vida. “Hay que inventarse lo que no sabemos” dice la hija de Andrés, cuando van viendo las fotos con su padre. Hay que crearse una historia para que tengan un sentido que se escapa con la ausencia de quienes las tomaron. Crear una ficción para que tenga un valor que exceda el de la simple representación de algo que se desconoce. Que sea, para la mujer de Andrés, un ejercicio mortuorio, en tanto alude a un mundo –y a unas personas- que inevitablemente está muerto, parecería clausurar cualquier discusión. Pero no. Esa afirmación queda allí, diluida en la mención indirecta, como un punto de vista que se asume opuesto a lo que padre e hija parecen comprender, con el solo hecho de armar una ficción alrededor de las fotos.

El verdadero centro de la película es una anécdota que cuenta Andrés un par de veces, la primera de ellas de manera fragmentaria. Estaba en Londres cuando se produce la muerte de su madre. Esa noche decide salir a caminar por las calles del barrio en el que vive. En una de esas calles, “ve” a su madre, aunque sabe que acaba de morir. Y cuando cae en la cuenta, la imagen desaparece. Lo que hace Di Tella es partir de ese recuerdo para enlazarlo con el legado de su padre, con un solo objetivo: invocar a esos fantasmas del pasado para que de alguna manera “vuelvan a la vida”. Si el cine le permite recuperar la imagen de su padre, traerlo a la vida momentáneamente, cuando vuelve sobre sus películas previas, en las que Torcuato aparece con su hijo en la estación de tren, o recorriendo las abandonadas instalaciones de la fábrica Siam –emblema de la estructura empresaria familiar-, lo que le queda es recuperar la imagen de su madre. Y son las cartas, más que las imágenes –esas fotos de un pasado feliz más que las filmaciones de Torcuato en la India por ejemplo, donde casi no aparece su mujer-, las que le permiten a Di Tella recuperar a la madre.

Lo interesante es que la película surge de un apremio personal que se explicita en un momento: ya no solo han muerto sus padres, sino que vienen muriendo los amigos de sus padres que los conocieron cuando vivieron juntos. Hay algo que se anticipa en esos primeros momentos, cuando entre padre e hija se dificulta la lectura del fax que Andrés y su padre intercambiaron al momento de la muerte de Kamala: el papel se está borrando, se va perdiendo aquello que fue y que se quiere recuperar. De allí que Di Tella recurre a Cozarinsky. Lo hace jugar la misma escena en la estación de tren en la que aparecía con su padre, como si su sola presencia llamara a la de Torcuato (Cozarinsky es, en definitiva, el otro padre, el cinematográfico de Andrés Di Tella). En ese punto, la invocación de los fantasmas no se hace desde la idea más ligada a lo paranormal (aunque en el mismo comienzo Andrés reconoce ante su hija que “yo con mi papá todavía sigo hablando”), sino desde la lucha contra el tiempo. Lo que Di Tella intenta es no permitir que se siga borrando la historia como en ese papel de fax que se acerca a lo ilegible. “Arrancarle a la muerte aunque sea un pedazo de ese mundo perdido”, como dice. Renovar la escritura desde otro lugar, en donde se cruza con lo visual, con lo auditivo.

La invocación se completa con una puesta en escena particular. Una pareja de actores pone en palabras lo que está escrito en papeles. Como si se tratara de una traslación. Como si las cartas de pronto adquirieran el estatuto de una obra de teatro, representable por esas dos personas que parecen hablar desde el presente, transformándose de alguna manera en Torcuato y Kamala (“Necesito escucharlos como papá y mamá, darles vida aunque sea imposible”), asumiendo el lugar de ambos excediendo lo performático. La lectura de las cartas –que por otra parte, en una decisión interesante, son apenas un puñado cuyos textos se reiteran- no implica simplemente “ponerlas en escena” sino poner a los actores en esos lugares como representación de una historia de amor que excede a quienes la vivieron originalmente. Como si en ellos habitaran esos fantasmas que invocan, para hacer realidad esa idea que atraviesa al propio Di Tella (“Es como si ellos me estuvieran mirando”, dice en algún momento).

Hay otro punto en el cual el documental se sustenta aunque parece un elemento lateral. Di Tella rescata una serie de cartas del momento en que su padre está haciendo un estudio respecto de la rebelión de los esclavos de Haití. Torcuato está en Inglaterra, allí está toda la documentación que necesita. Pero el detalle que interesa es cuando plantea que todos los materiales de la biografía del líder de esa rebelión los suministran sus enemigos. Allí Di Tella encuentra la otra necesidad que sostiene a este documental –y también a sus anteriores Fotografías y La televisión y yo por carácter transitivo-: no dejar que la historia de su familia sea construida por otros. Que sean las cartas personales, la obra reconstruida, lo que los defina no solo de manera individual, sino como pareja, como padres y desde su mirada. Un tiempo diluido entre el pasado que se evoca y el futuro desde el que se siente que esos textos hablan, o miran el presente, desde las palabras escritas en un tiempo, en un papel, pero que son todavía las personas que fueron (es una delicadeza el momento en que Cozarinsky ante la carta dice que la percibe viva, porque lo que ve allí no son tanto las palabras, sino el pulso de Kamala al escribir el texto).

En ese trayecto de construcción personal hay algo de desmitificación. De una necesidad de bajar a los padres de un pedestal. Un trayecto que se inicia en la infancia, con la pregunta de si no será adoptado y que esa misma pregunta implica ver a los padres como reyes que perdieron el trono. “En la muerte”, dice Di Tella, “vuelven a ser aquellos reyes”. Pero lo interesante es que no se queda con esa construcción, sino que el recorrido por fotos y cartas trata de recobrar un fragmento de la vida de sus padres. Aunque la imposibilidad aparezca como una amenaza. “Hay algo que se resiste, un misterio, como si las cartas fueran anónimas”. Esa sensación de que mientras parece entrar cada vez más en el contenido de los textos, se escapa lo que busca, esa vida que quiere imaginar desde los fragmentos escritos. Pero en esas cartas que intercambiaron tras la muerte de Kamala, parece cifrarse todo el sentido de la búsqueda, eso que estaba ante los ojos de unos y otros. Andrés recuerda que en lo que dijo Torcuato sobre Kamala cuando murió había algo: “Nunca había escuchado ese tono de voz”. Y fue en ese momento  que toda la relación de sus padres encontró su razón de ser, cuando comprendió que en algún momento se amaron de verdad. En ese punto, el documental se pone a la altura de esa carta con la que empieza todo. De ese recuerdo de Andrés de la risa de sus padres. De la respuesta de Torcuato (“Es el mejor recuerdo que podés tener de nosotros”) al recuerdo de ese amor que alguna vez fue, la Ficción privada no es solo una rememoración, sino un acto de amor de un hijo sobre sus padres, a los que invocó como fantasmas y les dio, otra vez, una nueva carnadura.

Calificación: 7/10

Ficción Privada (Argentina, 2019). Guion y Dirección: Andrés Di Tella. Fotografía: Juan Renau. Edición: Valeria Racioppi. Diseño de sonido: Guido Berenblum. Música: Sami Buccella. Duración: 78 minutos. Disponible en la plataforma virtual Puentes de Cine (www.puentesdecine.com).

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