Me gusta el mosh. Me gusta revolcarme entre los zombis que armen.  El zombi ha resucitado, si se nos permite la expresión, durante el Siglo XXI. En efecto, las crisis económico-sociales, las nuevas pandemias, la híper tecnificación de la vida y las intervenciones militares, han resultado ser el caldo de cultivo perfecto para este resurgimiento. Hablar de zombis explicita una metáfora social que resulta en la actualidad bastante conocida para los cinéfilos. Sigfried Kracauer, en su popular análisis sobre el cine de terror en la Repúblicade Weimar, postuló que aquellas hordas monstruosas que el cine alemán había explotado entre los 20 y los 30, tenían un valor sociológico considerable, ya que constituían la evidencia más notable de una sociedad que se sentía confundida, a la deriva, superada, y con deseos  de encontrar alguien que pusiera orden. El otro monstruoso, el zombi, representación de lo que tememos, posee características concretas, y establece una constelación de miedos. El caso emblemático es la saga romeriana. En todas sus películas, George A. Romero, se ha empecinado en mostrarnos cómo el zombi puede convertirse en un dispositivo de crítica, desde la guerra de Vietnam hasta el consumismo actual.
Los zombis, en la filmografía clásica, eran arrojados a la vida para aterrar a los vivos. Nos convertíamos en víctimas sin comprender cuál era la causa que generaba este comportamiento brutal. Se identificaba así una vertiente sobrenatural que ligaba a estas criaturas a los vampiros, los fantasmas y otras figuras  de la superchería religiosa bien entendida. Existía un espacio de territorialización bastante definido en los cementerios, los establos y las entradas a las ciudades. Esa mirada representa las antípodas de este largometraje.
Guerra mundial Zestá basado en la novela homónima de Max Brooks. Allí se cuentan distintos relatos en torno a la guerra contra los zombis, palabra con la que se coquetea, pero que nunca se asimila del todo.  La narración se entreteje como una etnografía en donde se les da voz a diferentes testigos que han tenido parte en enfrentamientos o situaciones cruciales ante estos enemigos, configurando una constelación de relatos que hablan del evento. La película aborda, puntualmente, el capítulo llamado “Plan B” en el libro.
Brad Pitt encarna a Gerry  Lane, un experimentado ex investigador de la ONU, a quien se recurre moviendo cielo y tierra para hallar el paciente cero, y para intentar recavar información a fin de generar una cura para la enfermedad. Será, entonces, la biomedicina el ama y señora de estas criaturas. El lugar del sacerdote lo tendrá el científico. Los zombis son racionalizados y traídos a este orden para ser explicados y combatidos biológicamente. Elegir este camino implica desandar un poco el del miedo o la angustia psicológica, y adentrarse en otras alternativas.
En efecto, el libro establece una buena narración en clave patchwork, producto más  cercano a un thriller de suspenso que a una historia de terror. La película, en cambio, vacila y no encuentra ni un anclaje genérico ni uno argumental. La linealidad construida para el entendimiento inmediato sacrifica definitivamente la potencia de la novela. Los hechos principales de la película están enfocados en las peripecias del protagonista a nivel mundial, por lo que no hay cambio de perspectiva, excepto por algunas breves alusiones a la familia del investigador. El seguimiento se vuelve un tanto tedioso para una película de alrededor de dos horas. También resulta negativo el hecho de que todo sea tan aséptico y que, si bien no asistamos a un festín gore, los zombis resulten tan pulcros al devorarnos.
La otra gran amputación radica quizás, en la reescritura políticamente correcta que la película intenta hacer del libro. La novela representa un compendio de la política exterior estadounidense de los últimos años: el intervencionismo militar, la pobreza y el tráfico de órganos en China y países latinoamericanos, y la conflictividad del estado de Israel, son muestras de algunos de los temas que aparecen. El largometraje, en cambio, los ignora o atempera. Sin embargo, la clave son los zombis. Pese al empecinamiento del director (Marc Foster) por esconder o aligerar estas críticas, el zombi como dispositivo interpretativo permite establecer metáforas sociales. Sólo resta saber qué tipo de relación se puede entrever aquí, y sobre qué mecanismos se monta entonces.
En el impactante pogo de Jerusalén, paradójicamente uno de los últimos bastiones de la humanidad (y de los efectos visuales, ya que después todo comienza a decaer y decaer),  se verifica de forma cruenta la batalla entre la masa informe y el individuo. Una horda devoradora que destruye todo a su paso y que, una vez franqueada la barrera de protección, lo invade todo. La implicancia social queda bastante clarificada por todo aquello que podríamos significar como “masa”, pero hay más.
En su devenir por el mundo el personaje descubre una veta de inmunidad –bastante discutible, por cierto- y este evento constituye la situación final de la película, aunque se oyen los ecos de una posible continuación. En efecto, esta es la salida más mentada para la vertiente científica de zombis mencionada anteriormente. Si tomamos, a modo superficial, la etimología de la palabra inmunidad, observamos que deriva de munus, que en latín significa ‘obligación’, ‘oficio’, ‘don’. Mientras que la communitas–comunidad- se vincula con el munusen sentido positivo, la inmunitas lo hace negativamente. Será inmune aquel que está exento de las obligaciones y los peligros que conciernen a todos los otros. Nuestro héroe lleva el individualismo al extremo con el fin de alcanzar esa inmunidad. Allí donde todos fracasan, él encuentra el éxito. El sentido podría ser más categórico: él triunfa porque está solo. Por ello se permite cumplir la aporía de proteger la vida haciéndole probar la muerte. Esta es, quizás, la reflexión más fecunda que podríamos mantener tras la película, ya que nos permite pensar que de lo que se trata, entonces, es de impedir, prevenir y combatir la propagación del contagio desde el cuerpo individual, el cuerpo tecnológico, el cuerpo político, el cuerpo social.  El riesgo es que, en las enfermedades autoinmunitarias, el sistema se desencadena contra el mismo cuerpo que debía proteger y lo destruye. Este es el gran peligro de la vacuna contra los zombis. En su lógica inmanente, este conflicto inmunitario llevado al cuerpo social parece componerse de dos obsesiones especulares y contrapuestas que detentan nuestras sociedades en la actualidad: la pretensión de pureza de ciertos fanatismos religiosos, y la del Occidente rico, empeñando en excluir al resto del planeta de sus bienes en exceso.
Guerra mundial Z resulta un tanto extensa por gravitar exclusivamente sobre la figura del protagonista, pero también contiene un buen número de pasajes de acción bien logrados. Como dice el buen amigo Jean Baudrillard, siempre tenemos el cuestionable anhelo de contemplar y de participar activamente en el fin del mundo como un fin en sí mismo, independientemente del precio que debamos pagar por ello.
Otra vez, el entretenimiento del individualismo para todos y todas en clave de autoconservación.

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