Por Nuria Silva

Un sopapo y a otra cosa.Es un hecho ineludible: el cine nacional está empezando a enfocarse en la realización de películas de género, dejando atrás el tono solemne e impasible que lo caracterizaba, salvo deshonrosas excepciones, sin que el hecho de adoptar fórmulas que parecían privativas del mainstreaminternacional implique omitir los rasgos de la propia idiosincrasia. Estos nuevos realizadores, que no son ningunos pichis y vienen peleándola desde hace rato, están redefiniendo muchas cosas, incluso el término tan menospreciado y vapuleado de “costumbrismo”. En Diablo, el metal argento estalla y marca el desaforado compás de una película que transcurre mayormente dentro de una casa típica de barrio; en La memoria del muerto, los personajes se sientan a tomar mate mientras diversos espectros los acechan en el caserón donde se contextualiza la trama, por citar sólo un par de ejemplos. Las formalidades estéticas y narrativas compartidas por estas tres películas no son casuales. Todas ellas cuentan con gran parte del mismo equipo de trabajo, al frente y detrás de las cámaras, trazando un estilo propio y definido que les está asegurando un reconocimiento merecido entre el público y la crítica.

Hermanos de sangre es una buddy movie de humor negrísimo que cuenta la historia de Matías (Alejandro Parrilla), un hombre joven y obeso al que la vida no le sonríe para nada. Las mujeres lo rechazan, su jefe y compañeros de trabajo lo boludean, la mina que ama lo ve como un amigo, su ciclotímica ex novia y su tía, una mujer mayor y muy legranesca (interpretada por Carlos Perciavalle), lo psicopatean a diario. En eso aparece Nicolás (Sergio Boris), viejo compañero de infancia, para tomar cartas en los asuntos que joroban la vida del protagonista, hasta convertirse en su amigo de (y con) fierro. A partir de esta premisa, lo que sigue es un derrotero vengativo en donde abunda la espectacularidad de la sangre y la violencia. Matías y Nicolás conforman un dúo cómico clásico en su manifestación más cruenta –con gags típicos del slapstick o comedia física- y que incluye una tercera integrante algo retraída, pero igualmente peligrosa, a la que apodan Belén (Jimena Anganuzzi), criatura traumada que, junto a ellos, logra conformar lo más cercano a una familia.



El único fin de la película es divertir, y lo logra con creces. Su ritmo es incansable gracias a un montaje paralelo acelerado, y, como buena película de género, despliega una serie de convenciones globales que también aluden a lugares comunes de nuestro folclore, como la mínima relación que el protagonista mantiene con el típico patovica de boliche que lo discrimina por su aspecto físico y la ropa que viste. Detrás de la exacerbación de la violencia hay un discurso entre romántico y nostálgico de las relaciones, pero, al contrario de Diablo, el final feliz no incluye la conquista del amor de una mujer, sino la amistad entre hombres como ley primera, y, sobre todo, como entrega desinteresada en la que todas las partes involucradas obtienen beneficios indirectos. Ayudar a Matías a eliminar a quienes hacen de su vida un calvario, le sirve como excusa a Nicolás para desatar un instinto homicida innato y reprimido. Las deducciones primeras que el guión provoca en el espectador serán luego rebatidas con efectividad y simpleza, sin caer en innumerables vueltas de tuerca, burlándose también así de rebuscadas estructuras argumentales. Un sopapo y a otra cosa.

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