o_donald-dvd-pelicula-en-una-playa-junto-al-mar-1971-46f51El espectador turista. Mar Del Plata fue durante el siglo veinte argentino el epicentro veraniego por excelencia: referencia obligada a la hora de planificar vacaciones en familia. De ahí el mote La Feliz, que funcionó por décadas como slogan publicitario. La Rambla, el casino, la estatua del lobo marino, como íconos locales, alimentaron la familiarización del lugar con un turista que por unos días se sentía – y aún hoy – un marplatense privilegiado. En tal orientación, cierto cine argentino de corte propagandístico –en general comedias picarescas, o historias de amor de jóvenes en apariencia inocentes con sueños de clase media– confirmaba los tópicos de felicidad mediante los cuales se vendía a la ciudad. Quizá la película más emblemática fue la que llevó al debut en el cine al cantante Donald: En una playa junto al mar, de Enrique Cahen Salaberry, estrenada en 1971 en la Mar Del Plata de sus escenarios, con gran éxito nacional e internacional. La habitual mirada remanida, rancia y reaccionaria sobre el país, la familia y los jóvenes, mostraba una vez más al cantante joven incomprendido por su padre pudiente. El protagonista lograba su objetivo acompañado del necesario encarrilamiento. Este era llevado adelante por su joven enamorada. De tal modo, el sistema se preservaba. El cine mostraba que estos modos de la felicidad en Mar Del Plata –como metáfora del país- más que posibles, eran un hecho consumado.

Tal vendaval ideológico publicitario ocultaba el país real: eran los últimos días de una dictadura militar que daría paso a otra: de Levingston a Lanusse. Un país muy lejano de esas canciones optimistas de un cine propagandístico del modelo de vida tradicional, funcional y cómplice de los estados dictatoriales. En el mundo de Cahen Salaberry, el país respiraba una alegre y contenedora felicidad, ya desde la apertura mediante planos generales que abren la película del paraíso turístico: la forma más llana de ingresar a La Feliz.

El turista como imagen. Pero los caminos para entrar a cualquier lugar resultan más variados de los que suelen promoverse masivamente. Por ejemplo, partiendo de un marco natural, en un plano general, alguien se desplaza en bicicleta. A juzgar por el plano abierto, el ciclista está solo. En seguida se incorporan al plano los autos. La ruta conduce a Mar Del Plata, pero esta vez a la Mar Del Plata del cineasta Jorge Cedrón. Este supo extraer de la superficie social a los seres negados por la cámara del cine turístico: no las familias ocasionales, sino los habitantes de la ciudad que no la disfrutan, la padecen. El mencionado plano abre su primer largometraje, El habilitado, estrenado un mes y medio después del éxito de aquel verano. El planteo visual, lejos de confirmar el marco turístico de las películas de propaganda, lo derriba. La oferta es la de un mundo periférico, con personajes sin rumbo ni horizonte. Entre ellos, un dúo de personajes en los cuales se centra el núcleo narrativo de la película quienes, en unos escasos exteriores, conviven con el turismo. Un turismo que, para la cámara de Cedrón, se presenta como un gentío que puebla y satura ocasionalmente el cuadro; con cuerpos tan a la deriva como los personajes. El turista deja de ser ese espectador de historias ligeras, preservado en su anonimato: ahora él mismo queda en evidencia como parte de una masa amorfa.

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Del realismo al grotesco. El dúo se integra, en una tarde cualquiera, a ese grupo veraniego. Cautivos de su propia oscuridad, Robi (interpretado por Billy, uno de los hermanos Cedrón) y Manuel (un joven Héctor Alterio) son empleados de una tienda textil. Una referencia directa a los tiempos en los que el director trabajó en –o padeció a- la famosa Tienda Los Gallegos: ayer, tienda; hoy Shopping. Una Mar Del Plata crece y se expande; la otra, la del gris universo de los obreros retratados por Jorge Cedrón, se hunde sin remedio.

La película está planteada principalmente a partir del punto de vista de Robi, joven y resentido empleado de la tienda, el cual se dedica a sabotear la mercadería y sembrar cizaña entre sus compañeros. A pesar de que la cámara acompaña al personaje, Cedrón minimiza cualquier posibilidad de relación empática con él. Su traición a la confianza que le dispensa Manuel –el más débil de sus pares-, con el consecuente daño moral, y su impotencia para establecer cualquier vínculo amoroso, aleja al espectador. El “gallego” Manuel posee las características opuestas: es un militante de la humillación; un singular antihéroe que, por la contraria, también acota la empatía. La compasión que inicialmente despierta, por las bromas pesadas que recibe in crescendo en la historia, lejos de acercar alimenta la distancia.

El eje del submundo de Cedrón se encuentra en ambos personajes en modo dialéctico. Y completan un quinteto que integran también Carlos Antón, José María Gutiérrez y un lúdico Walter Vidarte. Este compone una notable criatura que se comunica mediante una muy aflautada voz que pareciera provenir sin filtros de su garganta: palabras emitidas como chillidos, proporcional a un trabajo corporal que tensa más aún el verosímil realista. Apodado ‘Racing’, remite a alguien que efectivamente vivió en Mar Del Plata.

Porque los rasgos arrancados de vivencias propias y de imágenes que completan el folklore mental de Cedrón, utilizan para estructurar la película el realismo argentino de los 60: punto de partida, pero no de llegada. Una película realista emblemática, Tute Cabrero (Juan José Jusid, 1968), era una de sus referencias. Pero la galería de personajes de El habilitado, lejos de ofrecernos un mundo de analogías e identificaciones, nos ubica a partir de una distancia que, para ser elaborada, se nutrió de tópicos sociales –el aferramiento a la individualidad, el par como enemigo, la imposibilidad de relación, la ñata contra el vidrio del mundo del afuera- para resultar en lo que el director define como la caída en el grotesco.

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Para Cedrón, en la película “cabe más la estética de un Roberto Arlt, de un Beckett, que de los firuletes de algunos adictos a la nouvelle vague”. Por lo tanto, el esteticismo que lo vincularía con un cine de arte y ensayo es resignado y reemplazado por una estética en donde  lo rudimentario y los heterogéneos registros actorales, conforman una estructura que sale a la búsqueda de un espectador al cual la pretensión mimética le resulta insuficiente, cuando no engañosa. Cedrón habla de “contribuir a formar un nuevo público, o una nueva conciencia en el público que va al cine, creando en lo posible una imagen no distorsionada de la realidad argentina actual”. Queda así en evidencia el cine para espectadores-turistas como distorsión.

El más grande de los fuera de campo. El grupo de empleados más calificados de la tienda se encuentran en el sector de ventas. Estos trabajan en la superficie, no bajo tierra. La película los presenta apenas, como un fuera de campo con el cual se comparan y aspiran al ascenso los personajes del submundo del sótano, el de la enajenación que deposita las más impiadosas marcas en los cuerpos. “¿Por qué los personajes míos son de lumpen para abajo? –se pregunta Cedrón-. Porque de alguna manera pertenezco a una clase. De ahí, mi ingreso al peronismo”.

Y es desde el peronismo de esos años que se puede pensar en otro fuera de campo; quizá el más grande. Porque no resulta descabellado pensar El habilitado como integrante de un corpus de películas que pensaban la ausencia de Perón, y anhelaban su regreso sin necesidad de nombrarlo. La imagen mental del líder ausente crecía como una presencia virtual  que no se agotaba en su figura. La angustia de aquellos años tenía que ver con el arrebato de aquellos derechos adquiridos durante el primer peronismo por el golpe, la persecución y la proscripción. No solo de Perón, sino de todo lo simbólico que encarnaba, con una cultura del trabajo asalariado ligado a la pujanza de un país productivo, y un mercado interno que crecía. La angustia, el no lugar, no tenía que ver solo con la condición de explotado, sino con una sensación de vacío por el agujero dejado por aquella tan lejana como inminente presencia. Pero sobre todo porque esa figura proyectaba la figura de un obrero, si bien no emancipado, sí con una visibilidad y un cambio notorio como sujeto de derecho. Si Cedrón piensa a sus personajes de lumpen para abajo, podemos pensar en una lumpenización progresiva a partir de la caída.

vlcsnap-2016-10-26-02h56m49s370¿Cómo hubieran sido concebidas las imágenes del peronista Jorge Cedrón durante los años peronistas? Imposible saberlo, aunque se puede inferir que quizá el destino de los personajes podría haber sido dramático, pero no fatal como en El habilitado.

Muy probablemente, allí puede estar la explicación de que directores como Cedrón, y sobre todo Leonardo Favio, hayan pensado sus historias en función de lo inexorable. La ausencia de Perón durante sus años de exilio constituyó una marca en la subjetividad de quienes pensaban sus construcciones desde el peronismo y su cultura. De este modo, Perón mismo y las conquistas sociales entre 1946 y 1955, se constituyeron en el más grande de los fuera de campo. No del cine: del país. Desde la orfandad de aquellos cineastas, solo podían surgir esos personajes con esos destinos.

Vigencia. La angustia de los personajes de El habilitado parece retornar hoy como imagen a Mar Del Plata. El surgimiento de ataques crecientes de grupos neonazis en una ciudad que se presenta como zona liberada, dejan en evidencia a los fantoches de Cahen Salaberri. Y potencian la imagen de los sufrientes de Cedrón.

El habilitado (Agentina, 1971), de Jorge Cedrón, c/Billy Cedrón, Héctor Alterio, Ana María Picchio, José María Gutiérrez, Walter Vidarte, 78’.

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