En el libro sobre la obra de Douglas Sirk, Sirk on Sirk, Jon Halliday afirma que la película Interlude (1957) es una adaptación de la novela Serenata de James M. Cain, publicada en 1937. En sus notas agrega que Sirk filmó a partir del guion de Dwight Taylor para When Tomorrow Comes de John Stahl, ligeramente inspirado en la misma Serenata, una de las piezas más subvaloradas de la narrativa de James M. Cain. En ambas afirmaciones hay un error y dos aciertos. Ni Interlude ni When Tomorrow Comes están basadas en Serenata, sí Sirk se inspiró en la película de Stahl para la suya y también Serenata es una de las novelas escondidas más interesantes y provocadoras de la literatura de Cain. La que sí se inspira en esa pieza maldita es justamente Serenade (1956) de Anthony Mann, con la inusual pareja que integran Mario Lanza y Joan Fontaine.

El reloj siempre marca las 12. When Tomorrow Comes es en realidad una adaptación bastante libre de una nouvelle escrita por Cain para la revista Collier’s bajo la premisa de imaginar “la historia de una Cenicienta moderna”. En un acuerdo verbal durante un almuerzo en 1928, el editor Kenneth Litauer prometió publicarla en entregas en ese mismo año. La promesa nunca se cumplió porque Cain escribió la historia recién diez años después bajo el título provisorio de Una moderna Cenicienta y terminó vendiéndola a la Universal para una futura adaptación. Luego la novela fue retitulada The Root of His Evil y publicada en 1951 sin nunca llegar a editarse en castellano. Es una de las obras más difíciles de conseguir de Cain, nacida de esa vocación de trasladar un personaje de cuento de hadas como Cenicienta a los contornos de una sociedad capitalista, más específicamente la nacida de los efectos de la Depresión y el horizonte de una nueva guerra mundial.

Como la mayoría de los relatos de Cain, The Root of His Evil está narrada en primera persona por quien ofrece una mirada interesada sobre los hechos, teñida de dudas y contradicciones, de todos los vericuetos que definen a un narrador poco fiable. La historia de Carrie Selden es la de su intento de ascenso social, que comienza con el encuentro casual con Grant Harris, un joven millonario gobernado por la voluntad de su madre, a quien Carrie conoce en el restaurant donde trabaja como moza. Allí también orbita Evan Holden, un carismático líder sindical que promueve la afiliación de las camareras para conseguir mejoras laborales. Cain se ocupa del minucioso entorno económico del restaurant, los premios y las exigencias, como lo hiciera en El estafador, otra novela con narrador poco fiable, respecto al mundo de la banca y sus ahorristas. Su prosa es simple y directa, sin los vericuetos literarios de un consagrado en la novela negra como Raymond Chandler, pero con un certero sentido de la motivación de sus personajes. Carrie sabe lo que quiere y las armas que tiene para conseguirlo. Su talento para convencer a sus compañeras de la huelga como herramienta de lucha no la distrae de las oportunidades de ascenso que percibe tras la figura del millonario. Su voz es firme en su vocación de progreso aunque se permita los vaivenes retóricos del autoengaño en lo referido a la flexibilidad moral requerida para conseguirlo.

Carrie carga con la pátina de misoginia que ha definido desde siempre a Cain en sus retratos femeninos. Mujeres ambiciosas y fatales, calculadoras incluso cuando realizan algún renunciamiento. Sus varones son siempre víctimas, incluso cuando roban o matan, presas de una libido animal que sumerge cualquier voluntad de raciocinio. Pero en ese retrato de resonancias bíblicas, las figuras femeninas de Cain también son magnéticas e irresistibles, sobrevivientes en un entorno hostil y desigual. Quizás el apogeo de su inconsciente sensibilidad femenina se halle en la extraordinaria Mildred Pierce, uno de los personajes mejor diseñados de toda su obra. Pero Carrie es tan astuta como consciente de sus capacidades y limitaciones, y detrás de la prosa urgente de Cain uno puede percibir los engranajes de su pensamiento, siempre en marcha, siempre alerta. Carrie descubre que en una sociedad como la capitalista es el dinero el que llama al dinero, y rodearse de quienes tienen riqueza es una buena forma de atraerla. La descripción del ascenso de Carrie no deja de ser un retrato minucioso del sistema norteamericano cimentado en el individuo y su oportunidad, en el negocio como estrategia y el éxito como conquista. No importa quien quede en el camino en tanto uno no sea el perdedor. O la perdedora.

En los mundos de Cain hay algo que siempre prevalece sobre los personajes y es la idea de Destino. Esa trampa mortal que los enreda y condiciona y se eleva por encima de deseos y voluntades. Ya sea que todo salga bien, como en El estafador, o mal como en El cartero siempre llama dos veces, hay algo que siempre escapa a las maquinaciones de sus criaturas. Los condicionamientos de clase, la irrupción del azar, la intervención de la climatología son artilugios de su narrativa que nos recuerdan los límites de lo humano, las prisiones que acarreamos día a día sin siquiera percibirlo. El muro definitivo para las ambiciones de Carrie es la estructura del sistema de clases de una sociedad en la que incluso el sueño más modesto tiene fecha de caducidad. Más allá del desprecio que la madre de su pretendiente millonario le dispense, o del escueto aprendizaje que pueda poner en práctica para su adaptación a lo desconocido, son las férreas correas que trascienden su propia voz, su propio relato, las que en última instancia la mantienen en el lugar que le está reservado en este mundo.

La amenaza del mañana. El relato de Cain vendido a la Universal finalmente llegó a manos de Dwight Taylor y de allí salió la matriz de When Tomorrow Comes, uno de los melodramas claves de John M. Stahl en los años 30, y el esperado reencuentro con Irene Dunne luego de haberla dirigido en Back Street (1932) y Magnificent Obssesion (1935). “Esta película no tiene ninguna relación con el relato original”, afirmó Cain en una entrevista con los críticos Peter Brunette y Gerald Peary publicada en la revista Film Comment. Y a primera vista algo de razón tiene. Taylor hizo un cambio sustancial que consiste en eliminar la primera persona del relato, más propio del noir que del melodrama, y transformó radicalmente a la heroína. La Helen de la película poco tiene de arribista y calculadora y su conducta no ofrece el tamiz de su conciencia sino la empatía directa con el espectador. Lo que sí preserva Stahl es la consciencia de su protagonista del mundo en el que se mueve, sea la cantina en la que trabaja como moza o la exuberante mansión en la que un célebre pianista la corteja.

La película está dividida en tres partes. La primera retrata el mundo de las trabajadoras de un restaurant neoyorkino y su lucha sindical. Allí Stahl conserva la mayor influencia de Cain: en frases que sintetizan su espíritu como “el capitalismo montado en un coche y el obrero apretándose el cinturón” que pronuncia Helen cuando ve a dos chicos jugar en la calle; en la vida del pobre en la urbe cuando un policía reprime travesuras en los muelles de Brooklyn; en la dinámica de la hora del almuerzo en la metrópoli y la máxima de “el espacio es dinero a la hora del almuerzo” que pronuncia el encargado del restaurant; y en la inolvidable arenga contra la explotación en el Unity Hall. Esa primera media hora ofrece pinceladas inconfundibles de la Depresión, las luchas laborales de los años 30, el espíritu urbano, las aspiraciones de la clase trabajadora.

La segunda parte se concentra en el encuentro entre los amantes. Helen conoce a Philippe André Chagal –conversión del timorato millonario de Cain- en el restaurant, él la sigue al Unity Hall, punto de encuentro para acordar la huelga, se maravilla con su discurso y la invita a pasar el domingo en una escapada al campo. En este pasaje el entorno se transforma: de la ciudad pasamos primero el río donde ambos coquetean bajo los primeros anuncios de una tormenta, y luego el refugio de la pareja en la mansión de Chagal, donde su identidad queda revelada. No es un simple turista francés que descubre las delicias de la comida popular americana sino un pianista célebre, músico premiado en las cortes y los grandes teatros, camuflado para acercarse a las mieles de la vida ordinaria. Aquí Stahl se aleja de Cain y consigue momentos de arrebatado romanticismo, como en la canción –curiosamente es “Serenata” de Schubert- que ambos interpretan junto al piano, en las miradas cómplices, en el primer beso. Charles Boyer brinda a su personaje una mundanidad tan atractiva como inquietante, una especie de seducción anacrónica y algo decadente, nacida de la herida que lleva en su interior, tan opresiva como fascinante.

Es en la tercera parte en la que Stahl despliega el esplendor de sus mejores melodramas, aquel que abraza la noción de Destino presente en Cain, aún con los cambios de su construcción. En el cortejo en la coqueta casona de Long Island, Helen no solo descubre que su enamorado es un artista millonario sino que está casado. Las fotos de Madeleine asoman en cajones, visten las paredes, anuncian su dominio en cada recoveco del lugar como lo hacía la esposa loca de Edward Rochester en Jane Eyre. Esa mujer monstruo imaginada por Charlotte Brönte, signo inequívoco de lo incorrecto de su pasión, reaparece en el rostro extraviado de Barbara O’Neil, cuya expresión sonriente nos hace poner la piel de gallina. La canción de Schubert es el único momento en el que Helen parece creer que puede pertenecer a ese mundo, pese a los signos que anuncian la tormenta y la sombra de la esposa de Chagal ciñendo sus pasos. Cuando se sientan a tomar una copa, Chagal brinda por Karb, el dueño del restaurant donde conoció a Helen. “Por el señor Karb –replica ella- que la conciencia lo inquiete hasta que nos otorgue lo que reclamamos”. Es claro que, incluso en ese momento íntimo, Helen no olvida el abismo social que los separa. “Me pregunto qué hago aquí- le dice a él mientras mira a su alrededor- Este es un salón precioso, acogedor, lleno de arte. Todo lo que una persona puede desear. Debe ser muy grato estar rodeado de cosas lindas, con espacio para respirar y tiempo libre. Música, un barco, brandy”, concluye mientras levanta la copa y un llamado los interrumpe para anunciarles el huracán que se avecina. Pero para Helen los signos ya estaban allí, nada de ese mundo le pertenece, ni la buena vida que trae aparejado.

Las cuestiones de clase nunca fueron el eje del melodrama de Hollywood. Y cuando lo eran, como en Stella Dallas de King Vidor, no estaban acompañados de la opción de conquistas sociales y justicia laboral. Stahl incorpora a un género que conoce como la palma de su mano la mirada desencantada de un narrador popular de esa sociedad que lo contiene. Cain, aún camuflado en los cambios de la trasposición, en la conversión de la madre asfixiante de la novela en la esposa enajenada de la película, en la transformación de la protagonista de una calculadora en una heroína de integridad irreprochable, asoma en esa consciencia de los límites sociales que acarrean la misma fuerza que un fenómeno de la naturaleza. Lo que sigue es la necesidad de Helen de escapar de su pasión, la entrada en la tormenta que arrecia sobre los suburbios de la ciudad, la misma que levanta árboles y los obliga a pasar una noche en la soledad de una iglesia inundada. Allí, en la penumbra de las velas que encuentran en un cajón y los acordes del órgano, mientras el agua penetra furiosa por las ventanas, Helen comprende la dimensión de su sacrificio. “Cuando llegue la mañana tendremos que separarnos, seamos felices mientras tanto. Resulta que me enamoré de vos, me di cuenta en la casa, por eso decidí huir. Sin embargo, parece que nos han reglado un tiempo más, antes de regresar a nuestros mundos, tan distintos. Eso forma parte de la realidad. Y por ahora yo quiero seguir soñando” (*).

Lo que queda después del sueño es el rescate del diluvio y la vuelta a la realidad, con sus contornos tan firmes como hierros encendidos. Así como Stahl filmó con un entusiasmo feroz la escena en la que se gesta la huelga, con Helen convertida en una oradora privilegiada a los ojos de la cámara -que son los mismos de Chagal-, filma con la misma decisión su discurso ante Madeleine, la confirmación de su condición proletaria ante la arrogancia de una señora de clase extraviada. Debajo de la locura y del discurso de la indefensión de Madeleine se alojan los privilegios de su posición, la decisión lúcida, aunque sea de a ratos, de conservar todo lo que tiene. Helen no solo esquiva las malas artes sino que esboza una clara consciencia de que su ascenso hacia el mundo que desea tiene límites más elevados que el capricho de una ricachona. Ella está orgullosa de lucir el vestido que compró con sus ahorros, aunque sea para esa noche de despedida. Es la promesa de una vida de sombras, de imitación, la que Helen rechaza cuando decide no acompañar a Chagal a París como su amante. La huelga ha triunfado, en parte por el impulso de Helen, por el compromiso de sus compañeras que sortearon sus reparos conformistas, en parte porque esa es la esencia del lugar que les ha tocado. Y pese a la excursión a Long Island, al paréntesis del sueño que trajo la tormenta, al final llega la despedida, el gasto de los ahorros y la lucha del día a día.

(*) La escena de la iglesia impulsó a Cain a llevar a juicio a los productores de la película en 1942. El autor afirmaba que estaba copiada de un pasaje de su novela Serenata y que nada semejante aparecía en el relato, todavía llamado A Modern Cinderella, vendido a la Universal. El tribunal finalmente falló a favor de Taylor, Stahl y los productores de la película alegando que nada tenía que ver la escena “casta e idílica” de When Tomorrow Comes con el inquietante y perverso relato de Cain (la escena en la iglesia de Serenata es el relato de una violación con claras connotaciones sacrílegas).

When Tomorrow Comes (Estados Unidos, 1939). Dirección: John M. Stahl. Guion: Dwight Taylor, Herbert Biberman, Aben Kandel, Charles Kaufman, John Francis Larkin (basado en A Modern Cinderella luego rebautizada The Root of His Evil). Fotografía: John J. Mescall. Montaje: Milton Carruth. Elenco: Irene Dunne, Charles Boyer, Barbara O’Neill, Onslow Stevens, Nydia Westman, Nella Walker. Duración: 90 minutos.

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