* El corto era más o menos así: una chica está en una habitación sucia y húmeda. Viene un tipo de lo más desagradable y se la coge. Se va. Le dan -le tiran- un plato de comida a la chica. Come, viene otro y se la coge también. Títulos.

Después empezó Alanis.

Ese fue el contexto en que vi la película de Anahí Berneri, en el marco de una serie de funciones especiales a partir del 8M. Las directoras estaban presentes para debatir sobre sus películas y la temática que abordaba. Del corto casi ni se habló, no porque fuera malo, sino porque ¿qué más se podía agregar? Si una persona es obligada a prostituirse contra su voluntad, ya sabemos -por default- quién es la víctima, quién el victimario. ¿Cómo no vas a sentir indignación? Más claro, echale agua. Alanis, en cambio, no es tan “fácil”. Alanis (2017) tiene preguntas para hacer: ¿Qué pasa si el personaje es -en el sentido de que uno “se vuelve” su oficio/trabajo-su propia prostitución? ¿Y si encima es madre? Alanis incomoda. Y por eso le saltaron a la yugular a Berneri en la charla. Gente que provenía de agrupaciones contra la trata, incluso algunas víctimas. No estaban ahí para consultarle sobre las condiciones de producción, o qué tan complejo fue armar tal o cual plano. En la sala, el clima se puso bastante tenso.

Berneri es provocadora pero no de forma indulgente o reaccionaria, sino que lo es porque sus preguntas intentan salirse de los discursos predeterminados y apuntan, antes que nada, a la propia experiencia subjetiva. La del cuerpo como el lugar de la experiencia. Por ejemplo: Berneri escapa de equiparar prostitución con esclavitud, no porque deje de considerarla como tal, más bien se plantea si no es esclavitud el trabajo en sí. Alanis (alias María, y no lo digo por la bíblica, aunque es probable que Berneri sí), encarnada en Sofía Gala, limpia un inodoro para una señora a cambio de dinero “bien habido”. ¿No se prostituye aún más? Alanis elige prostituir su cuerpo en un marco donde la elección misma no es siquiera un lujo, sino una ilusión. La prostitución es, para Alanis  – quizá sin saberlo- una declaración, un statement, sobre su (¿falta de?) autonomía. Si lo único que posee, además de su bebé, es su cuerpo (hasta acá llega la noción de propiedad privada), venderlo se convierte en un acto (un manotazo) de dignidad. Entonces, la trata y el trabajo “digno” son llevados a un plano de cuestionamiento muy interesante. Pero andá a plantear eso en un auditorio con personas que fueron realmente esclavizadas. Es muy difícil. Y son preguntas difíciles.

Berneri sabe, es obvio, que cortos como los del comienzo existen, y que ya hay películas que representan esa realidad, dura y específica. (La mosca en la ceniza, de Gabriela David, por nombrar una muy buena) Hacer más de lo mismo, sería – en su mirada- la posición cómoda. Si hubiera querido ser políticamente correcta no hubiera convocado a Sofía Gala. Me animo a decir que Anahí Berneri, ya sea por contestataria o por inconformismo, considera que las preguntas más interesantes surgen de la incomodidad.

*Al comienzo de Aire libre (2014), Celeste Cid está echada en el pasto junto a Leonardo Sbaraglia. Son un matrimonio, sabremos después. Pero ahora, echados en el pasto, son todo y nada, dicha y hermosura pura, están (estamos) en el Paraíso. Hasta que Celeste se da vuelta y parece interpelarnos, pero la mirada no es exactamente a la cámara y, por eso mismo, se vuelve levemente esquiva. Dice algo, planifica algo para la casa. Entendemos que ella es arquitecta y él ingeniero civil, que están construyendo el hogar familiar y  están en plena refacción de un caserón en ruinas, que entre las plantas delinea un escenario gótico bien romántico (de romanticismo, no de romance precisamente). En otras manos estaríamos ante un melodrama, pero Berneri juega con eso, Berneri inventó el anti-melodrama. Adán y Eva, que se llaman Manuel y Lucía, pero vamos a llamar Sbaraglia y Cid, ven lo que falta en la casa y chau… aparece la discrepancia como fruto prohibido, y así empieza la expulsión del Edén. Tienen un chico bastante inquieto que no saben manejar. Empiezan los roces, las peleas. Microviolencias y algunas macro también. La construcción los devuelve a la casa de sus padres y se sienten niños nuevamente. El niño que no pueden controlar es el Otro, es la pareja misma. Entre el pasito de Provócame y musiquita hecha con Game Boys, Berneri pinta un retrato generacional de nosotros, los más cínicos, los hijos de los primeros divorciados que no terminamos de entender eso de “volverse adultos”, ni de comprar del todo la familia de banco de imágenes -que incluye chomba, pantalones caqui, náuticos y, obvio, la 4×4- como motor y fin último de la felicidad (con apenas el inconformismo como alternativa), que no estamos del todo seguros si el esfuerzo tiene que ser de o para dos o para uno o para tres. Es tal la duda de nuestra generación -que descree de los valores y compromisos de la anterior e incluso de la siguiente- que aunque Cid y Sbaraglia se terminan separando (situación ingeniosamente omitida, pero previsible) en la coda  se sugiere un atisbo de esperanza: ambos invitados al civil de una pareja amiga, vuelven a encontrarse, como cuando encuentran al hijo olvidado en el terreno. Ella le arregla la camisa. Eso es esperanza, ¿no? ¿O es una manera de seguir controlando al otro, que ya no es uno, pero casi?

* Hay tres cosas que se repiten en su  filmografía. Empiezo por las dos primeras: siempre hay un cuerpo echado, y siempre hay una trampa. En esa trampa viven los personajes al comienzo y vuelven a caer en ella al final. La historia se suele dar cuando algo irrumpe en esa fantasía ontológica y el personaje entra en crisis. Por tu culpa (2010) muestra esta estructura con claridad: Erica Rivas vive desbordada. Su trampa es el mandato femenino que la chupa como esponja. Debe ser madre y profesional. Igual, no sé si importa tanto lo que debe ser, como el “deber ser” en sí.  Su pelo, su casa, su facha, todo parece indicar que no puede lidiar con eso y es tal el caos alrededor, que hasta nos cuesta entender qué relación tiene ella con el padre de sus hijos, que en principio está claramente ausente. ¿Vive afuera, trabaja mucho, están separados? El tema es que él parece también su papá. Es como Nora de Casa de muñecas, y encima está rodeada de juguetes y ropa tirada por todos lados. Su cuerpo echado lo vemos cuando juega con los chicos en la cama, el juego es violento, incómodo. No es la Sofía Gala neoclásica de Alanis que amamanta mientras mira el celu y habla con sus clientes (Alanis maneja mejor su trampa, porque se percibe libre en ella)  Los nenes de Érica son violentos porque esa casa es violenta, y Érica recibe tremendo golpe en la boca, y uno de los nenes se pega terrible porrazo en la cabeza.

Corren al hospital y el poco manejo de la situación de la madre despierta alertas de maltrato, donde la ayuda institucional se vuelve amenazante y el médico también parece un papá que la reta. Lo mismo en la comisaría. La situación es mínima pero intensa, tan institucional como doméstica, el desborde es generalizado. El intimismo está puesto al servicio del descontrol emocional de una mujer superada  por todo, que vuelve a casa y no discute, no se pelea (esta no es Nora de Casa de muñecas, o solo lo es en potencia): solo vuelve a la cama, con su marido que no hizo otra cosa que cagarla a pedos. Y a fin de cuentas ¿de quién es la culpa?

* La trampa de Encarnación (2007) es, primero, su propio cuerpo, o más bien su deterioro. El paso del tiempo es un desafío para Silvia Pérez, que es Erni Levier, porque actriz y personaje se confunden y se fusionan. El estrellato también es trampa, la Calle Corrientes, la plata, el espectáculo y las luces, que la ciegan (o encandilan); sobre todo, la admiración.  Su momento fue el de la picaresca y el destape. Llega tarde a un estreno, mientras vemos de fondo un retrato de Amelia Bence, que la acecha como aparición. Encarnación llegó tarde para ser una Dama de la escena porteña, su tiempo fue el de las vedettes de televisión, las de una revista ya decadente. Su época no fue de divas y, para colmo, ya no es una Diosa-hecha-carne. Al estreno va para figurar, para hacerse notar, demostrar(se) que aún es parte del “ambiente”.

Si el cliché es el del actor/actriz que va del pueblo a triunfar a la gran ciudad, Erni -tras sentirse humillada por una publicidad y al recibir la invitación al cumpleaños de quince de su sobrina-hace el camino inverso para encontrarse con  la que era antes de las luces, es decir, con la supuesta Encarnación real. Ana (Martina Juncadella), su sobrina, la idolatra, a diferencia de la madre, su hermana, que parece resentir su éxito o el sex appeal o el abandono o todo junto. La sobrina también es, de alguna manera, Encarnación. Es ella con sueños y anhelos de irse. Ana quiere entrar a esos concursos de canto y, mientras están echadas al sol, su tía, la estrella más brillante, le dice que eso es una picadora de carne, que usan a los chicos para hacer plata. Ana también es ella desafiando a su madre/hermana (aborrece el vestido de quince que le obliga a usar, prefiere un vestido de su tía). Erni compite -sin darse cuenta, porque la sensualidad es su única herramienta de contacto y poder- con Ana  por la atención de un flaco, también por la atención de su hermana, la de su pueblo. Pero también siente hostilidad y rechazo. Si esto hubiera sido un melodrama, en el cumpleaños explotaba todo. Pero Berneri hace que Encarnación se dé cuenta antes y vuelva a Buenos Aires, a la Av. Corrientes, donde cuelga el poster de su “película prestigiosa”. Termina su página web y, entre las luces de la ciudad, se acepta como Erni Levier, una construcción, quizá propia, quizá de los demás, quizá usada, quizá parte de una picadora de carne, pero orgullosa de quién fue y de quién se convirtió.

En ese momento, recibe un mail de Ana: es un video del cumpleaños de quince y está bajando las escaleras del salón. Toda la atención -las luces, los flashes- sobre ella, y lleva puesto el vestido que le dejó su tía.

* El otro tema que quedaba, y que siempre se repite, es el imaginario, que recurre a dos grandes esferas. La primera es la televisiva, de donde surgen la mayoría de sus protagonistas, y a las cuales subvierte desde las expectativas que generan (Una María Elena que no explota, una Celeste Cid -ícono fashionista- en joggineta, una Silvia Pérez que ya no le da para vedette, etc.), hasta el tratamiento “inmediato” casi en vivo, que puede parecerse al del documental, pero que recuerda más al noticiero y sus informes.  La segunda esfera es la iconografía religiosa, principalmente cristiana, a la que suele poner en tensión con los temas elegidos: la virgen lactante con la prostitución en Once; o Adán y Eva en un terrenito en las afueras de la ciudad.

En Un año sin amor (2005)  tenemos a Juan Minujín, cuyo cuerpo sufriente y gozoso es equiparado al de un Cristo barroco, digno de Rubens o de Rembrandt. La película empieza  con la pantalla de una computadora noventosa. Juan Minujín encarna a Pablo, es gay, HIV positivo y está haciendo un diario del primer año con esta enfermedad que en aquél entonces (1996, estamos ante una película “de época”) era sinónimo de muerte. Su ex pareja murió recientemente de SIDA y él flota en una especie de existencialismo laxo, mientras enseña francés y va al médico regularmente. Pablo intenta autodefinirse en un memento mori hecho carne, desde ese diario hasta en la descripción que hace para buscar chongo por la primitiva internet y los primeros chat rooms. Este no es un drama sobre el HIV, ni sobre la homosexualidad, siquiera uno entre un padre y un hijo que no logran conectar, es un viaje identitario que pone en evidencia el reconocimiento en o a través del otro como operación de la subjetividad.

Pablo está entumecido y el sadomasoquismo, que comienza a descubrir, parece devolverle, en el punto donde el deseo y el dolor se juntan, la sensación de estar vivo en pleno proceso de muerte. Como en una pintura de Vanitas, donde las calaveras se vuelven parte de la naturaleza muerta, Berneri repite la misma temática en una serie de televisión para Telefé: Morir de amor (2018).

Un año sin amor surgió cuando Anahí, a través de un programa de tele que producía sobre y para la comunidad LGTBQ, conoció a Pablo Pérez, autor de la novela en la que la que se basa y co-guionista de la película. Morir de amor surgió como un proyecto a pedido: los guionistas ganaron un concurso del INCAA y Telefé la convocó para dirigirlo. Con una premisa fúnebre (un tipo enloquecido por el suicidio de su mujer se convierte en un asesino serial de mujeres con enfermedades terminales) y varios choques internos (Sbaraglia se bajó del proyecto a último  momento, Griselda Siciliani, acostumbrada a los ritmos televisivos, se quejaba de los tiempos cinematográficos de Berneri a la hora de armar los planos, y Anahí tampoco terminaba de estar conforme con el libro ni el enfoque general de la serie), la obra final resulta curiosa,  con un halo poético, una especie de noir cuasi-feminista, muy difícil de ver por la crudeza de los temas mortuorios y su tratamiento. Telefé no sabía ni a qué horario mandarlo, y eso ya es un mérito en sí mismo.

La incomodidad le sienta bien a Anahí Berneri, que por estos días está en plena post-producción, como productora y co-guionista, de Implosión, película dirigida por su socio y habitual colaborador Javier Van de Couter. ¿De qué trata? Sobrevivientes de la masacre de Carmen de Patagones que van al encuentro del propio “Pantriste”, aquél que disparara y asesinara a sus compañeros de colegio. Según la sinopsis en IMDB, surgen preguntas sobre este encuentro: ¿Se quieren vengar, lo quieren increpar, quieren dejar el pasado atrás o quieren dejar de inventarlo?

¿Ves las preguntas que hace? ¿Ves los temas en los que se mete? Y, lo más increíble, es que sale como una campeona.

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