Destruir, dijo ella. Duras llega al cine a romperlo todo. Ya lo había hecho con la literatura, y su introducción al arte cinematográfico no es menos insurrecta.

El acercamiento de escritores al cine, sobre todo en lo que respecta al ámbito de la dirección, suele estar atravesado por la tentación culposa de preponderar formas netamente literarias -la metáfora, por ejemplo- en detrimento del lenguaje cinematográfico, exaltando la literatura como arte superior en relación con el arte de masas de la imaginería popular. En el caso de Duras, sus guiones y transposiciones de obras propias encarnan también ese traspaso de recursos, pero dispuestos a deconstruir ambos lenguajes para reflexionar sobre sus límites, en línea con el estructuralismo literario de los 60 y 70, donde la lengua se comienza a inspeccionar más allá de su contenido, en la organización de la narración. Y es eso, precisamente, lo que Duras transpone al cine: el estudio de las formas.

Una descomposición formal que embiste contra la estructura aristotélica, como parte del espíritu del Nouveau Roman, que denostaba las formas narrativas decimonónicas anquilosadas en las historias con personajes que atravesaban la trama fielmente ordenada en bloques de inicio, desarrollo y desenlace. Duras dinamita y rearma la historia, bajo las entelequias del olvido y la memoria, siempre en tonos de desazón y angustia.

En lo propiamente lingüístico dentro de sus películas, Duras encarna las características propias del alto modernismo de Joyce y Proust, donde los monólogos internos pasan a exteriorizarse en personajes que debaten sobre sentires de un mundo que encuentran desasosegante, habitando una constante tensión entre lo que se dice y lo que las palabras ocultan, eso que se expresa a un nivel subcutáneo. Ahí se encuentra el poder de las palabras para expresar la interioridad que, pese a ser caótica, se cuestiona sobre el amor, la familia, la memoria y el pasado.

En la escritura visual, Duras se vincula con el estructuralismo literario de posguerra. El texto en Duras es siempre poético, es un texto que se vuelve imagen. Y la imagen es contemplativa, pero en esa contemplación de espacios y naturaleza hay una profunda angustia y cuestionamiento del existir que se tiñe, salvo contadas ocasiones, de claroscuros plateados.

En Nathalie Granger (1972) el recurso de la aliteración se hace presente en la repetición de diálogos y situaciones, mientras que La femme du Gange (1974) es un poema visual donde el recurso la repetición sonora de “S. Thala” se transpone también a la repetición de imágenes que reaparecen una y otra vez, y donde todo se pone a disposición de narrar el recuerdo de una relación trunca del amor y sus vicisitudes. Caso similar se da en Indian Song (1975), donde se vuelve al relato sobre las relaciones amorosas, y en Détruire dit-elle (1969), donde las relaciones maritales se encuentran lavadas, incluso por la falta de memoria del rostro de un amante. En todos los casos se deja de lado el estamento monogámico, algo que sucede también en Baxter, Vera Baxter (1977): “Mis relaciones no duran… es difícil”.

En Duras, las palabras funcionan como medios para la búsqueda de la verdad, una verdad mística, imposible de acceder de forma directa. Los diálogos nacen de la cotidianeidad, no son diálogos dispuestos a la exaltación de problematizaciones filosófico-políticas panfletarias, de grito en garganta. Por el contrario, los cuestionamientos tienen el carácter de lo diario, de reflexiones internas. Cuestionamientos e incertidumbres en voces susurradas en medio de las sombras. Lo polémico se desenvuelve en dos temas centrales: el (des)amor y las estructuras literarias (que se vuelven, a su vez, cavilaciones sobre el propio lenguaje fílmico). Détruire dit-elle pone énfasis en los diálogos sobre el proceso creativo literario, que personifican la voz de la propia directora en términos de búsqueda estética.

Los diálogos cobran dimensión en interminables en planos fijos, cercanos a los de Resnais, donde prácticamente se roza con el fotomontaje. Planos estáticos, fotos fijas e imágenes granuladas, donde el dispositivo siempre se muestra como tal, sin intención de transparencia (las recurrentes miradas a cámara así lo declaran). Es únicamente al mostrar la naturaleza que la cámara despierta de su quietud y se muestra realmente viva, en contraposición a la monotonía de la vida cotidiana, que exhibe la cadencia en todos los planos: en voces, movimientos y espíritu. Gestos sutiles que resaltan la intensidad de los diálogos. Ambos con desasosiego e incomprensión del mundo circundante. La abstracción de las acciones pone de relieve el espesor de espacios y ambientes.

Dentro de esa anomia y aburrimiento se revela la afirmación del sujeto, pero un sujeto de la angustia, un sujeto arrojado al mundo, un ser que se define en relación con el mundo y, por tanto, personajes que no se definen porque no terminan de definir su relación con el universo circundante. A pesar de poner el foco generalmente en personajes femeninos que devanean por los ambientes apáticos, Duras no politiza sobre el rol de la mujer ni sobre la clase burguesa ociosa, sino sobre la existencia misma, donde la construcción cala tan hondo que toca el sentir y, dentro de él, las relaciones sociales. Se trata en todos los casos de personajes desconocidos, que no llegan a fijar sus identidades entre ellos ni con el espectador.No hay personajes que anclen la mirada. No hay, por lo tanto, principio rector desde el cual organizar el mundo, ni verdad absoluta. Nathalie Granger comienza con la imposibilidad de acceder a la verdad, cuando se cuenta que la niña del título decía mentiras, y más tarde se pone en tela de juicio lo que un vendedor -Gerard Depardieu- cuenta sobre sí mismo, estableciendo la ambigüedad como agente regulador.

Hay en Duras una afirmación del yo, pero de un yo plural, impersonal, que no se ancla en una mirada rectora, en un cuerpo protagónico que organice la perspectiva del mundo. Es una mirada coral, donde cada personaje vale en términos de verdad lo mismo que el otro y donde, por ello, no hay una verdad única y definitiva que rija el universo cognitivo. Un personaje es todos los personajes porque los juegos identificativos son un motor existencial de la narración. No solo desde los diálogos, sino también mediante el uso de los juegos visuales, como la escena de las dos mujeres en el espejo en Détruire dit-elle, manifestando en todos los casos la imposibilidad de definir el mundo y de definir los personajes como sujetos. Una indeterminación tan pasmosa como atemporal.

La incomprensión para captar una realidad que supera al individuo es reflejo de la inquietud de posguerra, donde el horror había puesto en jaque toda posibilidad de mundo ordenado y civilizado. Algo que Duras ya había plasmado como guionista de Hiroshima mon amour (Resnais, 1959) antes de lanzarse a la dirección, donde mientras un personaje indica haber visto cosas en Hiroshima, otro niega constantemente que haya hecho tal cosa:
-Tú no has visto nada de Hiroshima. Nada.
– Lo he visto todo. Todo. Por ejemplo, el hospital lo he visto. De eso estoy segura. Hay un hospital en Hiroshima. ¿Cómo iba a poder dejar de verlo?
-No has visto ningún hospital en Hiroshima. No has visto nada de Hiroshima.”

El diálogo, en sí mismo, encarna la preocupación por los problemas de representación del mundo en general, y particularmente del horror de éste (preocupación que atormentaba ya en esa época a Resnais y demás intelectuales y continúa siendo charla deontológica hasta el día de hoy).

Es por eso que la imagen deja de ser canal lógico de comprensión para pasar a ser acontecimiento. Una sucesión de imágenes que no dependen de un hiato lógico-narrativo. Las imágenes no muestran acciones, no presentan ni describen. Solo contemplan, en un papel plenamente sensorial. La contemplación de los cuerpos en Baxter, Vera Baxter y la contemplación de la naturaleza en Nathalie Granger son solo unos ejemplos.

Al no depender de una lógica racional, causal, los elementos de coordinación del dispositivo también se anulan, de forma que se presentan saltos de raccord adrede (en Nathalie Granger un personaje que en una escena camina de derecha a izquierda, aparece la escena que le sigue caminando de izquierda a derecha), en búsqueda de discontinuidad espacio-temporal, así como también una escisión definitiva entre la imagen y el sonido, algo que se sucede en todas las películas pero que cobra mayor protagonismo en La femme du Gange (1974), donde desde el comienzo la directora en propia voz en off indica que el espectador se encontrará con dos películas: una, la del plano visual; la otra, la del plano vocal, no acompañado por imágenes, que se manifiesta en una suerte de poema. Ambos planos se mantienen independientes el uno del otro. La relación que tengan quedará a cargo del espectador (podrían acaso las imágenes ser representaciones futuras de lo dicho en palabras). En Baxter, Vera Baxter la disociación entre sonido e imagen se da en tanto la música se presenta animada, un ritmo caribeño andante mientras los diálogos y las imágenes no pierden en ningún momento la sobriedad. Sin embargo, existe siempre una preponderancia de lo dicho por sobre lo mostrado. En Détruire dit-elle las voces en off se cruzan por sobre lo dicho en plano. Hay diferentes canales de sonido. Existe entonces una disociación de imágenes y palabras, donde se rompe la cadena de sentido narrativa, donde la palabra aparece como explicación de las imágenes, y donde las imágenes no se supeditan a demostrar lo dicho verbalmente. Es así como ambos planos, en su independencia, se liberan para ser plenos.

Lo político está en desgarrar el statu quo de las formas hegemónicas narrativas. Destrucción que no propone reconstrucción. Escatología incompleta de seres arrojados al mundo sin posibilidad de salvación.

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