¿Quién es esta chica? En el principio fue Laverne, la chica de Milwaukee que trabajaba en una fábrica de cerveza y llevaba la inicial de su nombre bordada con letra cursiva en la solapa. La serie, protagonizada por Carole Penny Marshall y Cindy Williams, contaba con el descriptivo título de Laverne y Shirley (1976-1983) y era prima hermana -dado que compartían personajes y escenarios- de Los días felices (1974-1984), más recordada hoy por la presencia de caracteres icónicos de los años cincuenta como el presumido aunque menos hilarante Fonzi.

Encontrar en la directora de películas entrañables como Quisiera ser grande (Big, 1988), Un equipo muy especial (A League of Their Own, 1992) o Los chicos de mi vida (Riding in Cars with Boys, 2001) a la querida y bien recordada Laverne, puede resultar un feliz descubrimiento para quienes no reparamos -en esos lejanos días de la infancia en los que acompañó nuestras tardes de televisión en blanco y negro- en el nombre propio de aquella actriz cuya gestualidad disparatada transgredía el marco de la pantalla anticipándose siempre a la efectividad del gag.

La referencia nostálgica es apropiada porque Penny Marshall hizo de la nostalgia la materia prima de muchas de sus películas, especialmente de aquellas que tematizan la condición femenina, como Un equipo muy especial o Los chicos de mi vida. La adolescente interpretada por Drew Barrymore, condicionada por una maternidad repentina que echa por tierra sus aspiraciones universitarias; la jugadora de baseball encarnada por Geena Davis, escindida entre la gloria deportiva y las obligaciones familiares, observan desde un presente ficcional los años transcurridos de su juventud, y reflexionan sobre lo que fue y lo que tal vez podría haber sido si las circunstancias no hubieran malogrado sus planes.

Las heroínas de Penny Marshall son, en este sentido, las protagonistas de una épica triste: extrañan un pasado desafiante, lleno de sueños y rebeldía, pero contemplan, sin ocultamientos, sus deseos eclipsados y sus proyectos truncos. Siempre está en juego -y eso es lo que se pone de algún modo en discusión- la libertad de elección de estas jóvenes de los suburbios, de hogares obreros o campesinos, que se atreven a desafiar los mandatos de su entorno y a acariciar esa gloria que tarde o temprano deberán resignar por el rol que le fue asignado al género; una idea que podría ceder con facilidad a la tentación del trazo grueso si no fuera porque sus historias se desarrollan en el universo ambiguo y sutil de la comedia. La secuencia en que Drew Barrymore se arroja repetidas veces por la escalera para perder el embarazo mientras sus padres miran TV ajenos a la situación o las travesuras recurrentes, rayanas en la maldad, del hijo de una de las chicas de la primera liga femenina de baseball, no solo son desopilantes sino que hacen explotar, con una comicidad puramente visual, los estereotipos de una maternidad idealizada.  

A diferencia de otros de sus films –Sálvese quien pueda (Jumpin’ Jack Flash, 1986), con Whoopi Goldberg devenida agente secreto intentando rescatar a un espía británico capturado por la KGB, o Un nuevo hombre (Renaissance Man, 1994), con Danny DeVito como publicista desocupado y profesor de literatura de un pelotón del ejército, o Como caído del cielo (The Preacher´s Wife, 1996), con Whitney Houston y Denzel Washington, protagonizando la remake del legendario film de 1947 interpretado por Cary Grant, o Despertares (Awakenings, 1990), su único drama y, no causalmente, su única nominación a los premios Oscar- que tienen todos la impronta del cuento o de la fábula, sus comedias nostálgico feministas se ocupan -con una vocación casi novelística por la narración de largo aliento- de la (casi) totalidad de las vidas de sus personajes, marcadas por encrucijadas existenciales que las transforman de manera radical. Un sabor agridulce, nunca amargo; una atmósfera melancólica, nunca trágica, envuelve a estas películas en las que la tristeza por lo perdido se entrelaza con el alivio por lo recuperado en la evocación; en las que la añoranza, posibilitada por la narración cinematográfica, funciona como un bálsamo para sus protagonistas. Los films de Penny Marshall están plagados de fotos viejas, de baúles en un desván y de reencuentros, de antiguos parques de diversiones que en su anacronismo y sencillez esconden magias inesperadas.

Tal vez fue su nombre (Carole por Carole Lombard, la protagonista de la primera comedia romántica clásica de Hollywood) o quizás su aspecto físico, socavado por los comentarios nada alentadores de su madre que constan en sus memorias (My Mother Was Nuts, 2012), los que prefiguraron un destino y la empujaron al barro de la comedia. Los comerciales de productos de belleza registran sus primeras apariciones televisivas, luego de que se ganara la vida como bailarina de tap, antes de ser Myrna Turner, la secretaria de Extraña Pareja (The Odd Couple, 1970), antes, mucho antes, de sus apariciones en Los días felices (en el episodio ‘A date with Fonzie’, de 1975) y del éxito de Laverne y Shirley que la proyectaría hacia un futuro más pródigo. Un video de Youtube nos la muestra en una publicidad de Head & Shoulders como la chica no tan agraciada que oficia de contrapunto cómico a la belleza canónica de Farrah Fawcett. Allí está Penny Marshall, y también está presente, de algún modo, en el personaje de Lori Petty, en el de Megan Cavanagh o el de Rosie O’Donnell, quienes aunque no concuerdan con el perfil glamoroso que exige el show, se empeñan en integrar la primera liga profesional de baseball para derrumbar los estereotipos haciendo lucir sus verdaderos dones. Como las chicas de la liga, Penny Marshall hizo de su imagen la esencia de su comicidad, y se amoldó a ella para explotarla, discutirla y trascenderla. Los versos de la canción de apertura de Laverne y Shirley («Dennos una oportunidad, la tomaremos. Léannos cualquier regla, la romperemos») ilustran esta idea.

Integrante de la gran familia de la comedia, productora, directora, actriz y más tarde voz de la cómicamente terrorífica niñera ladrona de Los Simpsons, Penny Marshall, hermana de Garry Marshall y ex esposa de Rob Reiner, fue además, por talento propio y decisión propia, por osadía, desfachatez y sofisticación, heredera legítima de la magistral tradición de la comedia americana clásica, con sus personajes secundarios complejos y atractivos, con situaciones laterales emotivas e intensas, con interrogantes simples que despiertan respuestas ambivalentes y profundas. Gracias a su porte desgarbado, sus ojos juntos, su mirada risueña, una boca de pato y un peinado más acorde a la época recreada que a ese rostro singular, traspasó, de la mano de Laverne De Fazio, los límites de la comedia televisiva de los años setenta y ochenta para construir su propio mundo en el territorio de la nostalgia. Atrás quedaron finalmente los años de su infancia en el Bronx en los que soñó ser, y fue, comediante y directora -al igual que sus chicas díscolas soñaron ser agentes secretas, escritoras o bateadoras de baseball- y batió récords de taquilla en una industria hecha a la medida de los hombres. Esta chica, que logró instalarse en la primera plana de la comedia cinematográfica de todos los tiempos, fue, es, y será por siempre, Penny Marshall.

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