boogie-nights-posterPelícula que desde el título parece presentar transgresión, encierra en realidad un mensaje conservador, honrando una institución del orden burgués aunque de forma alterada: la familia. El recorrido hacia el ascenso, la caída y posterior estabilización del protagonista Eddie Addams, luego devenido en Dirk Diggler (Mark Wahlberg), como astro del cine porno es el justificativo para mostrar la huida del joven: de una familia funcional en términos socialmente establecidos pero disfuncional en lo que se refiere a los afectos, a una familia inversa en ambos términos.

La música disco introduce una cámara que flota libremente en paneos armoniosos, para ubicar al espectador en 1977, fecha de la iniciación. La madre biológica de Eddie es un crisol de maltratos histéricamente violentos,  mientras que el padre se mantiene estático en la impotencia, obligando al adolescente a buscar su lugar en el mundo, que encontrará refugiándose en el ambiente de la industria pornográfica, donde los tratos son amables, de camaradería, donde hallará contención, donde encontrará a una nueva madre en su compañera de elenco Amber (Julianne Moore), y a un nuevo padre en el director de las películas que protagoniza, Jack Horner (Burt Reynolds). Así, el montaje pondrá de manifiesto las dicotomías que están en juego: de la escena de una fiesta se cortará a la escena en que la actriz intenta comunicarse, sin éxito, con su hijo, porque a esa altura la familia, entendida en el orden tradicional, ya no será posible.

Las postrimerías de los ’70 sirven toda una suerte de cortejos para los protagonistas, en un cosmos cerrado y armonioso en el que el éxito en las producciones proporciona réditos económicos y alegría generalizada, porque todos buscan “ser alguien” (de ahí la importancia que dan los personajes a sus nombres, como marcos de una identidad nueva, un Otro idealizado), y esa es una valoración que en principio se adquiere junto con los bienes materiales.  El período siguiente depara, desde su inicio, el fin del orden.

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“HELLo 80’s”, dicta en rojo un cartel en la fiesta de año nuevo. Uno de los colaboradores de producción, Bill (William H. Macy), se choca con el cartel llamando la atención sobre el mismo. Es ese mismo personaje el que comienza desatando el infierno (“Hell”) propinando dos asesinatos y un suicidio a segundos del festejo de año nuevo. En la primera parte de la película llamaba la atención la fraternidad, en la segunda parte es la violencia la que domina -dentro y fuera de las películas que se producen- estimulada además por las drogas, que aparecen de una forma tan dañina que contrasta con la imagen que habían adquirido al principio: como incentivo lúdico (incluso hay pases de comedia en torno a una sobredosis).

El cambio en la forma de producción hace que el negocio se vaya a pique, que la industria del cine pornográfico decaiga en detrimento del video, con costos reducidos y nuevos temas de encarar el género. En este lapso temporal la cámara se aquieta, no de manera total, pero ya no funciona con la libertad y la soltura con que solía vagar por el aire en la década anterior. Permanece agazapada al igual que lo hacen los personajes, expulsados de la industria, obligados a buscar nuevas formas de ganarse la vida. No obstante, cuando salen del universo que los acoge e intentan enfrentar la sociedad, ésta los rechaza de forma furiosa. El único contexto en que aseguran su bienestar es en la fraternidad que funciona en la casa del director, y la calma sólo será restituida cuando los participantes lo entiendan de esa manera.

Acá puede leerse un texto de Santiago Martínez Cartier y Andrés Fevrier sobre los inicios de Paul Thomas Anderson.

Juegos de placer (Boogie nights, EE.UU, 1997), de Paul Thomas Anderson c/Mark Wahlberg, Julianne Moore, Burt Raynolds, John C. Reilly y Philip Seymour Hoffman, 155‘.

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