Con La portuguesa pasa lo que pasa siempre que Rita Azevedo Gomes hace una película. Pasa lo que pasa siempre con las grandes películas, con las obras maestras, que no son tales por su perfección formal ni por lo inobjetable de los mundos que presentan, sino por las contradicciones que conviven dentro de los mismos; por los sentidos que habilitan, por los interrogantes que plantean y por el espacio libre que dejan para que se las siga completando o extendiendo en el tiempo. Uno termina de verlas y se pregunta qué es eso, qué acaba de pasar, de qué se trata y a dónde vamos ahora que la invitación a perderse se ha hecho carne, que se ha vuelto una certeza inevitable. En el caso de La portuguesa, la historia es lo de menos: siglo XVI en el norte de Italia. Un caballero de nombre Von Ketten (Marcello Ugeghe) necesita conseguir una esposa y al mismo tiempo no puede hacer otra cosa que partir una y otra vez hacia la guerra. Cuando en un viaje a Portugal encuentra a la mujer indicada, regresa con ella a su castillo en Italia e inmediatamente se marcha a la batalla. La portuguesa del título (Clara Riedenstein), una pelirroja de la que nunca se nos dice su nombre, de la que se da a entender que es una bruja, una hereje, que ve rojo, fuego y furia en todos lados, aunque su accionar no acompañe nunca esa subjetividad, se queda allí para hacer de ese espacio solitario una suerte de hogar. La película también va a quedarse mayormente con ella. Pero lo que importa es otra cosa. Lo que importa pasa por preguntarse qué hay ahí, en esos auto-exilios cómodos, en esas estancias y partidas amables.

La devoción por lo teatral y lo pictórico es ostensible y está presente desde el principio en la película de Azevedo Gomes, pero detrás de esa preferencia estética está el tiempo. El uso y la percepción del tiempo. La determinación de éste sobre los personajes. Hay una escena donde alguien hace referencia a la profundidad de las sierras y las describe como “semanas sin fin”. En otra escena, Von Ketten le explica su necesidad de partir a su flamante esposa. Le aclara que con ella lleva un año y con la guerra, cien. Por lo tanto, le tiene más cariño a la guerra. Más adelante, como si la observación fuera una característica propia del lugar, una mujer dice que allí, en ese territorio, los segundos se convierten en minutos y los minutos en horas y las horas en días y los días en semanas y las semanas en meses y los meses en años… Una descripción lógica, una reflexión superflua que, aun en su obviedad explicativa, sustenta la mirada y el ritmo de la película.

El tiempo en La portuguesa no es una función pasajera ni una posibilidad; tampoco es esperanza. Es una condena. Un destino invariable. Un tono que se acepta.

Cuando la película abre con esa Ingrid Caven fassbinderiana y decadente recostada sobre la piedra de lo que probablemente haya sido alguna vez un palacio resplandeciente y cantando a medias, con voz gastada, el camino que se presenta, aunque nunca se completa ni se transita del todo, ni siquiera cuando la propia Caven cierra la historia con un canto final, melancólico y desgarrado, no es el del melodrama -que también es un camino posible-, sino el del musical. Un musical enrarecido sobre el tiempo, pero sin baile, sin coreografías. Un musical sobre la quietud. Porque La portuguesa bien puede ser una película que roza la fábula y la fantasía, pero también es una película de poses. Hay frases que suenan sabias, importantes (“los cobardes sorprenden, los fuertes luchan”, dice Von Ketten al comienzo), pero en realidad todo se trata de posturas. La naturaleza y los espacios interiores solo están ahí para que las luces y las sombras se filtren, para que atraviesen el plano de un lado a otro sin volverse nunca una amenaza. La convivencia es armoniosa porque a Azevedo Gomes no le hace falta gritar sus preferencias ni hacer chocar nada para evidenciar su estilo. Le basta con la elipsis, con el corte directo. Como no hay represiones que intensificar, ni estados de ánimo que simbolizar, los planos y los colores también mantienen una convivencia pacífica. A una escena rural, clara y abierta, matinal, puede seguirle otra nocturna, bien oscura y cerrada; un plano lleno de niebla puede estar seguido por otro donde el fuego alumbra parcialmente el espacio; las paredes azules y rojas, que simplemente están ahí como decorados, como gustos, pueden anteceder, y luego continuar, la cara en primer plano de la protagonista pelirroja.

En La portuguesa tampoco hay pasiones desmedidas. Los personajes no sufren ni mueren por amor, no se les va la vida en esas distracciones afectivas. En realidad, no se les va la vida porque el tiempo es el que parece no irse nunca, o porque se estira tanto que el transcurrir se vuelve inaprensible. La etiqueta que mejor le queda a La portuguesa tal vez sea aquella de la teatralidad sin excesos, sin inflexiones verbales, sin gestos desaforados. La película de Azevedo Gomes es una tragedia sin aberraciones, que triunfa por el exceso de conciencia en la construcción de ese artificio: se sabe bellamente filmada, pero nunca llora ni se hunde en lamentos, nunca se permite el fatalismo melodramático. Hay música y hay teatralidad, pero al desarrollo del relato nunca terminan por caberle del todo ni las formas prestigiosas de la antigüedad clásica, ni la impureza moderna de la representación cinematográfica.

La aparente abulia en la que se desarrolla el relato, ese aparente transcurrir sin dramatismo, es en realidad un anzuelo, una máscara más, que sólo cubre parcialmente el rostro de la película. El final citado más arriba, con el canto de Ingrid Caven sobre la piedra gris y ruinosa de las escalinatas, y la vegetación como fondo de esa performance, es una declaración de pertenencia que hace Azevedo Gomes. Un ejemplo de tono y elección. En su película, el artificio está siempre adelante, siempre en primer plano; el espacio de donde surge la fantasía, en cambio, lo que equivale a decir naturaleza, o sea realismo, o sea Renoir (padre e hijo), o sea poesía fundante, está siempre atrás, bien en el fondo. En esos marcos de ventanas y puertas que aparecen siempre abiertas, encuadrando el verde del paisaje, es decir, recortando y controlando el pedacito de realidad que se filtra, la directora señala y reconoce su referencia mayor, tanto pictórica como cinematográfica, pero a la vez toma distancia. Su película es Un día de campo a la inversa: lo que gana la puesta en escena no es la impresión que el escenario natural provoca en los personajes, sino lo ostensible de la impostura en la conducta de los mismos. Lo dice la protagonista cuando recuerda su desarraigo, en una de esas escenas teatrales con marcos de ventanas y puertas que dejan ver las hojas de los árboles agitándose por el viento: “Portugal, tanto cielo y tanto mar, y le falta un azul como éste”. Se deja en claro antes, cuando otra mujer desarraigada pregunta -en francés- a la pelirroja cómo hace para soportar esa tierra y ella le responde -en portugués- “¿Cómo hace esta tierra para soportarme a mí?”; o después, cuando la portuguesa dibuja, sin entusiasmo o fascinación alguna, animales en hojas de papel que terminan arrojándose al piso; o cuando el único acto de violencia que hay en la película, o que al menos se anuncia, se da justamente contra un animal, pero en fuera de campo. Como si en esa privación del hecho fatal -vemos lo que mata, no lo que muere- se estuviera celebrando la fantasía y reivindicando a la vez los recursos narrativos del cine, más allá de cualquier parlamento o discurso.

No hay revelación ni inmanencia en las imágenes de La portuguesa. Y, en este caso, esa condición ausente es un logro notable. Porque el nombre de Renoir tal vez esté presente en cada uno de sus planos, pero la referencia siempre será lejana. Siempre será una casa noble de la que se parte, nunca un refugio al que se vuelve para ponerse a salvo. En todo caso, se trata de una película que, al no sentirse interpelada por el paisaje ni obligada a comportarse como su tono lo indica y al no tener la necesidad de ampararse en nombres célebres bajo la forma del homenaje disimulado, respira libertad. Un día de campo alla lusitana, orgullosa de su traslación consciente y deforme hacia el pasado. Eso podríamos respondernos cuando nos preguntemos qué es La portuguesa, aunque no se trate más que de una respuesta provisoria: una comedia deformada por un barroquismo a medias, con espacios y planos generales tan grandes -y prolongados, y extraordinarios- que, aun cuando se los llene de objetos y personas, siempre quedará un resto para que el viento, la luz o la niebla se cuelen. Una película que es mucho más de lo que parece y que, paradójicamente, nunca termina de parecer. Una película incompleta, entonces, en la que cabe todo el cine.

Calificación: 9/10

La portuguesa (A Portuguesa, Portugal, 2018). Dirección: Rita Azevedo Gomes. Guion: Rita Azevedo Gomes, Robert Musil. Fotografía: Acácio de Almeida. Montaje: Rita Azevedo Gomes, Patricia Saramago. Elenco: Clara Riedenstein, Marcello Urgeghe, Ingrid Caven, Rita Durao, Pierre Leon, Jao Vincente. Duración: 136 minutos. Disponible en Mubi.

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