lincoln-203x300Hay un Spielberg espectacular que se dedica a narrar cuentos maravillosos llenos de aventura, crueldad, sensaciones y sadismo. Ese Spielberg, junto a George Lucas, le dio forma a Hollywood desde fines de los 80. Su poder y su valía son innegables. A ese Spielberg lo amo y lo odio simultáneamente, con una inclinación mayor hacia este último afecto. Lo descubrí en el 82 con ET, a la par que descubría las ganas de besar a una nena por primera vez. Las idas y vueltas del vínculo con mi viejo encarnaron en las peripecias vividas por Harrison Ford y Sean Connery para Indiana Jones y la última cruzada, prodigio de dinámica física, psicológica y dramática. Inteligencia artificial me hundió en el abismo del complejo de Edipo con una saña y delectación irrefutables. En todos ellos, el tipo jugó sus cartas de fabulador sin artimaña ni escrúpulo alguno. El de Caballo de guerra, sin embargo, me parece un perverso de la peor calaña, ese que no admite siquiera ante sí mismo los subtextos más oscuros promovidos por su discurso de exagerada inocencia. Pero incluso este último Spielberg me despierta unas reacciones viscerales que enaltecen la relación entre película y espectador.

Con el Spielberg parido por la mala conciencia y partero de sus hijos más patológicos, ese obsceno a medias de buena parte de Rescatando al soldado Ryan y La lista de Schlinder, pensaba encontrarme en Lincoln. Más precisamente, con uno al que pudiera detestar. Pero no fue así. Desde que la miré pienso en Amistad y sus largos parlamentos, a la que apenas recuerdo. Allí también estaban más o menos la misma época; el tema de la esclavitud; la fe en el funcionamiento de las instituciones, consolidada por la estrategia de mostrar debilidades menores que finalmente se superan; la sensación de estar leyendo, si no un libro de lecturas colegial, algún título impreso en tapas duras amarillas de la colección Robin Hood, más probablemente La cabaña del Tío Tom que uno de Mark Twain. Algo pueril, correcto, agradable, bienintencionado y, en definitiva, condescendiente, habita en la base de esta ficción histórica que es más literalmente oscura de lo que hubiera supuesto, presenta a Lincoln como un líder pragmático que se vale de los métodos de coerción y/o seducción comunes a cualquier democracia para conseguir que sancionen las leyes que impulsa, y se demora en largas conversaciones, parlamentos, discusiones, monólogos y digresiones. Si a eso le sumamos una escena onírica breve que recupera el encanto de las cintas mudas que sobrevivieron al paso del tiempo, una buena escena cómica jugada en primer plano por Sally Field y Tommy Lee Jones con todo el protocolo pseudo aristocrático atascado fuera de campo, y Daniel Day-Lewis, que se banca la película sin despeinarse y resuelve su actuación de taquito porque hay pocos personajes más fáciles de configurar con sólo un par de accesorios, debo decir que la pasé relativamente bien, o al menos que no la pasé mal.

LR-lincoln2La aprobación de la decimotercera enmienda es su caballito de guerra y, si bien la lógica económica detrás de la movida política puede ser deducida en alguna que otra escena, se impone la libertad como motivación fundamental, pero no estamos ante una épica bélica que resuelve dicha abstracción en el espacio convencional de los campos de batalla, sino ante una épica parlamentaria, que no deja de ser una burocrática en comparación con las fórmulas del cine espectáculo, razón por la cual todo es tan moroso y opaco que disminuye cualquier entusiasmo adolescente, y neutraliza si no refuta su adscripción épica, si entendemos el género como uno en el que los dilemas se resuelven con la eliminación o el sometimiento del otro antes que a través de transacciones, con todo lo que estas tienen de prácticas, racionales y provisorias. Tampoco es una ficción parlamentaria al modo de las de Frank Capra, con sus héroes ingenuos declamando arengas idealistas y exigiéndole al espectador un acto de fe melodramática para creer en ellos. Lincoln es una película oficial eficaz, por lo menos lo suficientemente eficaz como para que muchos críticos argentinos la celebren como una de las mejores películas del año, actitud que sólo puede deberse a la alienación psicológico política de buena parte de la ciudadanía argentina, tratándose de una película de propaganda. Es eficaz porque celebra con calculada moderación al máximo prócer estadounidense y porque forma parte de un grupo de películas unidas por el apoyo más o menos claro a la segunda presidencia de Obama. También es mucho más oficial que El joven Lincoln, de John Ford, al que Spielberg vuelve una y otra vez como la mosca al toro sin conseguir que este siquiera se distraiga de su bien merecido descanso eterno, entre otras cosas porque el viejo decidió filmar a Lincoln antes de que fuera mítico e incluso antes de que fuera Lincoln. Por menos lustre que le haya pasado al bronce de su película, desde ahora Spielberg será el Poeta Laureado, cineasta institucional de la democracia «americana».

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