Empecemos por una obviedad, que quizás hoy no sea tan obvia, porque nunca faltan los que dicen que es lo mismo ver una película en el cine que en el televisor de casa. Bueno, no. No es lo mismo. Nada es lo mismo (algunos dijeron “son lo mismo” y después tuvimos que aguantar a Macri cuatro años. Un horror, que por suerte ya termina. Salud). Hay que seguir yendo al cine. Por el motivo que sea, placer, diversión, estudio, necesidad -de dormir, de refugiarse-, hay que seguir yendo. Dejemos de lado, si se quiere, el acto romántico o el gesto de resistencia que supone moverse hasta una sala de cine hoy, cuando Netflix y demás plataformas de streaming te invitan quedarte en casa, te dicen que no hace falta salir. Pero lo cierto es que a las películas, siempre que se pueda, hay que verlas en pantalla grande. Si se trata de un estreno, el goce de la novedad nos puede durar mucho tiempo, nos puede dejar pensando varios días, incluso nos puede llevar al punto de no querer ver de nuevo la película si no es a través de una pantalla grande en una sala. Cuestión de sedimentación, supongo, similar a la que ocurre con la lectura cuando tenemos un libro en nuestras manos y podemos manipularlo como más nos guste: entiéndase marcarlo, subrayarlo, volver una y otra vez sobre sus páginas, saltearlo y/o abandonarlo a la página 30. Actos, todos estos, que los textos digitales impiden. Si se trata de una retrospectiva, el gancho puede pasar por la oportunidad de ver esas películas a las que nunca pudimos acceder o que solo vimos en vhs o dvd. Y si se trata, como es el caso, de una reposición de películas clásicas que ya vimos una o más veces, el estímulo para volver a ellas puede surgir de la posibilidad de encontrar un gesto que antes no vimos, un detalle involuntario que nos sorprenda o un recurso formal que no haga más que permitirnos reconfirmar su grandeza.

Con el reciente ciclo de cine de gánsters en la sala Lugones pasó algo de esto. Pero antes vayamos a otra obviedad, que tal vez no sea tan obvia, tampoco, pero como tiene que ver con un carácter meramente informativo, basta con googlear para ponerse más o menos al tanto: aunque el antecedente inmediato sean las películas mudas de Josef von Sternberg, inclinadas mayormente hacia el melodrama, el cine de gánsters nace con el sonoro y se consolida en 1930. Su período fundacional abarca los años 1930 a 1932, antes de la instauración del Código Hays. Es decir, un período libre y violento como pocos que ya no va a repetirse en el segundo ciclo del género (1933-1941). Sus temas también son claros: ascenso y caída de la figura protagónica, que todavía no es una estrella, ambición y ansias de poder, persecuciones y tiros a lo pavote y una falta absoluta de discursos aleccionadores. O sea, una belleza todo. La Warner, por su parte, será el estudio que abarque mayormente la producción de este tipo de películas.

Tenemos, entonces, un cine ostensiblemente masculino controlado por un gran estudio. Pero  lo que llama la atención de Little Caesar (Mervyn LeRoy, 1931), a pesar de ser la película que sienta las bases de la iconografía clásica del gánster, tiene que ver con dos escenas que operan en el sentido contrario a estas cualidades: en la primera de ellas, Edward G Robinson -el pequeño César del título- se prueba, subido a una mesa, un traje de gala frente al espejo. Su personaje está en pleno ascenso y es el momento de codearse con los grandes, de dejar de temerle a los “peces gordos”. LeRoy, sin embargo, construye la escena tomando el reflejo de Robinson en el espejo y colocando en la parte inferior del cuadro a Otero (George E. Stone), su compañero de atracos, su hombre de mayor confianza, que le dice que se ve fantástico así, que está muy elegante, mientras lo mira fascinado, sonriendo como un enamorado ante su objeto de deseo. Robinson, inicialmente incómodo con su nueva vestimenta, termina por convencerse de la pinta que tiene y le devuelve una mirada altiva y cómplice a Otero. La escena concluye con un fundido encadenado que simboliza, mediante el fuego que aparece debajo en el siguiente plano, la tensión sexual entre dos hombres. Una fundición, entonces. Un ardor. Algo similar a lo que va a hacer Buñuel veinticuatro años después con su Archibaldo de la Cruz en Ensayo de un crimen, cuando éste descubra a Lavinia en el bar, sostenida por el fuego que le ilumina la cara y que se incrementa a medida que la subjetiva del personaje se prolonga. La diferencia entre una y otra escena está en el tipo de osadía que ambos directores asumen: mientras que Buñuel hace una película llena de humor y de rituales sexuales dentro de un marco religioso, donde la mujer es la que tiene el poder y su pretendiente no es más que un inútil -y es talvez ésta la razón que hace avanzar la escena por corte directo-, LeRoy introduce, en una película llena de machos, donde el propio Robinson le dice al personaje de Douglas Fairbanks que se «afeminó», que esa mina con la que anda lo ablandó, y donde todavía faltan unos años para que aparezca la femme fatale del noir y se apodere de todo, una pulsión homoerótica y además nos sugiere su consecuente correspondencia a través de un código específico del cine como es el fundido encadenado.

Como sea, en ambos casos hay fuego y hay calentura, de los que actúan, pero también de los que filman.

La segunda escena tiene que ver con un detalle involuntario, con algo que escapa al control de la puesta en escena y que por ese mismo motivo la vuelve fascinante: Tony (William Collier Jr.) quiere dejar la banda, pero sabe que esa decisión tiene un costo y que ese costo es la muerte. La última noche en casa de su madre, ésta le dice que está cambiado, que últimamente vuelve tarde y que bebe mucho. Le pide que recuerde cómo era antes, cuando cantaba en el coro de la iglesia del padre McNeil. Tony titubea, se quiebra y le pide que lo abrace. Su madre accede y lo abraza y lo besa antes despedirse. Tony cierra la puerta y repite mirando hacia arriba “Padre McNeil”, que es también un modo de llamar a Dios y de avisarnos que va a morir. Un par de escenas después, en uno de los momentos más icónicos de la película, el propio Robinson lo va a acribillar en las escaleras de la iglesia. Hasta ahí, todas evidencias formales que se corresponden con el curso de la historia. Pero lo notable, lo que no me abandonó mientras bajaba por escalera los diez pisos que separan a la sala Lugones del hall del Teatro San Martín y durante varios días más, es lo que ocurre en el momento en que Tony cierra la puerta y repite el nombre del padre: de repente, una mosca apenas perceptible se posa sobre su cabeza, luego se ubica en su oreja derecha y finalmente desaparece tras la nuca. Cómo puede ser, me digo entre asombrado y maravillado, que en el momento justo en que un personaje nos sugiere su propia muerte un insecto asociado a la basura, a lo desechabe, a lo que ya no sirve, pase a formar parte de ese sentido trágico. Me pregunto si LeRoy o alguien de la Warner no lo notó, o si la escena era tan buena que decidieron dejar la toma tal cual estaba, aun advirtiendo esa intromisión que de algún modo ensucia el momento, que le quita su pureza original y racional, que interviene su planeamiento inicial, que atenta contra el propio sistema de filmación de la época: estructura férrea del guion y control absoluto del espacio. No hay forma de filmar una mosca, en el sentido de que no hay forma de dirigirla, y menos en la década del 30, me digo convencido mientras me voy caminando por Corrientes hacia el obelisco, agradecido de haber vuelto a ver una película que creía saber de memoria y que casi noventa años después sigue revelándonos cosas y descolocándonos, pero que sobre todo nos deja pensando y nos advierte que, a veces, nada es tan obvio y predecible como parece. Menos el cine. Y mucho menos el cine clásico.

Little Caesar  (EUA; 1931). Dirección: Mervyn Leroy. Guion: Francis Edward Faragoh. Fotografía: Tony Gaudio. Edición: Ray Curtiss. Elenco: Edward G. Robinson, Douglas Fairbanks Jr., Glenda Farrell. Duración: 79 minutos.  

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