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Para la gente joven o para los cinéfilos no arqueológicos, aunque hoy la cinefilia ya no es arqueológica porque todo está disponible en el presente continuo virtual, Alan Arkin es el padre de Winona Ryder en El joven manos de tijeras, el viejo de Pequeña Miss Sunshine, el embajador de EE.UU. en Brasil en Cuatro días de septiembre, además de aparecer en la última versión de Súperagente 86, en Los Muppets y en la inminente Argo, que dirige Ben Affleck, realizador de la muy buena Gone Baby, Gone y la más floja The Town. Esas dos huelen a década del 70, y eso también es Alan Arkin. Pero no unos 70 de género, sino unos 70 contra culturales, liberales (no neo) ligeramente inclinados hacia la izquierda, neoyorquinos, judíos, intelectuales, independientes y hippies. El judaísmo intelectual de Arkin no es onanista ni elitista, así como el hippismo que puede haber a su alrededor tampoco es pacifista ni ingenuo. Un ejemplo de esto es Little Murders, su magnífica y bestial película de 1971 (porque Alan Arkin, además de actuar, dirigió un telefilm y cuatro largos contando el último –Arigo, no confundir con la de Affleck- realizado este año a los 78 pirulos y que, si son la mitad de buenos de este, tienen mucho más que justificada su existencia), una más de esas que son hijas de la desazón y el escepticismo socio político de la posguerra, la guerra fría y el travestismo del estado nación en estado marioneta de las corporaciones ventrílocuas, con asesinato de presidentes como hábito democrático incluido de unos EE.UU. que nunca tuvieron golpes de estado sólo debido al gusto por el eufemismo que cultivan.

¡Qué sorprendente placer es el que provoca Little Murders incluso en el espectador estético más avispado que la descubre, no digo ya en el de paladar negro político! También es una película ideal para recomendarle al cinéfilo neoclásico, ese que cree que el cine estadounidense de los 70 que vale la pena es sólo aquel que varía sobre los géneros, ese que no te mira una de Altman ni en pedo porque le huele a Bergman (en realidad, porque no le huele a género, y sin el género, que lo mantiene a salvo de la sucia realidad en su torre de marfil mítica, está perdido) y gusta decir que toda la filmografía del sueco es una mierda porque el teatro y el existencialismo no son cool ni forman parte de las tablas de la Ley de la especificidad cinematográfica, como si hubiera recetas de pureza infalibles para un arte impuro. Little Murders no deja de sorprender en ningún momento. Una hora cuarenta y cinco minutos impredecibles y estructuralmente originales, retorcidos. Comienza como una historia de amor urbano atípica, protagonizada por una neurótica y un fotógrafo de mierda apático (el calificativo escatológico está justificado en toda su literalidad), pero eso que pudiera ser una comedia romántica ligeramente desviada como las que Woody Allen filmaría durante esa misma década, nunca cae en el egocentrismo exhibicionista de la puesta en escena de aquel, y atándose, en apariencia, a bloques dramáticos de cuño teatral aunque cortos y precisos, nos introduce gradual pero seguramente en el reino de la sátira social por la vía del absurdo.

little-murdersLo mejor de todo es que ese absurdo y esa sátira de la moral burguesa no se detienen ante nada, y esto significa que Jules Feiffer (autor de la obra original y de guión) y Arkin tienen la honestidad de llevarlos tan hasta las últimas consecuencias que colapsa absolutamente todo, sin redención ni salvación ni supervivencia para nada ni para nadie, con una libertad apocalíptica que parece hija del teatro del absurdo. El efecto que causa es devastador. El ambiente familiar de clase media urbana tiene tipos propios del cine de Lynch, pero 15 años antes, aunque aquí no tenemos suburbios sino ciudad y departamento en vez de casa con jardín. El padre de la protagonista, sin embargo, podría ser el mismo que sufre un ataque al comienzo de Terciopelo azul, sólo que aquí está presente durante toda la película, lo que implica asomarnos a todas las miserias de esa figura psicológica y social que en aquella quedaban fuera de campo. De la madre, mejor no hablar. Sí conviene mencionar la paranoia típica del hombre medio(cre) reclamando seguridad ante todo, en la Nueva York de los 70 o en la Ciudad de Buenos Aires de hoy y de siempre.

Lo notable es que Arkin no se distancia ridiculizando sólo un sector social, sino el entero funcionamiento del mundo, del que no podemos excluirnos, lo que lleva a cabo apareciendo cerca del final como uno de los personajes más grotescos, cuando debería representar algo así como el fiel de la balanza social, introduciendo un quiebre en el tenor del relato que es una de las mayores violencias físicas y simbólicas que se hayan filmado jamás y, sobre todo, no haciendo del protagonista ni un héroe ni -tentación mayor- un anti héroe, sino un hombre y ciudadano más en el que los espectadores no tenemos otra opción que vernos reflejados sin el maquillaje idealista de la ejemplaridad épica o la excepcionalidad melodramática. Como si fuera poco, tiene una de las mejores ceremonias matrimoniales eclesiásticas de la historia del cine. En principio, porque el ministro en cuestión es el mismo Donald Sutherland extravagante que cinco años después va a ser el barroco helado y ultra decadente Casanova de Fellini, haciendo la salvedad de que acá no hace de ministro religioso porque el oficio no es eclesiástico, sino ateo o neo espiritual, y no deja títere sagrado sin cabeza, se trate de creencias sobrenaturales o laicas, lo que deriva en una resolución grotesca que cruza lo carnavalesco latino con la racionalidad judeocristiana, ambas al servicio de la más dolorosa iconoclasia.

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