Por Paula Vázquez Prieto.

Una de las tradiciones menos cinematográficas del musical americano ha sido desde siempre la llamada opereta music. Iniciada en los 30 como parodia de la ópera italiana y apoyada en el talento vocal de intérpretes como Maurice Chevalier o Jeanette MacDonald, nunca se liberó enteramente de su concepción teatral y tuvo sólo dos maestros en el cine de Hollywood: Ernst Lubitsch y Rouben Mamoulian. Basta ver La viuda alegre o Ámame esta nochepara darse cuenta que el desafío consistía en jugar un poco con la sofisticación de la puesta en escena, condimentada con justas dosis de ironía–en el caso de Lubitsch- o calidez –más propia de Mamoulian–, y permitirse mayores ambiciones que en los musicales de backstage, más modestos y anclados en historias tras bambalinas. Tanto Lubitsch como Mamoulian venían de Broadway pero entendieron los retos de un lenguaje recién nacido que tenía una nueva e intrigante protagonista: la cámara. Filmar musicales no es lo mismo que dirigirlos en escena, y requiere de la habilidad y el ingenio para pensar la danza y la música en relación a ese ojo que todo magnifica, que proyecta los números más allá del espacio restricto del escenario y recrea en la mente del espectador la magia del artificio. Por los resultados, Tom Hopper (El discurso del rey) no parece haber sido la elección adecuada para llevar al cine la versión musical de la famosa obra de Víctor Hugo. Escrita por Alain Boublil y el compositor francés Claude-Michel Schönberg (con la adaptación de las canciones al inglés de Herbert Kretzmer) Los miserables ha sido uno de los grandes musicales operísticos de todos los tiempos: desde su estreno en el teatro londinense en 1985 ha pasado por varios países, ha sido traducido a varios idiomas, ha cosechado cientos de premios. Su música es reconocible, ha sido objeto de citas y homenajes en películas, series y programas de televisión; sus personajes son icónicos: la historia de opresión de Jean Valjean, la obsesión de su acérrimo perseguidor, el inspector Javert, o la agonía de la triste Fantine.

Semejante compromiso, potenciado por la autoimpuesta exigencia de una verosimilitud innecesaria, llevó al director -o a la producción, quién sabe- a filmar a los actores cantando en vivo en lugar de optar por el playbacktradicional y la posterior sincronización del sonido en post producción (un procedimiento que ha sido la norma desde los inicios del género). En consecuencia, los actores están ahí cantando, con los auriculares ocultos para oír los acordes de la orquesta, tratando de no moverse demasiado para no agitarse, deslizando imperfecciones que podrían haberse evitado. Si bien hubo películas que se arriesgaron en este camino –como fue el caso de A long last love de Peter Bogdanovich, maltratada injustamente por la crítica por su clasicismo más que por sus méritos cinematográficos- aquí la sensación es más que decepcionante. Escuchar a los actores cantar durante más de dos horas y media –literalmente- puede ser desgastante para cualquier espectador, pero si encima se deciden filmar los números musicales en cerrados primeros planos, con una cámara que los sigue, nerviosa y movediza, que no sabe cuando detenerse, que no atiende a la composición, que empasta los fondos con colores digitales sin siquiera permitirnos atender a las letras de las canciones, la experiencia se torna insoportable.


Siempre se ha dicho que el musical es un género de planos abiertos y enteros, eludiendo las intromisiones enérgicas del montaje, respetando el despliegue del baile y las interpretaciones, en consonancia con los ritmos y los acentos musicales. Pues Tom Hopper inicia la película con una toma aérea, que presenta un escenario digital donde cientos de presidiarios acarrean sus cadenas y cantan al público con amarga desazón. Esos vuelos en los que se proyecta la imagen, para luego estrellarse en primeros planos asfixiantes, destruye toda noción de puesta en escena, e incluso sobre exige a sus actores que parecen desesperados porque termine ese esfuerzo sobrehumano al que se ven sometidos. Y ni hablar de aquellos que no tienen experiencia en el género o que su voz no está a la altura del registro, como es el caso de Russell Crowe con esa voz rústica y desafinada, que arrastra los tonos como sus pies por los escenarios en los que desfila. Los miserables se empantana sin remedio en un derrotero interminable de diálogos cantados, sin pausa para definición de un número musical, sin pasión más que la impuesta por interpretaciones febriles o angustiantes como la de Anne Hathaway en su “I dreamed a dream”.   


El deseo ampuloso de evocar el humanismo de Hugo, su mirada sobre los sectores populares emergentes tras la Revolución Francesa y el fracaso de los alzamientos populares de los inicios del 1830, termina por condenar su romanticismo, haciendo presa a la película de abruptas elipsis sin permitirse la sacrílega presencia de un flashback –para respetar al estructura cronológica original-, y una apatía generalizada en sus personajes que se diluye en sus esporádicas apariciones fantasmales. Hopper edulcora la obra política más importante del romanticismo francés, dinamita la estructura conceptual del musical de Boublil y Schönberg y sumerge a la audiencia en un fastidio que anula toda buena predisposición. El musical además de escenarios fastuosos e imponentes, de buenas voces y canciones memorables, necesita un alma que se proyecte al espectador, que lo cautive y lo conmueva, que lo despegue de la butaca con cada pena o alegría. Prisionero de sus propias cadenas, Tom Hopper se vanagloria en un despliegue vano de gritos y fanfarria que tiene más de mueca cínica que de revolución. 

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