En un momento de Los últimos hay un diálogo que parece anecdótico, quizás hasta algo forzado. Antonio, el joven francés decidido a montar una pequeña editorial, habla con su pareja, Sol. Cuando ella le dice que son de los pocos que recurren a la imprenta tipográfica tradicional, él aclara: “No, somos los últimos”. No hay en ello una formulación individual que pretenda instalarse como única. Si lo colectivo de ese puñado de editores que insisten en la recuperación de las viejas maquinarias queda incluido en ese elemento, la referencia a lo “último” no funciona como lamento o pérdida, como una mirada melancólica, sino como simbolización de una resistencia. Los últimos son como los sobrevivientes de una raza en vías de desaparición: los últimos hablantes de una lengua, que necesitan seguir hablándola para que no se pierda, para que no quede en el recuerdo.

Pero la resistencia que no es producto del capricho de un anacrónico enfrentamiento entre modernidad y antigüedad. Ni rescate arqueológico ni pura pasión carente de lógica. Si al documental no le interesa poner en primer plano la lógica de esa resistencia, la deja entrever. “Yo lo que quiero hacer es un buen libro. Y un buen libro se hace con estas máquinas”, dice uno de los que rescató una máquina en desuso. Al principio, cuando la cámara parece no salir de esa imprenta industrial dedicada especialmente a los carteles callejeros, se detiene en el proceso de componer la plancha, en la forma en que las manos van organizando y corrigiendo, en un desarrollo que involucra el aporte conjunto de un colectivo de trabajo. El contraste con la escena final en la que el mismo operario ahora maneja una máquina que solo requiere que apriete un botón para que se ponga en funcionamiento es notable: allí reside el pasaje de lo artesanal a lo tecnológico que se vislumbra sin retorno. Un trabajo que sacrifica lo colectivo en beneficio de la velocidad y la reproducción.

De la velocidad y la reproducción, en fin, se trata también la resistencia. El proyecto de Ínsula Editora –como el de todas las editoriales pequeñas y artesanales- no es la acumulación de ejemplares, sino trabajar sobre esos márgenes que la industria de la reproducción considera inviables. Libros pequeños, marginales, desatendidos, olvidados o negados, en tiradas limitadas. Lo que tienen, lo que buscan esas editoriales no es la cantidad: lo importante es el tiempo, la paciencia, la construcción manual y delicada de un objeto que se transforma. El libro como objeto precioso que asume un valor por sí mismo y no solo como producto cultural.

Con la velocidad, las máquinas dejaron de seducir al tipógrafo para seducir al dueño de la empresa” resume un pequeño editor ese traspaso implicado por las necesidades (y evoluciones) del capitalismo. La consecuencia es esa despersonalización mencionada anteriormente respecto a esa última escena del operario en la offset. Pero ese traspaso, remarca el documental, es más profundo que el desplazamiento de la predominancia del trabajador y del tiempo al empresario y la velocidad. La transferencia más dramática es la que muestra esa escena. El cuerpo del trabajador es ahora la prolongación de la máquina, que solo requiere de ese mínimo esfuerzo de pulsar un botón. Antes, en las imprentas tipográficas, como decía el mismo editor, las máquinas eran “una prolongación de nuestro cuerpo, del cuerpo del tipógrafo”. La máquina deja de estar al servicio del trabajador para requerir ese servicio para sí misma.

Pero no ese el único rito, sino que la resistencia se sostiene en los traspasos que se producen en un sentido inverso al mencionado. No se trata simplemente de la recuperación de las máquinas antiguas y ponerlas en funcionamiento después de un tiempo en desuso, sino de recuperar la relación entre el cuerpo y la máquina. En ese punto, la idea que circula en el comienzo es crucial para entender esa relación. “Hoy nadie quiere ensuciarse las manos”, dice uno de los trabajadores de la imprenta, estableciendo que el contacto con el material, con la máquina, se pierde. Y quien lo dice no solo tiene las manos de tinta: el buzo con el que trabaja, que alguna vez fue rojo, es ahora un enorme rastro de tintas combinadas sobre una tela, como si no hubiera hecho más que sumergirse una y otra vez en el interior de una tipográfica. O más poético aún, en un mar de tinta.

La recuperación de esa forma de imprenta y de relacionarse con la máquina asume una perspectiva, un fondo que se despega incluso de esa misma relación. Contra esa sensación de tiempo detenido que se vislumbra en las escenas de las viejas imprentas cerradas o en camino a estarlo, y cuya representación más impactante es la del reloj sin agujas que sobrevive en una de ellas –pero que también aparece en la permanencia de antiguos catálogos de tipografía, en la supervivencia de los tipos en viejos muebles de madera, en los planos detalle que se detienen en las placas que revelan el origen espacial y temporal de las máquinas-, se alza una mirada en la cual no solo se recupera el objeto, sino una relación establecida con el pasado. “Esta letra tiene una historia” dice una editora que rescató tipos de madera, para preguntarse luego qué libros se habrán impreso con ella. “No es una herramienta inocente. Escribió la historia de los trabajadores argentinos”, dice otro, en relación con la máquina que se utilizó para periódicos de los trabajadores. Ambos corren a la máquina del lugar pasivo, de la quietud, para ponerlas en el contexto de un proceso histórico, para recalcar nuevamente que su valor no es objetual sino que está dado por el uso, por su puesta en funcionamiento.

De allí se deriva otro elemento crucial que es el centro del documental. De lo que se trata es de algo más que la recuperación de una técnica o una maquinaria. Se trata de recuperar un diálogo quebrado. En las escenas en las que vemos a Antonio recorrer las diferentes imprentas buscando una máquina para comprar, reina el silencio, el abandono de esa lengua que yace muerta (la permanencia espacial de la máquina o su ausencia no implica diferencias, como se ve en las escenas de la que finalmente compra: la tristeza por el espacio ahora vacío de parte del vendedor es una prolongación del silencio de la máquina detenida). Si como dice uno de los editores, la máquina tiene su propia música (y es notable la decisión de no poner música de fondo o la referencia a que solo puede combinarse con formas atonales), no sorprende que la tremenda escena de la destrucción de una de las máquinas requiera de la superposición de otra forma musical (la referencia a El último vals de Dyango es interesante por el contraste que entabla con lo visual) además del silenciamiento de los golpes efectuados con la maza. Allí no hay diálogo posible, ha sido suprimido y destruido. Es Antonio y su imprenta instalada en el living de su casa (otro símbolo de la resistencia, como una recuperación de la pelea desde la “clandestinidad” del espacio hogareño transformado) lo que lleva a retomar ese diálogo. Complejo en principio, en esa relación que el propio Antonio define como una pesadilla, pero que implica la necesidad de entenderse mutuamente (¿acaso no puede pensarse a esas primeras impresiones deficientes como el balbuceo idiomático de la máquina?), dice Antonio, como un sinónimo contundente de la necesidad de entender. La llegada del antiguo imprentero y mecánico restablece la instancia de diálogo a la vez que pone en escena la culminación de ese rito de traspaso. “A la máquina hay que escucharla donde se queja”, dice, como si se tratara de un médico ante un paciente. “Si te encaprichás con el martillo y el punzón, la máquina no te va a entender”, le dice lueg o Antonio. El rito   traspaso no es entonces el de la imprenta. Es el de escuchar y entender, el de comprender y recuperar el lenguaje perdido de las máquinas.

Calificación: 7.5/10

Los últimos (Argentina, 2019) Guion y dirección: Nicolás Rodríguez Fuchs, Pablo Pivetta. Duración 68 minutos.

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