Texturas. Un cortinado emerge en la apertura de Familia sumergida. La angulación de la cámara jerarquiza la tela pesada que flamea, inquieta. Desde el movimiento ondulatorio y el sonido envolvente, esa cortina vive. Tras ella, emerge de las sombras el perfil de la demandada figura humana. De inmediato, el espacio circundante se ofrece al espectador en semipenumbras, con luces bajas, agonizantes, que contribuyen al microclima general de la ópera prima de María Alché. Es la casa natal de aquella figura – femenina- que la recorre. La habitaba su hermana Rina, recientemente fallecida. La presencia de Rina en la que fue hasta el último día su morada, se encuentra en cada rincón, en cada objeto.

El duelo en el rostro. Es el proceso de duelo de esa mujer de unos sesenta, sesenta y pico, lo que se transita a lo largo de la película. Los planos de Marcela, protagónico exclusivo de Mercedes Morán, estructuran un relato dentro del relato. Desde su primer plano, el rostro no se presenta conflictuado ni agónico: en su fisonomía se lee lo inenarrable de la pérdida; marcas que amenazan instalarse. El posible interrogante es si ese semblante continuará alienado con el dolor, declinará hasta el hundimiento, o se transformará para renacer. Interrogante de un cuerpo trasladado al rostro desde un concepto actoral de trazo fino, no por medio de acciones que estructuran la causa-efecto de una narración ascendente. Es el gesto lo que define al personaje que lleva el punto de vista, el del peso de una pérdida reciente, que ya se presenta en la primera escena de interacción, donde una mujer muy cercana a la difunta llega para dejarle las llaves, con el dato de que cada una tenía las de la otra. Eso es todo lo que se sabrá de tal relación. No la completitud del relato. Restos. Como con toda la película: material a rearmar la protagonista y a armar cada espectador. Marcela escucha a esa desconocida, pero escindida, del mismo modo en que le toma lección de geografía al hijo preadolescente -escena en donde entabla una lucha con la angustia creciente que se termina imponiendo-. Dolor en carne viva trasladado al rostro: todo es muy reciente. En el conjunto de encuadres que se ocupan de la subjetividad de Marcela, los últimos instantes de Familia sumergida parecen abrochan una dialéctica que clausura esa etapa.

Mundo virtual. Para bucear en el proceso de duelo, el guion de la misma Alché decide que la subjetividad de Marcela no se agote en las instancias del aquí y ahora de las situaciones, sino que se incorpore una instancia temporal-espacial paralela. En tal sentido, aquella cortina con entidad propia marca la bisagra con un mundo virtual. La pesada tela de la casa natal gira simétricamente a ambos lados de su apertura, desenvolviendo dos cuerpos del pasado, imágenes escondidas que emergen, entes de un pretérito incierto, fantoches que salen de ese umbral para pasar a integrar un proceso mental: son dos estrafalarias ancianas, que se le presentan a Marcela como sus tías Blanca y Cecilia. Se sientan en el sillón del comedor y comienzan a recordar hechos del pasado, completando datos no comprobables. Un personaje virtual aparece citado recurrentemente: la abuela de la protagonista.

Pero el montaje depara otra sorpresa: desde la casa de Rina, un teléfono suena y Marcela se dirige a atender. Su hija Gimena le pasa la llamada, pero ahora están la casa de ella. Cuando atiende, no solo pasó de nuevo al mundo de los vivos, sino que atravesó el umbral de una casa a la otra como si conformaran un mismo espacio físico. Lo actual y lo virtual cuestionan sus fronteras tranquilizadoras, el mundo conocido se contamina progresivamente hasta superpoblarse de pasado. En ese pasado, la abuela se hace presente con un hombre que no era el marido. ¿Se trató de un amante real, o de una caprichosa imagen mental de Marcela? No hay certezas. Lo relevante es que es este presente, el del deceso de la hermana, el que marca la bisagra con el pasado, el que adopta carácter de umbral, el que induce a la constante –ya para Marcela, necesaria– pregunta. Sobre todo, en un universo familiar tradicional, de respuestas tranquilizadoras. Es entonces desde el pensamiento que Marcela nace, o renace. Y el momento es este, o ya no será. La muerte de una hermana con la cuál comparte la generación opera como   fantasma de la muerte propia: ya no hay más tiempo para perder. Es la promoción para habilitarse a lo antes impensado. Y esa licencia se encuentra en el mundo de los vivos, el de siempre, pero ya visto de otro modo.

Las claves, cerca. Porque es desde el lugar más banal, otra cortina -más laxa que aquella de la casa natal-, que da al balcón de la casa de Marcela, donde sale un azaroso personaje: Nacho, amigo de su otra hija. Se presenta ante ella: le habían hecho una despedida porque viajaba al exterior. Desde ese momento, será el partenaire central de ella en la historia. Es él quien se ofrece a ayudarla, con él regresa a su otrora casa, con él mira fotos viejas y le asigna el rol de interlocutor. “Esta no sé quién es. Igual ahora no hay a quien preguntarle. Están todos muertos”. Y es a partir de esas fotos que se habilita por primera vez para el universo virtual que comienza con las tías, quienes develan, recrean ese fragmentario pasado a partir también del visionado de instantáneas. Son esas imágenes las que disparan la mente, y hace años que están ahí: fue necesario el dramático suceso para que se actualicen, cobren otra dimensión y se proyecten más allá.

De esta forma, lo mental es el alimento de la protagonista para licenciarse. Nacho devendrá amante ocasional de Marcela, así como la abuela se veía con un tal Pedro Schwartz. Ambas casas como un mismo universo. Dos mundos que de a poco parecen integrar una dimensión única desde la subjetividad de ella. Un medio hermano de Marcela, pragmático y conservador, con quien tiene una incómoda relación, reaparece. Su marido se hace presente al comienzo de la película, viaja y también reaparece al final: a quién vemos en interrelación constante con los tres hijos del matrimonio es a ella. Alché decide ausentar a quien lleva el rol de hombre de la casa en todo el nudo de la película, o sea a partir del comienzo del periplo del personaje central; ausencia que se presentó necesaria.

Y en una reunión familiar de todos, en el final de la película, esa mujer fortalecida evidencia su reposicionamiento frente a la cerrazón de su hermano. Blanquea su versión de que el padre de ellos no era hijo del abuelo, sino de Pedro Schwartz, porque “se lo contaron las tías”. Como una suerte de proyección, dice: “No le gustaba su vida. No le gustaba la vida de familia: se quería ir.” La cuñada le sale al cruce, con el débil argumento de que eran “una linda pareja.” Marcela le retruca: “Yo no pienso como vos, que eran una linda pareja. Yo pienso que sufría mucho. Que la pasaba mal. Se enfermaba. Es más: una vez, creo que intentó suicidarse.”

¿Se quiere ir Marcela? Es lo menos relevante. Es el plano secuencia final el que termina de articular todo el mundo planteado: la familia baila en el comedor. Pero el foco es ese cuerpo que ahora se redescubre.

El resto – todos – pasan a ser para Marcela, lejanos fantoches del presente.

Aquí puede leerse otra crítica de la misma película.

Familia sumergida (Argentina, 2018). Guion y dirección: María Alché. Fotografía: Hélène Louvart. Edición: Lívia Serpa. Elenco: Mercedes Morán, Esteban Bigliardi, Marcelo Subiotto. Duración: 91 minutos.

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