Volvió el mejor Anderson. El mejor Wes Anderson, quiero decir. Habrá que ver si con The Master también vuelve el mejor Paul Thomas Anderson. Desde Los excéntricos Tenembaum no conseguía superar la esquemática y preciosista parafernalia dispuesta por sus películas y emocionarme. Esta vez sí, y eso es impagable. Todo lo que hay alrededor, entonces, se potencia gracias a la fuerza amorosa del periplo de un huérfano y una nena que escapan juntos de un campamento de boy scouts y de la casa paterna respectivamente. El comienzo hacía esperar lo peor. Una batería de recursos (travellings laterales, falsos raccords, exposición de la cuarta pared, alternancia diegética y extradiegética de la música, centrado enfático, geometría y frontalidad) manifiesta la auto conciencia del director, verbalmente explícita cuando una voz off explica el concepto musical de variación a través de Purcell. Pero ese discurso que, valiéndose del compositor barroco, da las claves de la estructura imitativa antes que contrastante de la película y del cine de Anderson, sólo será explícita y simétricamente retomado cuando elabore las últimas escenas alrededor de la fuga como forma musical y peripecia narrativa. Por suerte, varias cosas se escapan o trascienden a ese control obsesivo de la puesta. 

 

Wes Anderson es un director que construye ficciones perfectas y cerradas, casas de muñecas en las que las figuras se pierden en el conjunto, absorbidas por el severo confort del mobiliario, atrapadas en abigarradas prisiones formales y ontológicas cuyos límites abarcan todo el universo. Como sus personajes, no hay peligro externo que amenace su mirada elocuente, concentrada y fatal. Sus mayores enemigos son ellos mismos, y eso es algo que podemos entenderlo todos. Nada de lo que haya en la naturaleza que atraviesan durante la aventura pondrá en riesgo algo más relevante que su integridad psíquica, esa que pendía de un hilo allí donde vivían antes de fugarse. El regreso, sin embargo, no será traumático, porque los personajes de Anderson, como los de Tim Burton, no pueden liberarse nunca y no anhelan más que la (re)integración amorosa, un orden exterior e interior que los contenga y constituya. De allí la importancia del rol de Bruce Willis, un representante de la ley idóneo en este universo, vale decir triste, comprensivo y paternal, que no se vale del poder de policía para someter a los otros sino para ordenarse a sí mismo y aferrarse sin idealismo a ese orden hecho de hábitos y rutinas exteriores, habida cuenta de su impotencia para crear sentido o para creer. La reunión de ambos es otro avatar de la pareja protagonista sin componente erótico. Son otros dos huérfanos que se juntan para hacerse compañía.

 
 

En el centro de la película, que también es una de aventuras en la que, a diferencia de la tradición del género, no se propone un mundo de adultos que se comportan como chicos, sino uno de chicos precoces, condenados al desasosiego de ser grandes y a la soledad de la grandeza, hay un descubrimiento. Los exploradores llegan a una tierra virgen geográfica y espiritual que, merced a un Deus ex machina cariñoso y cataclísmico, permanecerá intocada ad infinitum (la vulgata latina de la frase arrancaría una sonrisa condescendiente del director). Solos en una costa similar a las de las novelas decimonónicas que transcurren en islas desiertas y leíamos cuando pibes, el nene, la nena, los espectadores y la película sabremos el amor antes de que el cuerpo prescinda de hacerse pis en la cama o desarrolle tetas. Tampoco es la inocencia el corazón de esta aventura, porque la lucidez depresiva, en otras ocasiones sobreactuada, del cine de Wes Anderson consiste en saber que nadie nace inconsciente. Entonces, lo que se les revela a uno y a otro no es la iniciación sexual, fuente de tristeza antes que de alegría para los personajes, sino la afinidad electiva, la presencia íntima de un interlocutor que los convalide y fortalezca para futuras empresas. «Te quiero, pero no sabés de lo que estás hablando» es como responde el chico a una racionalización absurda de la chica sobre las bondades de no tener familia, y allí las palabras dejan de ser discurso para ser acto, sacan al otro de su soliloquio y lo ponen fuera de sí, en el mundo de las cosas, en lo real del instante. Del mismo modo, el meticuloso y fetichista discurso del cine de Anderson nos conmueve de vez en cuando con subrepticios lapsos de plenitud.   

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