yOjQEvoNuevos aires y nuevos bríos han llegado con el renovado desembarco de Shakespeare en el cine. ¡Una nueva versión de la Macbeth del poeta isabelino! ¿Más truculenta, oscura y sanguinaria? ¿Plagada de ralentis, de una fotografía que transita del azulino al rojo incandescente, teñida de una seriedad que se traduce en gestos afectados y rostros lacrimógenos? El australiano Justin Kurzel ha decidido honrar al pope de la literatura inglesa como cree que se debe: llevando su tragedia a su justa medida, sin excesos, sin desbordes, sin nada que atente contra lo trascendente de su visionaria reflexión sobre el poder, la ambición y sus funestas consecuencias. Es en esa contención excesivamente calculada que algo se pierde: el alma de sus personajes y su clara dimensión popular. Para Kurzel es importante que las ideas estéticas que presiden su adaptación sean anunciadas desde el primer plano, cuando sobre un gélido escenario azulado se lleva a cabo el funeral de un bebé. Los ojos del pequeño muerto se cubren en la despedida final sellando definitivamente la mirada de la inocencia y un texto se imprime para ponernos en contexto: estamos en la Escocia de la Edad Media, en plena guerra civil, en plena disputa por el trono. Las palabras se pierden al final del plano en un cielo enrojecido. ¿El rojo de la sangre? ¿De la pasión? No hay muchas dudas por venir. La batalla será una serie de espadazos en sucesivos planos congelados y pasamos a la aparición de las brujas. En realidad, de las “hermanas” y su profecía. El resto, más o menos ya lo saben.

La verdad, no es muy grato cargarse a este Shakespeare que se suma a esa tendencia decontracté que combina el anacronismo de la palabra original con una estética que abreva en el pop posmoderno (evidente en Romeo+Julieta de Baz Luhrmann), o con cierta apropiación del thriller de raigambre nórdica (como Coriolanus de Ralph Fiennes) al que se adhiere esta versión. En realidad, no sólo se adhiere sino que le añade esas batallas en cámara lenta al estilo 300 mixeadas con la fotografía de Adam Arkapaw (que había trabajado con Kurzel en su anterior Snowtown pero también en las series Top of the Lake y True detective) en la que lo truculento de las pasiones queda reducido a ese aura de los ambientes del horror gótico, con siluetas espigadas recortándose sobre fondos neblinosos como augurios de la emergencia de lo siniestro. El problema de esta mirada ecléctica que quiere ofrecer Kurzel es el temor a la profanación, es ese cuidado en evitar cualquier intervención inadecuada, es la prisión de rendir tal sagrada pleitesía que convierten lo escrito hace siglos en mármol pulido.

Ya la presencia inicial de Michael Fassbender, su cara cortada y sanguinolenta, el rostro pintado, y ese intento desmedido por parecer un luchador escocés al estilo Braveheart (Corazón valiente, de Mel Gibson) para luego convertirse en un asesino despiadado capaz de dar muerte con sus propias manos a Lady McDuff, tarea que en la obra asumen sus lacayos, dan una idea sobre la impronta que va a asumir la película: un realismo superficial, que machaca sobre la culpa no moral sino material, con una modernosa estética de gravedad impostada. macbeth-reelgoodTodos y cada uno de los parlamentos están dichos como los anuncios de las brujas, de cara al palco, con la expresividad de aquello que se sabe importante y renuncia a cualquier ambigüedad. Al fin y al cabo, a excepción de tres escenas –el inicio, el final y el banquete que se corona con la aparición del fantasma de Banquo y las alucinaciones de Macbeth- la puesta de Kurzel se inclina por lo tradicional en su peor acepción. En aquella que convierte en norma la inventiva y en previsión la vitalidad. Por lo que ese gesto inaugural queda solo en eso, en ese coqueteo ocasional que se pierde en un rigor improductivo y por momentos asfixiante.

Ya sabemos que la de Kurzel no es la primera ni será la última versión de Macbeth. Hay habido otras; buenas, malas. Y algunas que han dicho algo más de lo que ya decía Shakespeare.

La Macbeth de Orson.

Estamos a mediados de la década del 40. Orson Welles pasó de ser el enfant terrible de la radio y el niño prodigio del teatro para hacer eclosión en Hollywood con su Citizen Kane, viajar a Brasil a filmar documentales en plena ola rooseveltiana, pelearse con la RKO por el montaje de Soberbia y terminar a las patadas con la Columbia por el pelo de Rita Hayworth en La dama de Shangai. En ese aparente cuesta abajo del éxito industrial surgen sus proyectos personales, caprichosos, malditos a veces. Es cierto que hacía tiempo que venía insistiendo en llevar a Shakespeare a la pantalla con un presupuesto reducido, a condición de preparar minuciosamente la realización mediante largos ensayos, y filmando la película de un tirón cuando los actores dominasen los parlamentos y lograra una sólida amalgama de todos los movimientos de la escena. Esa ambición se concretaría finalmente con el estreno de Macbeth en 1948, terminada en 21 días de rodaje, con muy poca plata, luego de cuatro meses de ensayos en el teatro de Salt Lake City donde también se representó la obra. Los actores no eran las estrellas del Mercury Theatre sino su segunda línea y la interpretación estaba dirigida con una voluntaria teatralidad, con diálogos en forma de verso adheridos al espíritu de la obra shakespereana. Pese a esas limitaciones, que parecían una lista de condiciones autoimpuestas por un juego infantil, Welles ancló su relato en un universo ancestral, previo al Medioevo en el que transcurre la historia del rey de Escocia.

tumblr_ngmxvehLmn1tdwlnso5_1280¿Cuál es la idea que preside esa elección? El mundo que Welles imagina para las pasiones de Macbeth es equívoco, aislado, como salido de la prehistoria, con esos decorados rústicos y primitivos, con esos escoceses salvajes vestidos con pieles, atenazados a su propia barbarie, blandiendo lanzas de madera en forma de altas cruces que se alzan en un cielo ceniciento.  Macbeth es una película replegada sobre sí misma, que se niega a airear ese relato teatral sino que insiste en concentrarlo en esos parajes brumosos, atemporales, desbordantes de aguas pantanosas y niebla espesa. La referencia de Welles a la prehistoria se condice con esa puesta en escena arcaica y viscosa, anterior al tiempo y al pecado, a la distinción entre el bien y el mal, el cielo y la tierra, el agua y el fuego.  Como decía Jean Cocteau, “el Macbeth de Orson Welles es una fuerza salvaje y arriesgada. No hay ningún plano aventurado. La cámara se ubica siempre en el lugar en el que el ojo del destino observa a sus víctimas”. Por ello Macbeth se interna en la senda del crimen como preso de un encantamiento, de una fuerza sobrenatural que se enfrenta al nuevo orden surgido del Cristianismo, que preserva en su mirada ese suspiro de inocencia que se remonta a los tiempos inmorales del origen. Más allá del retrato de la sed de ambición y poder de un hombre, de las pérfidas intrigas de una mujer, lo que a Welles le fascina del dilema de Macbeth es su presencia en ese momento crucial en el que surge la Historia, en el que nace la llamada civilización y los actos son medidos por preceptos y magnitudes ajenas a ese magma originario. El impulso de Macbeth se nutre de su propia personalidad expansiva y arrolladora (que es también la de Welles), capaz de lacerar con esa fuerza irracional el mismo orden que contribuye a edificar.

El dilema de Kurosawa.

En Trono de sangre (1957) Kurosawa también ofrece algunas alteraciones estratégicas de la obra de Shakespeare. El escenario no es Escocia y su guerra intestina por la sucesión al trono sino el Japón feudal y la disputa entre señores por un poder que es ejercido por la espada del samurái. Macbeth es aquí Washizu y está interpretado por el emblemático Toshiro Mifune. La primera profecía es la que lo conduce a teñirse las manos de sangre; la segunda, que anuncia lo imposible –que el Bosque avance sobre su castillo-, lo conduce a la locura. Castillo y Bosque llevan el mismo nombre, el de las Arañas. Y he aquí una variación respecto al original innominado por Shakespeare: ese campo de batalla, terreno infértil como el mismo Macbeth que sólo da a luz muerte y destrucción, es en el que aparecen las brujas y sus vaticinios pero también los enviados del trono que anuncian el cumplimiento de la premonición. xpw9ZCE.640x360.0Y si allí Macbeth no se encuentra perdido sino dueño de una topografía reconocible, no ocurrirá lo mismo a Washizu, quien se pierde en el Bosque de la Araña. Como señala Jesús González Requena en su ensayo sobre la película, hay un doble laberinto que define la suerte del regicida: el recorrido en círculos de Washizu y su compañero (quien luego será su víctima) en esa telaraña interior de la selva de ramas quebradas y retorcidas que los ponen cara a cara con el espectro portador de la profecía; y el de la niebla en la que los jinetes se disuelven como en la lava incandescente que constituye su destino. La gestión rítmica de la acción –que encontrará en el enfrentamiento final y los simbólicos flechazos su mejor expresión-, de la misma manera que la cadencia de la cámara en la amalgama de una secuencia casi onírica, sirven a Kurosawa para preparar el descenso a los infiernos de la autodestrucción.

Aunque está claro que para Kurosawa el mundo está regido por preceptos morales, más que su defensa lo que su obra ensaya es la consciente penetración en el seno mismo de su fundamento. Para ello, en Trono de sangre, construye una interesante identidad sobre la figura de la Mujer. La pérfida y maquiavélica Asaji –aka Lady Macbeth- ofrece los argumentos más fríos para el crimen y la usurpación del trono; ya no es ese huracán de “coraje” –nombrado por Shakespeare como “temple indomable”- sino que asume un rostro menos seductor y más convincente. Como cita González Requena, cuando la profecía existe en tanto discurso, no sólo porque ha sido pronunciada sino porque ha sido oída, se torna inevitable y es entonces cuando la lógica impuesta por Asaji asume un rigor elocuente: “Si el capitán Miki revela al Señor lo que ha sucedido… el Señor verá en ti a un usurpador y enviará a sus hombres a asediar nuestros dominios. Puedes hacer dos cosas: quedar aquí y esperar tu propia anulación o matar a su señoría y reinar sobre la Araña”. Si el efecto que provocan las palabras de Asaji en la conducta de Washizu se fundamenta en su eficacia argumental, no deja por ello de ser complemento del conmovedor anuncio original, ese que proviene del Más Allá, de la sin razón, previa a cualquier Dios y escritura, ese que pronuncia el espectro níveo que aparece en el Bosque. A través del maquillaje y el encuadre Kurosawa emparenta los rostros de esa doble Mujer: en esos mismos rasgos anida el mismo impulso, el que se configura en la razón y su antítesis, el que lleva a desafiar el lugar que se ocupa en un mundo instituido (las reglas de sucesión en el Japón medieval) y anhelar lo absoluto, lo imposible, el sueño de autonomía.

001-throne-of-blood-theredlistKurosawa pone a su Macbeth, en los momentos postreros del crimen, frente a las paredes teñidas de esa sangre desbordante que también lleva en sus manos. Pero su corazón, que permanece blanco no por inocencia sino por cobardía, es atravesado en la crucifixión final de las flechas por haberse excusado de la culpa en su última locura. De la misma manera que el peso profético del anuncio está en la escucha y no en la elocución, el crimen queda impregnado en las paredes ominosas de esa habitación interior, en las manos temblorosas del matador, y en el fondo de la conciencia del espectador.

Aquí pueden leer un texto de Luciano Alonso y otro de Romina Quevedo sobre Macbeth.

Macbeth (Francia/EUA/Gran Bretaña, 2015), de Justin Kurzel, c/Michael Fassbender, Marion Cotillard, Jack Madigan, Paddy Considine, Sean Harris, 113’.

Macbeth (EUA, 1948), de Orson Welles, c/Orson Welles, Jeanette Nolan, Dan O’Herlihy, Roddy McDowall, 107’.

Trono de sangre (Kumonosu-jô, Japón, 1957), de Akira Kurosawa, c/Toshiro Mifune, Isuzu Yamada, Takashi Shimura, 110’.

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