mmt862-flat-packshot-large2Que nadie cometa la ingenuidad de creer que Citizenfour, película que se llevó el Oscar a mejor documental en 2015, tematiza el desequilibrio entre el poder estatal y los individuos. Uno observa los rostros lampiños, pálidos, juveniles de tipos como Edward Snowden o de Julian Assange cuando arrancó Wikileaks, y la desproporción de la batalla, y se siente abrumado. ¿Snowden, con su carita de niño púber que apenas si pareciera haber cruzado la frontera del acné, contando su verdad, lo que vio, lo que supo, lo que filtró, mientras los tentáculos del aparato estatal yanqui están funcionando a pleno y salen en su búsqueda? En la interpretación vulgar, de izquierda y en lo esencial desencaminada, de esta clase de historias, la figura del hacker hereda algo del brillo de Robin Hood, y se convierte en una especie de llanero solitario moderno, apropiándose de la épica del individuo enfrentado a los excesos del Leviatán. El mero nivel de incongruencia de los poderes presentados, la bruta, neta desproporción entre el Estado de los Estados Unidos, de un lado, y el hombre de la calle, del otro, fomenta la confusión.

(En el fondo, seguimos presos de la tradición de pensamiento yanqui, visualizando inconscientemente la escena del muchachito que protesta por sus derechos, reclama un abogado y una llamada telefónica; en última instancia, reivindicando la segunda enmienda, su derecho a portar armas para resistir al tirano y permitir que dentro de diez años uno de sus hijos acribille a sus compañeritos de clase).

(Pero no se trata de eso y las relaciones entre las ideas son como los movimientos implícitos en una partida de ajedrez. Pero vayan a contárselo a un anarquista o un conservador, intenten hacerles entender a liberales y libertarios que los unen profundos lazos de filiación, cercanos como gato y león en el árbol filogenético, hijos ambos, bastardo y legítimo, del mismo padre iluminado y la misma mamita europea. Contemplarán como el mundo se les viene abajo).

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El verdadero enemigo, por supuesto, es el secreto de Estado, no el Estado. El problema no es Obama, que a esta altura nadie duda que sea un gil, un “house nigger”, en la retórica de Malcolm X, muñeco que no pincha ni corta. En rigor, todos los presidentes de yanquilandia, sin distinción de raza, credo o religión, lo son: mayordomos, a lo sumo gerentes, de otros amos en las sombras, cuyas identidades desconocemos. La cuestión no es quién detenta formalmente el poder, sino la forma en que dicho poder se ejerce. El cómo determina el quiénes. Barack Obama aparece en Citizenfour y la sensación es de un patetismo fuerte. En conferencia de prensa, se queja de que Snowden haya traicionado a sus patrones de la CIA y la NSA, lo critica por haber sido desprolijo en sus denuncias, por no haber jugado limpiamente y apostado a reformar al sistema desde dentro del sistema. Aguzando un poquito la vista, se le notan enseguida las tanzas que lo levantan por las hombreras del traje, la mano del ventrílocuo. Antes y después de esta escena, en medio de otras escenas de las repercusiones del escándalo en la CNN y la TV brasilera, la película nos muestra a un Snowden nerviosísimo que desde su habitación de un hotel en Hong Kong, desembucha ante la cámara lo que sabe. ¿Esto está sucediendo realmente? Es como si “garganta profunda” hubiera salido del estacionamiento subterráneo y estuviera dispuesto a contar toda la verdad a cara descubierta. Sí, es real y va en vivo: produce vértigo, paranoia. Citizenfour tiene el mérito de haber sido filmado mientras los hechos tenían lugar, hace apenas dos años. Son charlas mano a mano entre Snowden, Glenn Greenwald, el periodista de The Guardian elegido para dar a conocer los hechos, y Laura Poitras la directora del documental. Ninguno de los tres sabe qué puede llegar a ocurrir.

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Por supuesto, el relato de Snowden desata un escándalo de magnitud internacional, es la primicia de la década. “Estamos creando la mayor arma de opresión de la historia”, declara y explica de qué manera los servicios de inteligencia de su país han transformado Internet en una red de espionaje global. El derecho a la privacidad de los ciudadanos es un chiste. Este arrepentido detalla el nombre de operaciones y programas en curso, describe las modalidades de vigilancia, el funcionamiento de los drones, la metodología con que se cruzan datos de tarjetas de crédito, palabras en motores de búsqueda, tickets de transporte público, para construir un perfil de cualquier ciudadano. No son delirios persecutorios, aunque al principio el espectador se resista a aceptarlo: hoy puede hacerse, hoy se hace, las herramientas existen, y si los yanquis espiaron a Ángela Merkel, como se demostró, eso significa que nadie está a salvo. Siempre lo intuimos, sólo que ahora contamos con pruebas fehacientes porque el testimonio proviene del riñón de las agencias de inteligencia de la mayor potencia mundial. Pero si con eso no bastara, la misma reacción del gobierno de los Estados Unidos, el hecho de que Snowden no pueda mostrar la cabeza porque se la cortan, sería demostración suficiente.

Wikileaks había sido sólo el principio, el agujerito que permitió que conociéramos las entrañas del monstruo, las fantasías obscenas de la razón de Estado, sus enunciados. Con Snowden y Citizenfour, se desnuda el acto de enunciación, la mecánica de funcionamiento de unos poderes fácticos, que como los hongos, proliferan en cualquier sitio donde escasea la luz y el aire. Aquí no encontraremos distinciones entre agentes privados y funcionarios públicos: Estados y empresas por igual tienen el culito sucio bien sucio, porque los grandes proveedores de Internet cooperaron y gustosamente, traicionando así la confianza de sus usuarios. Desde el punto de vista del ciudadano común, Google y la NSA son las dos caras de un mismo monstruo, aunque Assange, sabiamente, vino a refugiarse en Ecuador. ¿Latinoamérica es el último rincón feliz del mundo, donde no espiamos a nuestros ciudadanos? Ni muy muy, ni tan tan, aunque por contraste uno se alegra de no habitar “la tierra de la libertad y el hogar de los valientes”, quién lo hubiera dicho.

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Quiero confesar dónde comienzan y mueren mis simpatías anarquistas: ¿alguna vez se puso a pensar fríamente lo que significan expresiones como “secreto de estado” o “secreto empresarial”? ¿En qué premisas se fundan artefactos legales como los “gastos reservados” o los “acuerdos de confidencialidad”? Pasado en limpio, quiere decir que un Poder X, público o privado, considera inconveniente que usted se entere de determinada información, pero oficialmente declara que lo hace por su conveniencia, para cuidarlo. Es la inseguridad internacional travestida de seguridad nacional, es lo que hace la CIA todo el tiempo, es Malvinas, es AMIA, es Papel Prensa, es el Fino Palacios. Qué lindo sería poder dar vuelta la proposición central de 1984 y que el gran hermano del Poder fuéramos nosotros, un panóptico invertido y el Poder en el medio, en vereda, todos vigilando a la bestia.

Citizenfour (EEUU, Alemania, 2014), de Laura Poitras, c/ Edward Snowden, Glenn Greenwald, William Binney, Jacob Appelbaum, Ewen MacAskill, 114’.

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