Primero, una pregunta fundamental: ¿Qué significa educar en su significado primario?

Paulo Freire diría que la educación real es una praxis transformadora del hombre, que pone a este en acción y reflexión frente al mundo, de cara al mundo. Tomando este precepto podríamos entonces considerar que Merlí es una serie freireana; sin embargo Merlí es mucho más que un producto para el disfrute de un gueto compuesto por pedagogos y licenciados en ciencias de la educación. Merlí es una serie conmovedora sobre un profesor de filosofía que enseña sus saberes en un colegio secundario en Cataluña. Merlí es una serie escolar y mucho más que eso.

El protagonista es un profesor de filosofía más grande que la vida misma, interpretado de modo descollante por Francesc Orella; pese a ello, la serie no gira solo en relación a las vicisitudes de este docente heterodoxo. Cada uno de sus alumnos o discípulos brillan con luz propia en las tres temporadas de esta historia que desnuda el alma humana y denuncia la crisis del neoliberalismo y cómo afecta la subjetividad de los jóvenes de esta nueva aldea global sin más ley que la salvación individual.

En el comienzo, Merlí Berjeron no tiene dónde caerse muerto; separado y mujeriego, se va a vivir con su madre y su hijo. Desde allí rehace su vida, enfocándose en lo que mejor sabe hacer(porque no lo único que sabe hacer), que es dar clases. En esa primera mirada uno puede pensar en La sociedad de los poetas muertos; pero lo que es allí moraleja aleccionadora en la serie catalana es un intento de narrar los devenires de una existencia libre de moralejas.

Merlí es carismático y descree del poder de la institución escolar, pero utiliza su lugar de saber para acercarse a los demás y así tejer una relación poderosa  con sus alumnxs, ocupando un lugar trascendente en y para los sujetos a los que educa. Sus alumnos son chicxs atravesados por una sexualidad a explorar, y la serie aborda con sutileza temas espesos como la agarofobia, las enfermedades terminales, el suicidio y la muerte gracias a la dramaturgia de Héctor Lorenzo. Ese relato de un perdedor entrañable cuenta con un guion sólido y divertido (porque en Merlí todo el tiempo pasan cosas). Cada capítulo se centra en un filósofo diferente, y esa excusa argumentativa permite atravesar la vida de los peripatéticos (sus alumnos sin más), con sus pesares e incertidumbres a cuestas. Así, descubrimos junto a ellos sus crisis respecto a su cuerpo, a su sexualidad, los límites morales y las relaciones interpersonales.

Sin embargo, Merlí no es un decálogo de padecimientos y aquí radica el principal acierto de la serie: rescata la potencia de los sujetos y cómo ellos construyen su vida con lo que tienen, y esa potencia es lo que los transforma en activos, con posibilidades de hacer algo con lo que hicieron de ellos. Hay en Merlí goce, ternura y amor por sus personajes, y eso es lo que nos mantiene prendidos a las historias que aquí se cuentan.

El prejuicio de cierta crítica intelectual para la cual Merlí es una serie con un argumento bien pensante( y eso podría tornarla aburrida) se derrumba con el incesante ritmo que trasmite y que se observa prestándole tan solo la atención adecuada. En momentos en los que la gobernadora de la provincia de Buenos Aires manifiesta que los pobres no pueden estudiar una carrera universitaria por el solo hecho de ser pobres ver Merlí se transforma en un acto profundamente cuestionador del mundo en el que vivimos. Merlí se puede pensar como un alegato humanista del siglo XIX, que denuncia la perversión de un sistema que potencia el individualismo más extremo y que nos convoca subjetivamente a pensar en una no-sociedad. Para los regímenes pos neoliberales que nos gobiernan no existe el otro -o mejor dicho el otro solo existe en tanto y en cuanto no me perjudique o no interceda en mi camino para obtener lo que deseo. Un mundo de consumidores y no de ciudadanos, un mundo de sujetos sumisos aplastados a la vez por instituciones fosilizadas que nos arrasan y nos llevan a una crisis final de sentido. El protagonista de esta serie (y lo que hace que la serie genere todo lo que genere) es finalmente el mundo en el que vivimos. Cataluña es solamente la aldea que se pinta, pero esos personajes se transforman en reconocibles y universales como pueden ser los personajes de Los Simpson o de El chavo del 8.

Sin caer jamás en la estridencia o en el subrayado progresista, la serie muestra a jóvenes que tienen que dejar de estudiar para ponerse a trabajar (la historia de Paul Rubio que es quizás el personaje más importante después del propio Merlí) se entrecruzan con historias de sujetos deseantes y de duelos no elaborados. La ficción que transcurre en el colegio Angel Guimera comprende que los adolescentes son sujetos que se están constituyendo como tales y por eso no los juzga, tan solo los acompaña con la mirada. Acompaña también a ese profesor que contagia amor por sus autores predilectos y trasmite calidez de modo hipnótico mientras reconstruye su vida afectiva (con sus amores, con su madre y con su hijo) como puede.

En los dos últimos capítulos de la última temporada los nombres de los episodios dejan de tener el nombre de celebridades del campo de la filosofía para pasar a tener el nombre de los protagonistas de la serie, operando de esta manera un desplazamiento que se observa también en el desarrollo de los acontecimientos: como si la serie atravesara un proceso de síntesis dialéctica en el que los personajes y la trascendencia de sus conflictos se desplazan de modo conmovedor y natural.  Así, Merlí representa algo de la autoridad en un mundo sin ley, o donde esa ley es impuesta por el mercado y sus reglas deshumanizadas. Es interesante pensar cómo la serie sutilmente trabaja sobre ese mundo social que se observa en los detalles pero que se percibe y se siente opresor en el afuera. El fuera de campo es clave porque es lo que permite que la serie no caiga en esos vulgarismos torpes tan propios de la corrección política que hace que los artefactos estéticos sean denunciadores de un determinado orden, perdiendo en esa misma operación el poder de conmover desde lo formal.

Por medio de una serie de detalles, percibimos la situación de la España contemporánea y esa pintura de época no nos pasa desapercibida (y quizás allí también radica una de las claves para entender el éxito desde lo sociocultural que representa este producto televisivo que a simple vista podría resultar anacrónico). Es el vínculo entre Merlí y Paul (quien parece que debe dejar la escuela para trabajar ) el que mejor retrata la crisis de España, crisis económica, institucional y subjetiva. Desde esa coralidad -no hay aquí personajes secundarios o decorativos- Merlí funciona como el director de orquesta que conduce tensando la trama y resolviendo los conflictos.

Otra cuestión interesante y significativa es que Merlí nunca es un personaje idealizado. Todo lo contrario, lo vemos haciendo gala de un ombliguismo y narcisismo poco moderado, que con el correr del tiempo realiza su propio aprendizaje. Así observamos ese desplazamiento conmovedor que opera al final de la serie, mediante el cual un Merlí contemplativo observa el final de las cosas sabiendo que la misión está cumplida. Lo que hace que Merlí represente lo que representa para nuestra cultura es que esa mirada colectiva nos muestra una salida posible en este orden extremadamente individualista. Los jóvenes educados por Merlí construyen un lazo grupal que los une a lo largo del tiempo y esa unión es la que hace la fuerza.

En La educación como práctica de la libertad, Paulo Freire plantea que la palabra verdadera es un conjunto solidario de dos dimensiones, la reflexión y la acción. En este sentido, decir la palabra es transformar la realidad y también- agregamos nosotros- transformar la realidad desde la crítica es lo que finalmente nos transforma en sujetos libres para interactuar con el mundo que nos rodea. Quizás por eso es que al vocero macrista Alejandro Rozitchner (el Rozitchner malo) no le gusta el pensamiento crítico. Como exponente radical de esta educación para la libertad y esta práctica liberadora, Merlí se transforma en un personaje subversivo: solo dándoles la palabra a los otros y comunicándonos desde nuestra humanidad con lo humano que tienen esos otros es que podremos romper al fin las cadenas subjetivas que nos atan a esta dominación naturalizada.

“Si tienes voz, tienes palabras” cantaba Almendra hace más de 40 años. Essa voz socializada es de lo que hace gala Merli porque -como dice Freire- nadie habita el mundo solo. Para el educador brasilero, decir la palabra propiciaba el encuentro con los otros y ese encuentro entre los hombres no puede darse en el vacío. Merli les da la palabra y la voz a sus alumnos, y al darles la voz les da la libertad. Al impugnar ese orden y esa subjetividad hegemónica de lazos sociales débiles se erige a su vez en un sentido común alternativo que congrega y unifica lo previamente roto.

El mitológico “Barbaros, las ideas no se matan” de Domingo Faustino Sarmiento podría trocar en las ideas no mueren. Al final, y luego de una ardua tarea, Merlí -y a diferencia de lo que observábamos al inicio-sí tuvo un lugar donde caerse muerto. Dejó de ser un hombre y se transformó en una idea, algo así como una imagen de la libertad.

Merlí (España , 2015-18). Dirección: Héctor Lorenzo, Eduard Cortes,Menna Fite, Guion: Héctor Lorenzo, Merce Sarrias;Laia Aguilar. Elenco: Francesc Orella, Pere Ponce, Pau Poch, Pau Durà, David Solans, Carlos Cuevas, Elisabeth Casanovas, Ana Maria Barbany, Marta Franco. Tres temporadas disponibles en Netflix.

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