Cuerpo partido de arriba a abajo y de lado a lado. Cuerpo fragmentado, olvidado de sí. Cuerpo que se encierra y se somete, de ser necesario, para sobrevivir. Cuerpo que se mueve en medio de lo que los demás desechan, ya sea semen o mierda. Cuerpo (otro) que necesita ser degradado por la palabra para encontrar el goce que el contacto de lo físico le niega. Cuerpo (propio) que accede a la degradación para reconvertir el placer en catarsis verbal que permita expulsar el dolor. Cuerpo que expulsa y cuerpo expulsado. Cuerpo blanco que huye de la oscuridad, que no es sólo territorio de la noche sino también de otros cuerpos. Cuerpo despojado del hogar. Cuerpo refugiado junto a otros cuerpos, también despojados. Cuerpo comunidad. Cuerpo casa. Cuerpo templo. Cuerpo que sangra, cuerpo ya tocado, ya cogido y roto por dentro. Cuerpo exhibido y puesto al servicio de otros cuerpos. Cuerpo real, cuerpo soberano.

La realeza del cuerpo que hay en Alanís refiere a lo real entendido como forma que se expone cruda, a la suciedad dada por la imagen como materia palpable, alejada de todo simbolismo, de toda metáfora: recostada con su hijo a lo ancho del plano como una Venus del Once, con su vestido rojo y desaliñado, Sofía Gala es una Venus a la venta; no es, ni pretende ser, la Venus de Velázquez contemplándose desnuda frente al espejo . No es cuadro ni musa. No es mito ni figura quieta e inalcanzable. Es más bien una Venus en piel pero rota, tatuada, una venus que sangra. Una Venus sin espejo y sin consuelo, en carne viva y maltratada.

Lo real en Alanís es el cuerpo que se expone y la calle que se impone. No se enuncia, no se poetiza ni se estetiza nada. La metáfora, si es que la hay, perece ante aquello que se muestra como tal. No quiere dar a entender nada. No quiere decir esto parece esto pero en realidad es esto. No. Esto es. Punto. La realeza del cuerpo que hay en Alanís está dada por los planos iniciales que alternan culos y calles. La metáfora, si es que la hay, es que esas mujeres van a salir a la calle para romperse, literalmente, el orto, aun cuando no les guste, aun cuando no les quede otra, aun cuando prefieran trabajar en un departamento, en un hotel o en el interior de un auto.

La realeza del cuerpo que hay en Alanís está dada por la conciencia de saberse Puta y Madre y asumirse como tal, pero sobre todo por la certeza establecida sobre la mirada del otro: “Me estaban cogiendo y rompí bolsa”, confiesa la protagonista. La configuración del deseo masculino puesto en las tetas (las de Alanís y las de cualquier otra mujer), nunca en la panza, obedece tanto a niños como a ancianos: Dante y José chupan la misma teta. Lo que en uno es instinto y necesidad de vivir, en el otro es desesperación y necesidad de seguir sintiéndose vivo. El deseo, más allá de toda moral, es el mismo y los iguala.

Entonces Puta y Madre, pero también Santa. Y aunque de esto último no hay conciencia ni certeza en la  Alanís protagonista, la categoría es concedida por Berneri al colocar en la muñeca izquierda de su personaje la pulsera con las imágenes de todos los santos y al tomarla de frente en el momento del interrogatorio y la confesión, al igual que Godard con Anna Karina en Vivir su vida, donde la actriz encarnaba a una prostituta, y al igual que Dreyer con Maria Falconetti en La pasión de Juana de Arco, película que a su vez era vista por Karina en aquel film de Godard. Pero con la diferencia de que aquí no hay pasión, ni lágrimas, ni condena alguna. Alanís es la santa que ríe.

La realeza del cuerpo que hay en la película de Berneri la acerca a la realeza del cuerpo que hay en Tangerine, de Sean Baker, donde todo también es expuesto sin regodeos esteticistas ni caprichos formales. Ambas comparten una idea del mundo que se recorta como un territorio hostil alrededor de sus criaturas, y a su vez la idea de una comunidad mínima y vulnerable, reducida al tiempo compartido en una lavandería o a un departamento disfrazado de casa de masajes, donde sólo se tienen a sí mismas para cuidarse. Pero sobre todo, la película de Berneri conecta con cierto cine argentino del último tiempo (La noche de Edgardo Castro, Monger de Jeff Zorrilla, casi todo el cine de Campusano y, yendo más atrás en el tiempo, Ronda nocturna de Cozarinsky y Vagón fumador de Verónica Chen), con el que comparte la revelación de un paisaje nocturno y atroz que intuimos cercano pero nos negamos a ver, y mucho más a experimentar, aun cuando éste nos pasa muy de cerca todos los días.

Alanís, entonces, es nombre falso pero cuerpo verdadero. Y más allá de la artificiosa sonoridad que el nombre desprende, que no es más que otra forma de ponerse a salvo, otra forma de buscar refugio, el acento puesto sobre la í le da el peso y la entidad que le falta al nombre de la cantante a la cual refiere (la Alanis canadiense no precisa de tildes que la ayuden a vivir). Ese acento, ese peso, es el mismo que llevan los nombres de Anahí y de Sofía. Es el mismo que llevan los nombres de María y de Yiyí. Es el mismo que lleva esta gran película.

Alanís (Argentina, 2017), de Anahí Berneri, c/Sofía Gala Castiglione, Dante Della Paolera, Dana Baso, Silvina Savater, Carlos Vulletich, 82′.

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