“No estoy contribuyendo a no morirme” dice al comienzo del documental su protagonista, Guillermo Violini Ponce, taxidermista, aunque hasta ese momento el relato no abunda en detalles sobre sus problemas de salud (un bastón que lo acompaña en otra escena, sumado a los cigarrillos que consume y a la enumeración de malas comidas dicha por la esposa, echan una pequeña luz sobre ese aspecto). Cerca del final, el mismo Violini Ponce parece incurrir en la contradicción cuando dice “Hay que ganarle a la muerte de alguna forma. Tengo miedo de morirme y que nadie se dé cuenta”. La imprecisión en la fecha de una y otra tiende a poner en un mismo plano dos momentos de la vida de una persona, y de esa manera, antes de establecer una contradicción, se propone una tarea de contraste. Acciones y pensamientos como niveles diferentes que hablan de una imposibilidad: la de que cuerpo e ideas puedan marchar en el mismo sentido.

Un tigre arriba de la mesa es el resultado de esos contrastes, de una dialéctica continua entre la vida y la muerte. Que parte de la paradoja de un hombre que tiene miedo a morirse sin dejar huella y que termina suicidándose en el baño de su casa; y que a la vez se dedica a “volver a la vida” a seres muertos, mayormente mascotas con una implicación afectiva para sus dueños. Para el taxidermista, eso que fueron esos animales es apenas un punto de partida para un trabajo de reconstrucción: “De una bolsa de mierda y sangre, volver a reconstruir una anatomía compleja”. La taxidermia no es más que una puesta en escena, una ilusión. De allí que niegue la obviedad de que no se trata de un Dios –aunque sus clientes quieran hacerle un monumento- sino de un técnico. De esa manera está poniendo una distancia que es crucial: los animales no vuelven a la vida, sino que recobran una apariencia. Ese detalle que los que fueron los dueños de esas mascotas no pueden comprender porque solo les interesa recobrar la experiencia afectiva. Un hombre que lleva su gato con el cráneo destrozado y que ante su reconstrucción recobra los hábitos perdidos –hablarle, acariciarlo, cortarle el pelo, llevarlo en su mochila-. La mujer que tiene a su mascota en su cama como un muñeco más, única tabla de salvación que encontró ante la muerte –de la perra, del deseo por la suya propia. En ese punto, eso que alguna vez tuvo vida, se convierte en un peluche más. Si la conexión en el caso de Blanca es más palpable por una cuestión de proximidad entre unos y otros, establece además un retorno de los personajes a la conducta infantil: la mascota como juguete ahora, como en la infancia eran los juguetes llevados a una vida de apariencia real en los juegos.

A diferencia de Blanca, Guillermo no tiene de qué aferrarse. Los animales que pueblan el living de su casa, como un zoológico silencioso y absurdo, son como esos peluches que conviven en las máquinas hasta que un gancho de metal los rescata. Guillermo no ha perdido su mascota, sino a su padre, y esa ausencia tiene un peso definitivo: “A mí se me rompió la familia Campanelli”, dice con resignación y abatimiento, como si ya no hubiera sentido posible en lo que queda. Como si allí se hubieran roto todos los lazos con la tierra firme de la vida. El hombre que contribuye a que la vida de otros recobre sentido, al menos en la apariencia, no puede encontrarle sentido a la propia ante esa muerte que no puede reparar –y lo notable es que la desesperación de unos y otros ante la pérdida revela una notoria similitud.

Esa apariencia es la que domina, a uno y otro lado, la esencia del documental. La apariencia de vida de los animales inmóviles se replica en la imagen de la familia que construye la película. La madre percibida por el protagonista como una hermana y con la ausencia constante de la demostración afectiva. La abuela como la verdadera madre, la que logró construir el lazo que la otra no pudo. Pero donde se revela en toda su dimensión la apariencia familiar es en la voz de la esposa. Que no solamente no entiende por qué Guillermo no la dejó, sino que además percibe que la muerte fue, quizás, la única forma que encontró para dejarla. Un desamor que las imágenes, incluso las del pasado, tienden a contrastar nuevamente, como si la presencia de la cámara hubiera activado siempre esos rasgos mínimos de felicidad en el espacio familiar. No es casual que, entonces, la decisión de poner en off la voz de la esposa no solo se revele como un acierto, sino que potencie el efecto de contraste. “La soledad que tengo hoy no es distinta de la que tenía con él”, dice, revelando lo que había detrás de esas imágenes registradas en el pasado. A diferencia del humor absurdo que aparece en la relación de Guillermo con sus clientes –y que se liga con los trabajos documentales de Néstor Frenkel-, en las voces familiares aparece una inesperada oscuridad, una suerte de liberación que se produce tras la muerte y que le hace decir, por caso, a la mujer que “yo siento que ahora la casa es nuestra”, como si las huellas de una ocupación hubieran comenzado a desdibujarse.

Lo interesante es que, aún sin explicitarlo, el documental de Juan Manuel Varela y Mariana Manuela Bellone sabe sobreponerse a lo inesperado –la muerte del protagonista- encontrando caminos alternativos. Las filmaciones del último día, por ejemplo, adquieren una potencia que marca el otro eje que atraviesa el trabajo. Si la taxidermia es una forma de eternizar la imagen de algo que ya no tiene vida, las fotos, el cine, las filmaciones familiares operan en la eternización de otro cuerpo que, como los animales, es reconstruido, congelado en un momento de su existencia, fijando una imagen de quién fue Guillermo. En ese punto es que se despega de la individualidad del personaje y de la vida que lleva. La extraña mezcla de humor, tristeza y oscuridad consigue trazar un retrato que excede a la familia y se instala en un terreno más complejo: en esa forma en que los afectos –o la falta de ellos- están ligados a la ausencia, a la pérdida y a la persistencia de los recuerdos.

Un tigre arriba de la mesa (Argentina, 2018). Dirección: Mariana Manuela Bellone y Juan Manuel Varela. Guion, fotografía y edición: Mariana Manuela Bellone y Juan Manuel Varela. Duración: 66 minutos.

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