Martin Eden (2019), segundo largometraje de ficción del realizador italiano Pietro Marcello (con un sólido background como documentalista), es en primer lugar una adaptación de la novela homónima (1909) del escritor estadounidense Jack London.

La novela de London cuenta con elementos autobiográficos, rasgo presente en la mayoría de sus novelas, pero tiene la particularidad de alejarse del género de aventuras por el que fue reconocido. Desde el punto de vista del género, Martin Eden se encuadra en el llamado «künstlerroman», es decir, la novela que se centra en la figura del artista y que sigue su evolución y su destino. Esta historia de ascenso y caída del protagonista en su carrera como escritor fue usada por London como una parábola que ofrece a una crítica del individualismo como ideología. Por el profundo debate ético-político que introducía, fue una novela poco aceptada por el público y el canon especializado hasta caer en el olvido. Desde este punto de vista, resulta interesante el gesto de Marcello que, al trasponerla, no sólo lo reivindica sino que asume el riesgo de trabajar con un material explosivo y de ir contra la corriente de ficciones ligeras, con plena aceptación en la industria, para poner nuevamente en el tapete un debate ideológico que a la luz del avance de los neoliberalismos continua bullendo con fuerza en nuestro presente.

(con un sólido background como documentalista), es en primer lugar una adaptación de la novela homónima (1909) del escritor estadounidense Jack London.

La adaptación de Marcello es fiel a la trama y al espíritu de la novela pero también es un buen ejemplo de cómo apropiarse de un material y adecuarlo a la idiosincrasia de su cultura y de su cinematografía. De ahí que uno de los cambios más importantes que realiza el director en el guion, coescrito junto a Mauricio Braucci, es situar al protagonista en Nápoles y en el contexto de los comienzos de las luchas obreras. El prólogo condensa de manera ejemplar las claves de contenido y de estructura formal a partir de las cuales leer lo que seguirá. En el comienzo vemos a un hombre, todavía joven, que fuma con ansiedad y graba el ideario que orienta su vida: contrarrestar los tiránicos poderes del mundo a través del poder de las palabras. Seguidamente se insertan imágenes de archivo restauradas donde el líder anarquista Errico Malatesta habla a la multitud. La lucha obrera de fines del siglo XIX es entonces el contexto histórico en el cual entender la declaración del joven, que propone el acceso a la educación y a la cultura como herramienta de liberación de la sujeción en la esclavitud por parte de los obreros.

Por otra parte, ya se advierten dos movimientos interesantes que realiza el director. Por un lado, la amalgama entre la ficción y el documental que sitúa el relato en el contexto más amplio de la Historia de Italia, en particular, y que resuena hacia la Historia de la humanidad en general. Y al mismo tiempo un estilo narrativo de tipo clásico, que al ser intervenido por materiales de archivo fílmico restaurados dotan a la película de un sesgo experimental y de un clima de extrañeza en tanto se diluyen ficción y realidad. Estos materiales documentales adquieren, en su interacción con la ficción, diversas significaciones: algunas veces pueden ser leídos como contexto socio-histórico, otras como recuerdos o ensoñaciones del protagonista o también puntuando sus estados anímicos.

Martin (Luca Marinelli) es un joven marinero, de unos veinte años, que vive en los barrios marginales de Nápoles. Su realidad está marcada por la amarga pobreza que lo ha llevado a trabajar en barcos desde los 11 años. De regreso en tierra, una noche conoce a Marguerita (Denise Sardisco), una camarera, en un lugar bailable y tiene sexo con ella en un barco del puerto. La contingencia hace que al despertar encuentre a un hombre de seguridad portuaria golpeando brutalmente a un joven y que éste, en agradecimiento por su protección, lo lleve a conocer a su familia de la alta burguesía. En la mansión, vemos a Martin deslumbrado y curioso por los emblemas de la alta cultura: un cuadro con una escena marítima, un libro de Baudelaire. Allí conoce a Elena Orsini (Jessica Cressy), la joven hija de la familia acomodada. Los cruces de miradas entre ambos durante el almuerzo y las subjetivas de Martin hacia ella cuando se despiden -en ese día que describe como uno de los más felices de su vida- cifran el flechazo amoroso. Martin la visita en reiteradas ocasiones, se escriben cartas mientras está embarcado (donde el recurso del primer plano fijo de Elena respondiendo las cartas de Martin da cuenta de la idealización del enamoramiento) y el amor se consuma. Por supuesto los problemas no tardan en llegar, ya que la madre de Elena no ve con buenos ojos la relación de su hija con un hombre de otro estrato social.  

El encantamiento de Martin con la cultura de la familia Orsini despierta en él la avidez por la lectura y el deseo de poseer ese bien del que carece. Su primer descubrimiento es que quiere ser como los ricos: hablar y pensar como ellos. Entiende que la educación es la llave para la emancipación de su dura y laboriosa vida en la pobreza. La educación formal lo rechaza por considerar que no cuenta con suficiente cultura general. La realidad es que resulta un bien reservado para los de su misma clase social, signo de una sociedad que segrega al diferente antes que incluirlo ofreciéndole oportunidades que le permitan mejorar su situación social.

Pero Martín persiste y se forja, con la ayuda de Elena, una formación autodidacta. Cuanto más lee y aprende, descubre su deseo de ser escritor. Aquí se puede diferenciar el Ideal de pertenecer a una clase social y de portar sus semblantes, que lo impulsa a estudiar; del deseo de escribir, de dar testimonio de su experiencia como modo singular de vivir la pulsión. Se anima a mostrar sus primeros escritos a Elena y a su hermana; ellas los juzgan bellos pero tristes. No obstante la crítica, Martin persevera. Compra una máquina de escribir y comienza a enviar sus escritos a revistas con el objetivo de ser publicado a cambio de una buena paga. Los sobres regresan una y otra vez, devueltos al remitente, pero el joven insiste, una y otra vez. Las trabas y los obstáculos que pone el mundo burgués al ascenso social de los desfavorecidos no van a desalentarlo ni a derrumbarlo. Su camino como artista corre en los comienzos en paralelo con una vida de trabajos esclavizantes, con largas jornadas, mucho esfuerzo y poca paga: el trabajo insalubre en una fundición junto a su amigo Nino, el trabajo duro en el campo cuando se mude a las fueras de la ciudad.

Martín vive junto a su hermana Giulia (Autilia Ranieri), su opresivo esposo Bernardo (Marco Leonardi) y sus hijos. La familia funciona con una estructura patriarcal de raigambre capitalista, en la cual el macho poderoso explota a su esposa (que realiza las tareas hogareñas sin remuneración alguna) y al hombre más joven, a quien exige un pago de alquiler, obliga a trabajar forzadamente y sobre quien detenta la decisión respecto de su permanencia. Lejos estamos de una familia orientada y ordenada a partir de lazos de amor. De ahí que cuando Martin retorne contento con dos libros de la casa de Elena, Bernardo le diga: “Trae dinero a casa, no libros”. La cultura no es un bien de valor, sólo el dinero para aquellos que luchan diariamente por la subsistencia. Bernardo sólo puede ver en él a un soñador ingenuo y a un vago. Y, finalmente, harto de la negativa de Martin de trabajar junto a él, decide echarlo de la casa. El director puntúa cada separación de los hermanos como importante, insertando material de archivo de dos niños bailando rock en los suburbios, el cual funciona como un recuerdo de los buenos momentos que los unieron.

Muy diferente es la relación que el joven va a establecer con María (Carmen Pommella) y sus dos hijos. María es una mujer viuda y una humilde costurera que vive en el campo, en las afueras de Nápoles. Martin la conoce, también por azar, en el tren. La mujer le ofrece quedarse en un cuarto en desuso de su casa. Es alguien que no tiene nada, que no le exige nada y que no juzga negativamente su deseo de ser escritor. Se trata de un lazo que se funda por fuera del capitalismo y es este uno de los pocos lugares donde Martin encuentra un sentido de familia sostenido en la solidaridad, donde cada cual aporta lo que puede según su circunstancia.

Otro personaje importante en el camino de Martin como artista es Russ Brissenden (Carlo Cecchi), a quien encuentra de manera fortuita en una fiesta en la mansión Orsini. Russ es un intelectual y escritor, que colabora con un periódico independiente de orientación socialista. Entre ambos no sólo se forja una amistad, sino que funciona para Martin como una figura paterna, al brindarle una orientación, un sentido a su escritura, obnubilada por el encantamiento amoroso con Elena y por su adhesión al individualismo, a partir de sus lecturas de Herbert Spencer sobre el darwinismo social. Martin cree que los individuos tan pronto como se organizan vuelven a ser esclavizados por los más fuertes del grupo, de ahí su rechazo al naciente socialismo. Russ se encuentra en el ocaso de su vida, afectado por serios problemas respiratorios, y encuentra en Martin un joven a quien transmitir su deseo, de ahí que le delegue su último escrito.

El director aprovecha muy bien la condición social de Martin para retratar a través de sus caminatas por los suburbios napolitanos y de los materiales de archivo que inserta, los rostros curtidos, cansados y tristes de la dura vida de la clase trabajadora. De esta manera, Marcello se inscribe claramente en una tradición cinematográfica ligada principalmente al neorrealismo italiano y al pensamiento de Pasolini. También encontramos ecos del cine de Visconti en el retrato de la insulsa y sectaria aristocracia devenida en burguesía, así como en la decadencia de la figura del artista. Pero, al mismo tiempo, la película aporta las marcas de su propio tiempo en la composición al modo de una instalación audiovisual, en las técnicas de restauración y el tratamiento del color de los materiales de archivo y en la música electrónica que imprime sobre algunos de ellos. 

Tanto la línea romántica, como la línea social o la del camino del artista, permiten que el film pueda leerse con las claves del melodrama. Martin quiere pertenecer a una familia (la de Elena), quiere cambiar su condición social y ser aceptado en el círculo de los escritores. En este punto, la cicatriz de su mejilla (producto de una pelea callejera) funciona como la marca indeleble de su origen, por la cual no logra ser aceptado ni comprendido, más allá de sus esfuerzos de superación.

El amor entre Martin y Elena es un amor del tipo narcisista, sostenido en el modelo de ideal de lo que Martin querría ser, y es también un amor pasión que condena a la fatalidad (al no ser consentido y soportado por la joven Elena influenciada por los designios maternos), pues como dice Martin:  “Estoy atado a ella”. De ahí, que pueda desear a otras mujeres como Margherita o su asistente Rebeca, pero no amarlas. En última instancia, el melodrama romántico presenta bajo la forma de la prohibición, ligada en este caso a la diferencia de clases sociales, el imposible estructural de la complementariedad entre los sexos.

Y un día llega finalmente el éxito literario tan anhelado. Martin vive ahora en un apartamento lujoso, tiene asistentes, sale en las tapas de revista y es invitado a dar conferencias sobre su obra. Pero lejos de que veamos a un hombre feliz, nos encontramos con una suerte de rock star decadente. Se lo ve ojeroso, fuma como un escuerzo y su ánimo bascula entre la depresión y la cólera.

La película de Marcello muestra muy bien cómo el poder, por efecto de discurso, transforma el goce de escribir, ese que no sirve para nada en tanto se realiza por puro placer, en plusvalía. De este modo, Martin, lejos de lograr una emancipación por la vía de la meritocracia individualista, deviene en esclavo de las corporaciones editoriales. El film da cuenta también con acierto cómo el poder que se ejerce sobre los cuerpos los afecta produciendo pasiones oscuras como la melancolía o el resentimiento. Martin se transforma en un resentido contra esa clase social que primero no lo aceptó pero que ahora se acerca él por su fama y que poco comprende o se interesa en verdad por su obra (como se puede en la escena en que da la conferencia), y al mismo tiempo, se desprecia a sí mismo por haberse convertido en aquello que odia.

Martin maldice como indigno aquello en lo que la senda del individualismo lo convirtió al renegar de las marcas de su origen. De ahí la escena en que persigue la imagen de sí en un pasado al que ya es imposible volver. ¿Pero cómo salir del atolladero del discurso capitalista, de la lógica de pocos amos y millares de esclavos? Una posible solución se vislumbra en la recuperación del amor en tanto aquello insabido e inconmensurable que forcluye el capitalismo. Pero Martin ya no puede amar porque tiene. Lo que da a su hermana, a su amigo Nino, a María o a la causa revolucionaria es dinero. Da lo que tiene como un consuelo, da desde un lugar de amo que deja a esos otros en deuda con él. La riqueza alcanzada es ahora su condena, ya que para amar (a una mujer o a una causa social o literaria) es preciso estar en falta. De ahí, que sólo quede para él el nihilismo desolador de la escena final. En Martin Eden, Pietro Marcello con audacia y destreza técnica logra recuperar un clásico olvidado y plasmar una película con un claro sentido social, pero que no descuida la fuerza poética de las imágenes. De este modo, consigue hacer resonar en el presente el debate ético-político entre el individualismo y el socialismo, que lejos de estar perimido o agotado, se renueva en estos tiempos pandémicos tan aciagos, entre el goce mortífero de la libertades individuales o una vida ligada al deseo en el cuidado del otro.

Calificación: 8/10

Martin Eden (Italia, 2019). Dirección: Pietro Marcello. Guion: Pietro Marcello, Maurizio Braucci (sobre una novela de Jack London). Fotografía: Alessandro Abbate, Francesco Di Giacomo. Montaje: Fabricio Federico, Aline Hervé. Elenco: Luca Marinelli, Jessica, Vicenzo Nemolato, Marco Leonardi. Duración: 129 minutos. Proyectada en la sección Trayectorias del 22º Bafici.

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