marlene-dietrich11855025922En una reseña crítica corta de Destry Rides Again (George Marshall, 1938), Pauline Kael cita declaraciones de Jean Cocteau y de un tal Kenneth Tynan sobre Marlene Dietrich. El primero dice que Marlene usa plumas y penachos como si pertenecieran a su cuerpo, con tanta naturalidad como los pájaros. El otro dice que la Dietrich posee la más rara de las virtudes de la civilización, la ironía. Marlene no es cínica. Disfrazada por Sternberg está siempre más allá de ese disfraz, pero nunca por encima de él. Jamás sugiere condescendencia, se presta al juego de la simulación ridícula, resignada y decadente, con la ternura de quien sabe que esa distracción no resuelve pero, al menos, pospone por un rato la conciencia de lo inevitable. Sus auditorios no están compuestos por adultos sino por chicos, devueltos por la sensual morosidad de Marlene Sternberg a la primera adolescencia libidinosa. En Marlene (Maximilian Schell, 1984) vemos imágenes de archivo mientras escuchamos su voz respondiendo a las preguntas del director porque sólo aceptó prestarse al proyecto con la condición innegociable de que ni ella ni sus cosas fueran filmadas. El pobre Schell no sabe muy bien qué hacer con tan poco material y, en los peores momentos, actúa de director de cine atormentado o imita encuadres de Welles y atmósferas de Fellini. Por suerte, no abusa de la pose y hasta conserva un momento en el que Dietrich le dice que ninguno de los grandes directores con los que trabajó la había tratado con tanta insolencia. Pudiéramos llegar a pensar que la diva se oculta de la cámara por vanidad, pero no lo parece. Dice por ahí que ya está cansada de exponerse y le creemos. Hay demasiadas presentaciones públicas en las que se la ve con unos cuantos años y arrugas encima, amén de que cualquiera que habiera sido filmado por Sternberg, tanto y tan orquestadamente como ella lo fue, parecería deslucido en todo otro contexto. Pero hasta en esas imagenes hubo siempre algo áspero, rudo, refractario a la idea vana de coquetería. Nunca sintió la necesidad de ocultarse como la Garbo para conservar el mito, y acaso puede que lo más decepcionante de la película de Schell sea su falta de relieve legendario. No tanto porque Schell no se lo proponga, sino porque la propia Dietrich no se creyó su mito y, aún durante el tiempo en que lo encarnó gloriosamente, su ladeada sonrisa impedía que olvidáramos la ostentosa falsedad de esa fantasía.

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