Por Marcos Vieytes. 

Superada la resistencia a esa clase de películas que se contagian de las actitudes de los personajes que ponen en escena, miembros de una burguesía europea instalada desde hace siglos en una especie de general aquiescencia debida en parte al no padecimiento de necesidades económicas, pero sobre todo al no re-conocimiento de la ignorancia de esa experiencia, que traslada su estándar de confort a su visión del mundo, ya descartada toda pregunta metafísica a sabiendas de su imposible respuesta… Superada la resistencia a una película que por momentos hace alarde de la continuidad invisible, por más paradojal que suene esta exhibición de un maquillaje que se oculta en la apariencia de naturalidad (como nos lo recuerda Brian De Palma a través de Nancy Allen durante la conversación que esta sostiene con John Travolta en la estación de Blow Out), conectando escenas con trucos de continuidad tan clásicos como el de los personajes que corren cortinas en uno y otro plano… Superada la resistencia a un título espantoso asignado por los distribuidores locales, entorpecido por una coma que parece estar en lugar de unos dos puntos bastante moralistas, y que carece por completo de sentido en relación con la película, razón por la cual da ganas de encontrarle significado de tan absurdo… Superada, finalmente, la resistencia a la mismísima resistencia, esa necesidad de oponerse desde el vamos a lo que se presenta ante nosotros por las dudas, que puede ser una forma de prejuicio, pero también de activa curiosidad, desconfianza hacia lo dado y afirmación de uno mismo como sujeto de conocimiento y portador de una palabra propia intentando dialogar ante el monólogo del espectáculo indiscriminado que se ofrece como universo cerrado en sí mismo… se me ocurren dos o tres cosas que decir a partir de esta película.

Que el orden burgués consolidado a partir de la ilustración puede ser pensado incluso, aunque con algo de esperanza disfrazada de cinismo, como una propuesta revolucionaria debido a la incorporación de la expectativa del propio fracaso dentro de sus parámetros, la supuesta negación a que la esfera mítica de la existencia ejerza su dominio a través de diversas instituciones religiosas, y el materialismo prosaico que todo lo vuelve terreno, limitado, pedestre y, por ello mismo, funcional y maleable. Que son mucho más duras con nosotros mismos muchas películas de ambiente burgués y representación naturalista que la mayoría de aquellas que pertenecen a géneros como el gore o el porno, cuya existencia, a decir verdad, cumple en ocasiones un rol más terapéutico que alienante, siendo algo así como el paliativo lobotómico de la decencia maderada de aquellas, el reverso físico de su seco escepticismo conceptual. Que con el estreno de esta película acaba de suceder el más bien improbable hecho de que nos acordemos de Claude Sautet, gran cineasta invisible europeo de la segunda mitad del siglo pasado, capaz de elevar el modo de vida burgués a un estadio poco menos que metafísico, alumbrando el vacío sobre el que bailamos las marionetas de un sistema de creencias precarias y móviles hasta la náusea, anclados a unos cuerpos cada vez más desencarnados que laten al compás de un corazón cuyos caprichos se vuelven con el paso de los años más patéticos que divertidos. Tu amor, mi perdición es una película de amarga ligereza. Por ella pasan las cosas de la vida –una mujer y madre a punto de casarse que se enamora de otro hombre, un escritor separado al que sorprende la muerte de su padre y ve como su hija se va a vivir sola, la senilidad de una viuda, hijos que deben afrontar las deudas de un padre muerto- que filmara mucho más luminosamente Sautet en 1970. Pese a la tristeza radical de todas sus películas, la ternura no sentimental fue la inflexión dominante de su mirada comprensiva. Acá no están por completo ausentes, pero incluso en exteriores y de día se impone cierta superficial nocturnidad debida a la frialdad del clima, un espacio fílmico más vaciado que vacío y ni el más remoto asomo de dimensión espiritual alguna.


La voz off inicial del escritor Paul Bastherlain (el actor y director Louis-Do de Lencquesaing) reaparece brevemente dos o tres veces más en la película. Describe sentimientos y es tan poco inoportuna, aunque menos envolvente, como las de los personajes de Sautet. Da acceso momentáneo al interior de personajes que, sin ser tan obsesivos y ensimismados como los del director de Max y los chatarreros y Un corazón en invierno, manifiestan un grado similar de tristeza, vulnerabilidad y algo que podría describirse como la activa de resignación de saber que nada dura para siempre y que a cierta altura de la vida ya no tiene sentido patalear por eso. Pese a lo que el título local manifiesta y el comienzo de la película sugiere, no es el amor o la aventura de la pareja protagonista el hecho significativo, sino la muerte del padre. Hay varias excelentes escenas en las que la duración de los planos da tiempo a que los personajes expresen la tensión entre el vasto dolor y las finitas maneras de darle curso en sociedad, separadas por cortes abruptos cuyas elipsis de unos pocos minutos las aceleran relativamente, volviéndolas sólo en apariencia más tolerables, cuando lo que hacen es darles una solución de continuidad que impide la catarsis melodramática, esa en la que podemos entregarnos a una celebración pública del dolor sin ninguna clase de restricciones hasta quedar exhaustos. Acá todos los personajes tienen que seguir adelante con sus obligaciones y el espectador también, lo que resulta fuertemente desagradable, acostumbrados como estamos a que el cine sea el lugar en el que se consienten todos nuestros deseos.

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