Isabel Perón es, para el peronismo, un gran enigma. Pero por sobre todo es una especie de mancha venenosa que nadie quiere jugar, en tanto representa la peor etapa del peronismo, la que permitió desembocar en el golpe de estado de 1976 y la peor dictadura de la historia. Es un episodio al que no se quiere volver, el punto de partida de un ciclo que se clausurará recién 11 años después del golpe, cuando la llamada Renovación Peronista termine de desmontar las rémoras de aquellas formas del peronismo que en el 83 encarnaron Ítalo Luder y Herminio Iglesias. Tanto que entre la enorme cantidad de documentales alrededor del peronismo como fuerza política, la figura de Isabel es, con suerte, una nota al pie.
Isabel parecía condenada, como personaje, a la irrepresentabilidad. Pero en los últimos años esa tendencia pareció revertirse. En 2018, la serie española Arde Madrid narraba en clave de ficción la vida de Ava Gardner en la Madrid de los años 60. Como personajes laterales en la trama, en su condición de vecinos, aparecían Juan Domingo Perón e Isabel Perón. La gracia de la representación consistía en la forma en que la cotidianeidad de la pareja aparecía por sobre las consideraciones políticas, y por sobre todo, las acciones de una Isabel que parecía anticipar las modulaciones que tendrían sus discursos tras asumir el gobierno nacional. En 2019, en el Teatro San Martín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires se estrenó la obra Happyland, que trazaba un arco temporal para hacer convivir en el escenario a la Isabel joven que baila en el cabaret panameño que lleva ese nombre con la Isabel detenida tras el golpe en El Messidor de Bariloche. Como en la serie española, la obra montada por Alfredo Arias hacía hincapié en el absurdo, pero aquí éste se volvía ominoso –al punto de poner en boca de Isabel, unas líneas de diálogo muy similares a las que en la película Eva no duerme proclama, como premonición del futuro por venir, el dictador Aramburu antes de ser ejecutado- y trabajaba sobre el conocimiento del espectador en un movimiento de ida y vuelta con el pasado que quedaba aprisionado entre el tiempo de la historia y el de la representación.
Una casa sin cortinas recurre a la forma del documental para tratar de desentrañar el misterio Isabel Perón, eludiendo los lugares comunes en los que suele caer su representación. La idea de la “casa sin cortinas” del título parece aludir a un espacio que se abre a la mirada ajena, exterior, que puede registrar los movimientos internos. Pero a la vez, sostiene las restricciones: hay un espacio que se volverá inaccesible, en tanto existen lugares protegidos por paredes y carentes de ventanas por las cuales observar. Hay allí, una percepción de una imposibilidad de sortear un relato que inevitablemente será parcial (en el sentido de lo completo). Y esa parcialidad será remarcada en la decisión de no recurrir a elementos externos a la historia del peronismo. Los entrevistados son en su enorme mayoría, dirigentes o militantes del peronismo que convivieron en esa época de Isabel, allegados personales o legales que manejan sus intereses. Los pocos restantes son apenas una mujer que la albergó en su casa durante la visita de Isabel a la Argentina en la década del 60 cuando Perón estaba proscripto, o los vecinos de la quinta de Gaspar Campos.
Isabel Perón se vuelve entonces una construcción externa que prescinde casi en su totalidad de su propia voz –al punto que solo se la escucha decir unas palabras cuando se prepara el acto de la CGT a su regreso con el retorno de la democracia y cuando reza frente al mausoleo de Juan Domingo Perón-. La voz de Isabel llega de forma indirecta: es lo que dicen que dijo. Pero en las imágenes es una presencia muda, que parece replicar aquello que algunos de los entrevistados sostienen como un valor: la decisión de Isabel de no hablar durante los años en que fue mantenida presa por los militares e incluso cuando parte hacia España. Esa presencia muda de Isabel tiene dos momentos que a mi entender son cruciales. Uno es el momento en que un avión trae de regreso, después de la muerte de Perón, el cadáver de Eva. Esa escena en la que Isabel está parada delante del cajón de la primera mujer de su esposo muerto es sumamente poderosa, en tanto se percibe la tensión en su rostro. La imagen parece preguntarse en ese silencio, qué estaría pasando por la cabeza de Isabel, como si revelara la esencia de ese enigma no resuelto. La segunda es la del acto de la CGT, cuando, flanqueada por Saúl Ubaldini y Jorge Triaca, comienza a sonar la Marcha Peronista. Ella es la única que no canta, la que permanece en silencio, como si en ese acto estuviera definiendo su no pertenencia total a ese espacio.
La ausencia de la voz no es casual. Es una reconstrucción del lugar que ocupó Isabel a lo largo de la historia. Su voz, en todo caso, está en el recuerdo del discurso en el que anuncia la muerte de Perón. Ese momento en el que tiene que hacerse cargo de la presidencia de la Nación. Y es interesante que esa ausencia se relaciona con la visión que se va desplegando en el relato: la mujer que no sabe de política, que actuaba de acuerdo a lo que recordaba que Perón le había dicho, la que delegó el poder en López Rega, la que consintió desde su licencia el decreto que activó el Operativo Independencia y la palabra “aniquilación” como piedra fundacional de lo que vendría. Hasta la idea que desliza Juan Labaké –ser una reina a la europea, reinar pero no gobernar- contiene en lo subyacente, la idea de una mujer sin voz propia, establecida como una figura que sobresalía del decorado por portación de apellido, por ser la única heredera: ser la esposa de Perón la convertía en incuestionable como figura.
Es allí donde está la potencia del enigma que el documental pretende desentrañar. La pervivencia de un personaje que el destino coloca en un lugar que no buscaba y del cual comienzan a tener más valor los silencios que su voz. No es casual que se ponga el énfasis en el recorrido de Isabel después de ser derrocada –“Se fue con la boca cerrada y esto tiene un valor importantísimo” dice Hugo Curto- y en el lugar que siguió ocupando al menos hasta mediados de los 80, como presidenta de un partido político en el que seguía sin tener voz pública. Porque a fin de cuentas, lo que hace el documental es replicar lo que la Historia hizo con Isabel: sacar a esa mujer de ese espacio secundario que ocupaba –ser María Estela Martínez- y ponerla en el centro de la historia de un país –ser Isabel Perón. El contraste entre su lugar en la imagen del regreso en Ezeiza y la de quien presidía poco tiempo después al país.
Una casa sin cortinas rescata a Isabel del lugar secundario que volvió a ocupar con su silencio. La trae al presente poniéndola en el centro de un relato en el que, como antes, los demás hablan por ella. De allí sale una imagen que amenaza tener sus contradicciones –la consigna deslizada por Nilda Garré de que “criticar a Isabel es una forma de defender al peronismo” apenas es sostenida por un par de entrevistados-, pero que actúa desdoblando a la Isabel que fue presidenta de la que no lo fue. Si los cuestionamientos se centran en ese par de años que ejerció la presidencia –“Ni ella ni su entorno podían gobernar” dice Carlos Corach- la construcción de la otra Isabel, la que permaneció lejos de las luces públicas es la que intenta desmontar la mitología. La Isabel que fue bailarina en Panamá y que “cabaretera no fue nunca, tuvo una vida digna”, según su apoderado. La que en la década del 60 fue la enviada de Perón para dialogar con los dirigentes en la Argentina –en lo que tal vez sea el momento más relevante y menos conocido que explora el documental. La que soportó los años de prisión primero en Bariloche y luego en la residencia de San Vicente. La que se fue a España a vivir en silencio, solo interrumpido por alguna ocasional vuelta al país. La que el director del documental intenta recuperar sabiendo que, como dice en algún momento, cada vez que se acerca, siente que está más lejos de Isabel.
El logro mayor de Una casa sin cortinas es contar una historia con la consciencia de que es una empresa destinada al fracaso. Un enigma que no puede resolverse porque solo puede ser revelado por la palabra de quien ha decidido retirarse del personaje público para volver a ser la persona privada. Y que por lo tanto, permanecerá como al comienzo de la película, como un enigma. Para que en el final, esa imposibilidad la devuelva al lugar secundario del que no puede ser arrancada. Es en el taller del escultor donde la naturaleza de Isabel vuelve a revelarse. La única posibilidad de representarla es en un busto: una imagen fría, de un personaje al que hasta al escultor le costó delinear. Y silenciosa. Pero también, una más entre las figuras del taller. Una réplica puesta en lo alto, cubierta de polvo, lejos de la mirada. Y en un segundo plano, opacada por la figura deportiva del Chapa Suñé.
Calificación: 7.5/10
Una casa sin cortinas: El enigma Isabel Perón (Argentina, 2021). Dirección: Julián Troksberg. Guion: Julián Troksberg, Omar Ester. Fotografía: Luciano Zito. Montaje: Omar Ester. Duración: 91 minutos. Disponible en Flow.
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