Estaba la madre. À perdre la raison transcurre en Bélgica, donde la tasa de inmigración ilegal marroquí no es tan alta como la de España, pero tiene una entidad relevante para la película. El enfoque occidental acerca del lugar de la mujer en aquella cultura es terrible, y podríamos decir que con cierta razón. Sin embargo, Lafosse propone un cambio de perspectiva sobrecogedor. Es muy difícil encarar un texto sobre esta película sin develar situaciones o desenlaces que deberían ser sorpresivos, aunque su título y el hecho de estar inspirada, prácticamente al pie de la letra, en la historia real de Genevieve Lhermitte –detalle que no se menciona al inicio de la película- pueden anticipar bastante sobre su trama y final.
El funesto resultado de la historia puede ser previsto desde el comienzo. Una mujer internada en un hospital llora desconsoladamente mientras le insiste a una enfermera que hay que enterrar a sus hijos en Marruecos y darle aviso al padre. El siguiente plano nos muestra a un hombre mayor que, en la sala de espera, recibe a otro más joven para darle la noticia. Lo adivinamos por los gestos, dado que las palabras no llegan a escucharse. Las imágenes se cubren por una versión del Stabat Mater que cala hondo en el pecho ya acongojado por la presentación de los hechos. El resto de la película es un gran flashback. A la tristeza del comienzo le sigue la detallada narración del incipiente amor de la pareja, Murielle y Mounir (Émilie Dequenne y Tahar Rahim), relato que nos será imposible ver sin cubrirlo con el manto de la tragedia ya marcada en nosotros y presente por la utilización del himno gregoriano que nos devuelve a las lágrimas preliminares de Murielle.
Lo que debiera ser la crónica de una relación de dos, se transforma en la de un triángulo, completado por la presencia del Dr. André Pinget (Niels Arestrup), médico belga que le garantizó a Mounir, originalmente marroquí, la doble nacionalidad, “adoptándolo” y asegurándole un trabajo en el país. Luego tomaremos conocimiento de que también aceptó casarse con su hermana, Fátima (Mounia Raoui), con el mismo fin. Pero el espíritu altruista que Pinget presenta hacia la pareja protagonista, a quienes les ofrece compartir el techo y ayudarlos económicamente, se convierte en un ejercicio de poder que combina lo peor del dominio patriarcal y del matriarcado despótico. En medio de una discusión, el hermano de Mounir, aún ilegal y a la espera de una mujer que quiera casarse con él a cambio de dinero, insinúa un vínculo homosexual entre el doctor y su protegido. Ciertos ademanes y atenciones que Pinget tiene con el protagonista refuerzan la idea. De esta forma se delinea un triángulo afectivo en el que Murielle estará de más. La progresiva y perspicaz coacción del médico es la de la araña tejiendo pausadamente la tela en la que cautivará a sus presas. La llegada de los hijos facilita la faena.
La cámara, por lo general, no observa directamente, sino que lo hace desde detrás de los marcos de las puertas, o desde otros espacios distantes, como un testigo temeroso o un convidado de piedra de las situaciones que se van produciendo y distorsionan el afable retrato familiar. Así como la película se toma su tiempo para introducirnos en los primeros tiempos de la relación, el nacimiento de los cinco hijos resulta abrumadoramente condensado a partir de la segunda mitad. La belleza risueña y la integridad psíquica de Murielle van ajándose de manera apabullante, aturdida por las extenuantes obligaciones domésticas y familiares que la conducen a una depresión profunda. La personalidad de Mounir también se ve alterada por las circunstancias, y de a poco se convierte en el típico macho que delega en su esposa todas las responsabilidades hogareñas sin prestar atención a las señales del peligro de derrumbe que los rodean.
Las líneas que dividen los paradigmas de la mujer en una y otra cultura se van difuminando, y Marruecos, con todas sus problemáticas y controvertibles costumbres, cristaliza como el espejismo de una posible emancipación para Murielle y sus pequeños hijos. La decisión de usar como constante musical un himno católico que refiere al sufrimiento de María ante la crucifixión de Cristo, su hijo, sobre el relato de una mujer que anhela armonizar su núcleo familiar en una cultura predominantemente islámica, es de una dimensión irónica inclemente. Bajo el ala de Pinget no hay forma de escape factible, y el final, que ya venimos (des)esperando desde el inicio, toma la forma menos deseada. Lo que termina ocurriendo se acerca más al terror que al drama en términos de efecto sobre el espectador. La impresión que nos deja es la del shock ante un hecho difícil de digerir y comprender, pero lo más atroz es la decisión de Lafosse de reservarnos el episodio hasta los últimos cuatro o cinco minutos de película, sin un clímax que nos permita elaborar lo (no) visto.

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