El continente de la opulencia, de la prosperidad y de la pureza – en cuerpo y espíritu –ha sido siempre Europa; a los otros continentes no les ha quedado más remedio que el de saberse contentar con ser solo parte del espectro de los colonizados. Binarismo vil que acusa marcas de complacencia y también de avenencia con un mercado totalizador y hegemoneizador. La idea de “totalidad” se fomenta como un aliento súbito a la tolerancia de culturas divergentes a la dominante. Sí, digo “dominante” porque si se debe aceptar una persona y/o situación “ilícita” sin consentirla es porque entonces hay algo que funciona como norma legitimante. La construcción de antagonismos es tan antigua como el ser humano. Incluso es necesario aclarar que todo antagonismo es una construcción ficcional que, valiéndose de las diferencias, justifica todo acto de desigualdad social. La estructura de nuestro mundo posmoderno se rige, desde tiempos inmemoriales, por el imaginario de la raza. En su libro White, Richard Dyer señalaba: “decir que uno trabaja o está interesado en temas de raza implica que uno hace referencia a imaginarios de raza distintos a los de la raza blanca”[1]. Esto implica que la categoría de “lo blanco” equivale a la de “raza humana” mientras que la de “lo negro” pasa a posicionarse como “lo otro”.

El cristianismo, religión exportada a contrabando por Europa, también ha contribuido en la construcción del imaginario blanco. Los colores natales de nuestra piel están impregnados de una fuerza simbólica que determina lo puro frente a lo demonizado. Las imágenes sagradas de la virgen María y Jesús se destacan por su perfecto blanqueamiento, el cual les otorga un aire de superioridad, divinidad y nobleza. Pero, vean ustedes la importancia que tiene la relación con el cuerpo en la construcción de la otredad, que también atañe a los impulsos sexuales. Los cuerpos que gozan plenamente de su sexualidad son prejuzgados socialmente bajo el estigma de lo tabú, la vergüenza y el pudor. Un cuerpo femenino desnudo probablemente sea, -lamentablemente aún en estos tiempos- considerado como un receptáculo de apetito sexual incontrolable y voraz. Pero, ¿realmente es así? La sensibilidad religiosa y la mirada falocéntrica han hecho de nuestras comunidades verdaderas “sociedades de abstinencia”. Neologismo un tanto provocativo, quizás, pero que señala con el dedo índice esa ¿virtud? de privarnos y reprimirnos de cualquier tipo de placer opuesto a la castidad y a la mezcla de ¿especies?

Probablemente, llegados a este punto de la nota, se pregunten sobre la razón de semejante prólogo para pensar sobre Plaza París, la última realización de la directora brasileña Lúcia Murat. La ansiedad puede jugar una mala pasada y puedo comprenderlo, aún así la respuesta considera un aspecto de la producción de la película y, por otro lado, el contexto social que atraviesa Brasil actualmente. Es decir, partiendo de la base que Plaza París es una co-producción hecha entre Brasil, Argentina y Portugal, y que se enmarca en la era post-Lula, las reflexiones sobre raza, género y clase social son inevitables.

Lo sepan o no, la gran mayoría de las coproducciones tienen la costumbre de integrar en su elenco a actores oriundos de los países creadores. Tal es así que en Plaza París se encuentran los siguientes nombres: Grace Passo (actriz brasileña), Joana de Verona (actriz portuguesa) y Marco Antonio Caponi (actor argentino que personifica a un carioca) –pienso en este punto que hubiese sido más certero para el relato que haya interpretado a un argento, pero aun así sus breves apariciones son aceptables–. La elección, en este caso, contribuye al debate que la directora intenta impulsar vinculado al miedo a la otredad. La historia narra el encuentro entre dos mundos divergentes: el de Camila (Joana de Verona), psicóloga de origen portugués, perteneciente a una familia pequeñoburguesa; y el de su paciente Gloria (Grace Passo), de tez negra, que vive en una favela y es acechada constantemente por el recuerdo de un padre-monstruo (golpeador, alcohólico y violador) y por las implícitas presiones impuestas por un hermano convicto.

La sororidad femenina podría pautarse a raíz del vínculo terapeuta/paciente, oyente/hablante, como quien al escuchar los padecimientos ajenos se empatiza con su género y ofrece la calidez de su contención; sin embargo, parece que eso solamente es digno de ocurrirle a un personaje fantástico de Disney y no a un ser humano hembra nacida en el tercer mundo. Murat opta por exhibir un plano general de Camila tendiéndole las manos a Gloria a través del escritorio que las divide, pero no para ofrecerle su solidaridad, sino para marcar una diferencia de clase y advertirle a Gloria que ya no podrá atenderla más. Se trata de un plano general compuesto por colores fríos, oscuros que generará un sabor tan amargo como la hiel a quien lo mire. Allí Murat pareciera hacer una declaración política que podría leerse de la siguiente manera: mientras las desigualdades de clase y raza sigan presentes, la sororidad femenina difícilmente pueda concretarse. No olvidemos que la psicóloga proviene del continente de la pureza, es de Portugal, el país colonizador de Brasil; además, es de una piel blanca, lisa y brillante como la porcelana y, para colmo, se encuentra ubicada en uno de los estratos sociales más altos de la jerarquía social.

La atmósfera íntima de la sesión de terapia se crea a partir del uso de teleobjetivos, del trabajo con encuadres cerrados y de primeros planos que son tan cercanos a las protagonistas que hasta se le pueden detectar las imperfecciones de la piel. Sumadas las confesiones que irá reconociendo Gloria a los recursos técnicos mencionados, Murat comienza a introducir el fenómeno psíquico de la paranoia y el miedo al diferente. Gloria comentará que su hermano había mandando a una banda de hombres a “darle una lección” a una vecina de la favela por haber hecho circular rumores falsos. La lección consistía en raparle el pelo y realizar un video que registrara el hecho para, luego, subirlo a la web. A Camila esto le desagrada, sus facciones se transforman, y pareciera que en cualquier momento abandonará el espacio para irse a vomitar al baño. El rechazo que siente es entendible, por un lado, desde una cuestión de género: la horda de machirulos acosando a una mujer– aquí Murat apela al registro documental mediante el uso de celulares – de sólo pensarlo genera impotencia, pero, por otro lado, a la joven psicóloga le gana el sentimiento progresista de las clases elitistas: no puede ver más allá de sus narices, y el solo hecho de proyectarse ella misma en esa situación, rodeada de hombres altos, corpulentos, de tez negra, la horroriza a tal extremo que deberá hacerse amiga de los ansiolíticos para calmar su pánico.

“La pureza viene ligada al concepto de limpieza”[2] dirá Margarita Cuéllar Barona al hacer referencia a la imagen de la virgen María, santa que en su piel blanquecina manifiesta estar ausente de toda mancha de pecado. Gloria, al contrario, es tan negra como la pesada herencia familiar con la que carga. Es culpable de contraer perpetuidad en el ejercicio del mal – asesinar al violador de su padre y al castrador de su hermano –, es cimarrona y, por tanto, peligrosa. A los ojos de la Iglesia evangelista, cuyos fieles masculinos acosan mujeres en las calles de la ciudad y en los barrios más precarios de Brasil – situación incómoda de la que tratará zafarse Camila en un arrebato público imprevisto –, Gloria es la encarnación del diablo y “habrá que limpiarla”. Resulta hasta paródica la escena en que el pastor de la iglesia intenta exorcizarla agitándole la cabeza de un lado a otro y profesando la frase: “Señor ata todo mal. Señor, destruye todo mal. Tu pastor y tu oveja piden misericordia, Señor”.

La policía ocupará el mismo lugar que el eclesiástico, perseguirá a todos los jóvenes corpulentos, de tez negra, que resulten una amenaza a la norma blanca, capitalista, heterosexual y cristiana. No permanecerá ajena a estos chequeos la figura femenina de Gloria – ¿se han puesto a pensar en lo irónico de este nombre de pila? -, que será llevada a una comisaría, interrogada y golpeada por estos agentes de la seguridad. La virtud más brillante de Murat está en dejar los actos de violencia en fuera de campo. Nos sugiere que el acto violento tendrá lugar, pero opta por ocultarlo y mostrarnos otra imagen que ocurre en el mismo espacio del hecho. Así sucede con los sonidos que no se contentan con ser mera reproducción de las golpizas sino acordes unísonos y confusos que representan el malestar interior del personaje. Esta utilización del fuera de campo también lleva a un nivel de conocimiento limitado, en el sentido de que en determinadas ocasiones los personajes cuentan con más información que nosotros, los espectadores. Esto es un acierto para la trama y no una falla narrativa.

Tematizar la animalización de las clases, el crisol de razas, la autoridad del patriarcado en sus diversas facetas – pandillas, policía, Iglesia, padre, etc. – le permiten a Murat abrir un diálogo sobre la violencia y el miedo a la otredad que existe hoy en día en la era post-Lula y actual período Bolsonaro en Brasil. Se trata de un miedo que divide a los amigos de los enemigos en una frontera ya desdibujada y grisácea. El miedo a la otredad es tan cotidiano como ese paisaje contradictorio que muestra a los montes de favelas atravesados por teleféricos de última tecnología. Camila, psicóloga de la universidad, intentará llevar a cabo su maestría en estas cuestiones, intentará ayudar a Gloria de buena fe, atendiéndola gratis; sin embargo, será la primera en gritar cuando se le acerque “un negrito” y en huir como Forest Gump hacia el abismo cuando Gloria o un joven pobre intente comunicarse con ella. Como decía Zygmunt Bauman: “formada a partir de los vapores del miedo, la niebla hiede a mal”[3].  

Plaza Paris (Praça Paris. Brasil/Argentina; 2017). Dirección: Lúcia Murat. Guion: Lúcia Murat Raphael Montes. Fotografía: Guillermo Nieto. Edición: Mair Tavares. Elenco: Grace Passô, Joana de Verona, Marco Antonio Caponi. Duración: 110 minutos.


[1] Dyer, Richard (1997). White. Londres: Routledge.

[2] Cuéllar Barona, Margarita (2008). “La figura del monstruo en el cine de horror”. CS, Nº2, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad Icesi.

[3] Bauman, Zygmunt (2007). El miedo líquido. Buenos Aires: Paidós.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: