El Cristo humano: un sujeto deseante. El hombre yace en la tierra. Se aferra al suelo. No hay cielo. No hay nada etéreo a su alrededor. Lo celestial está ausente del cuadro. Su entorno es tierra pura. Es un hombre que se obstina en lo terrenal. El llamado divino lo acecha, pero él tiene decidido desoírlo, permanecer anclado a su condición humana. Así comienza el film. Esa imagen basta para introducir el dilema que acucia al personaje.

El Cristo de Scorsese es un hombre interiormente lacerado por un acto de resistencia. No desea ser el elegido. Abjura de esa distinción. Más aún: hace lo imposible por ser indigno de su misión. Por eso, en la escena siguiente, fabrica cruces. Tiene decidido ser un carpintero que talla instrumentos de tortura, un miserable lacayo del escarmiento romano. ¿Por qué? Para disuadir a Dios, para degradarse ante Él. Quiere repeler la citación que lo convoca. Cree que por obra de esa tarea abyecta acallará las voces que claman en su interior. Adopta esa conducta ignominiosa como un salvoconducto. Así piensa: solo deshonrándose podrá eludir el destino para el que ha sido escogido.

Quien llega a interpelarlo es Judas, un zelote, un miembro del grupo de insurgencia armada contra el imperio. Le imputa precisamente que trabaja para el colonizador, que actúa como colaboracionista del régimen opresor. Le enrostra, en definitiva, una deslealtad a la causa libertaria. Es el nudo invertido de la historia: Judas le imputa a Cristo una traición.

No es cualquier traición. Construir cruces implica cooperar con la ocupación imperial pero además, específicamente, con la tortura. Cristo busca alejar a Dios, cometiendo la peor atrocidad. Contra la figura del salvador se alza la del verdugo. Porque no solo fabrica cruces sino que hasta forma parte del equipo de esbirros romanos. Es un ejecutante menor, un subalterno que acompaña a los reos al calvario y sostiene sus extremidades al momento de ser clavadas en la cruz.

La imagen adviene premonitoria: cuando le toque ser sacrificado, habrá de tener una experiencia muy vívida del dolor que le aguarda. Pero también pone en crisis la singularidad de su padecimiento: miles antes que él ya han pasado por el mismo esfuerzo descomunal o sobrehumano de atravesar la crucifixión y nada ha ocurrido. ¿Qué haría distintiva la suya? ¿Por qué ésta cumplirá un rol profético y no la de los millares que antes y después nutrieron el osario del Gólgota?

Al margen de estas especulaciones, el comienzo impactante del film impone otras fuertes connotaciones. Desde lo conceptual, la lectura circular de la historia evangélica se acentúa. A la parábola del carpintero que muere clavado a un madero, Scorsese le añade una variante más macabra: la del fabricante de cruces que muere crucificado. O si se quiere, la del hombre que diseña su propia muerte.

Desde lo narrativo, las resonancias trágicas se potencian. Su Cristo no será ya una divinidad que acepta sumiso una fatalidad, sino un hombre que se alza y lucha contra su predestinación. En ese combate hondo e íntimo del personaje, en esa escisión interna entre sus entrañas humanas y el llamado divino, se sustentará el relato. Un dilema que jamás lo abandonará, que pugnará en él hasta el momento mismo de su expiración, que persistirá hasta el instante último de su muerte.

Pero el Cristo de Scorsese no solo es un hombre acuciado por una disyuntiva. Es también un sujeto abierto al desamparo ontológico, desbordado por la incertidumbre y el pánico al que le arrastran sus conjeturas. No teme porque sepa de antemano el destino sacrificial que le aguarda –circunstancia que aún ignora–, sino porque lo invade la certeza de lo que esa fatalidad le impone como pérdida. Lo que no desea ofrecer en sacrificio es su suerte como hombre, su posibilidad de gestarse una vida ordinaria, anónima, cotidiana: trabajar, gozar de una familia, atravesar las dichas y desdichas mundanas del hombre común. Por ahí pasa el eje de sus especulaciones. Es un Cristo que cavila, que se debate. Es el único en la historia del cine que no ofrece certidumbres. Ninguno ilustra de modo tan elocuente esta faceta humana.

Scorsese apuesta a retratar a Cristo como hombre porque no tiene alternativa. ¿Desde dónde narrar las tribulaciones del alma de un personaje que no sea desde su costado humano? ¿Desde qué otro lugar relatar el tormento que le ha tocado padecer? ¿Cómo expresar la agonía de un sujeto signado para expiar pecados que no le pertenecen sin explorar su humanidad? Por otra parte, ¿qué padecimientos harían mella en una divinidad? La naturaleza divina se mantendría indemne ante las aflicciones terrenales, impermeable a la zozobra existencial que apremia al personaje. O en todo caso, ¿cómo adivinar el íntimo sentir divino? No nos está dado a los hombres el conocimiento emocional de la divinidad. Su mera especulación implicaría ya un acto de arrogancia. Scorsese no tiene salida: el sufrimiento solo puede afectar al temperamento humano, no al divino. Quien sufre solo puede ser un hombre. Y para plasmar esa angustia debe, indefectiblemente, resaltar su humanidad. Ergo: abjurar de los evangelios canónicos, prescindir de esa ficción sacra para apelar a una variante secular.

Basado entonces en la novela de Nikos Kazantzakis,[1] el film condensará lo que apunta ya en su epígrafe inicial: La sustancia dual de Cristo, el anhelo, tan humano, tan sobrehumano del hombre por alcanzar a Dios, ha sido siempre un profundo e inescrutable misterio para mí. Mi principal angustia y la fuente de todas mis alegrías y tristezas ha sido desde mi juventud la incesante, despiadada batalla entre el espíritu y la carne, y mi alma es la arena donde esos dos ejércitos han chocado y se han reunido.

Estas mortificaciones compondrán la materia del relato: el cisma entre el destino humano y divino, el debate interior del Jesús hombre por aceptar su misión, por renunciar a su humanidad para devenir divinidad.

Hay que advertir que, pese a reputarse una ficción laica, el enfoque de un atribulado Cristo humano tiene su base en una doctrina religiosa: el adopcionismo, actualmente herético para el canon eclesiástico, pero objeto de arduas disputas cristológicas en los inicios del cristianismo. La corriente concibe a Jesús como un ser que nació humano pero fue elevado a categoría divina por designio de Dios a través de su adopción, en algún momento de su vida o tras su muerte. Es decir, en oposición a la tesis encarnacionista –según la cual Jesús encarnó ya divino–, no concibe a Cristo como hijo natural de Dios sino como una suerte de hijo adoptivo (de ahí su nombre). En definitiva, un hombre común que en un momento de su vida fue elegido y, de modo progresivo, poseído y atravesado por el espíritu divino. Ese sujeto lacerado por una pugna interior que evoluciona hasta aceptarse al fin como hijo de Dios será el héroe de Scorsese.

Ocurre que asumir esa filiación le impone, al final del periplo, consentir su filicidio. Porque la gloria inmensa de salvar a la humanidad –que el Padre le asigna– se sustentará en el acatamiento de su propia inmolación. Dicho de otro modo: aceptar su destino de hijo implicará aceptar su destino como prenda sacrificial. Una es condición sine qua non para la otra. Solo que su padre no le revelará ese detalle hasta el final. De ahí la carga dramática que detenta la escena en que le suplica que pase de él ese cáliz. Acaso el momento más conmovedor del film: cuando el vástago licúa su yo en favor del padre. Acaso la piedra angular de una doctrina que predica la salvación haciendo baricentro en ese acto de renuncia y sumisión. Tal el derrotero que le aguarda al héroe del film.

Para bocetar su fisonomía, va delineando los rasgos de un ser atormentado, víctima de una colisión entre dos vocaciones contrapuestas e irreconciliables. La primera, mesiánica: será el elegido, glorificará a Dios redimiendo a los hombres. La singularidad signará su vida, pero será sacrificado. Su inerte figura ocupará el epicentro de un mandala: la cruz.

La otra elección le deparará una vida serena e ignota, sin estridencias. Tendrá un oficio, una familia. Envejecerá en paz al abrigo de un hogar. Responderá al llamado común de la especie. Vivirá y morirá como uno más de los mortales. A esta tentación refiere el título; no a la usualmente inferida pulsión sexual del personaje, que no asume la menor trascendencia sino como medio necesario para la procreación. Y en todo caso, no se muestra escindida del marco de contención familiar soñado por el protagonista.

En rigor, la tentación asume dos caras. La primera es la usual, la evangélica, cuando el demonio en el desierto lo tienta con un lugar de poder en el universo, con ser un hombre singular, un monarca del mundo. Pero superada la incitación inicial a reinar el orbe, sorteada esa ardua prueba, Satán reaparece en el instante final de la crucifixión. Bajo la forma de un ángel, lo induce a bajarse de la cruz para afrontar la vida de un hombre ordinario: casarse, trabajar, tener hijos. En ambos casos, sobornándolo con dones opuestos, busca alejarlo del llamado divino. La primera vez, tentándolo con la soberanía sobre un patrimonio mayúsculo; la segunda, tentándolo con su dominio sobre una comarca emotiva, mínima y anónima. Varían las formas de la dádiva. Pero modestas o majestuosas, se trata en ambos casos de posesiones mundanas destinadas a desviarlo de su destino, a impedirle su ascesis sacrificial.

La singularidad de la propuesta consiste en que la última tentación, aunque sea de modo onírico, triunfa. De la mano del ángel, Jesús desciende de la cruz para acceder a la vida de un mortal ordinario: desposa a María Magdalena, tiene hijos, enviuda y practica la bigamia con María y Marta, las hermanas de Lázaro, junto a quienes cría una numerosa prole a la que mantiene con su labor de carpintero.

Con la satisfacción de la tarea cumplida, ya viejo y moribundo, yaciente pacíficamente en su lecho, es visitado en su hogar por sus antiguos discípulos. Todos ingresan mansamente a despedir a su maestro. Salvo Judas, quien otra vez irrumpe en su vida para imputarle a viva voz una traición. ¿Cuál? Haber desertado de su misión, haber abandonado la causa, haber roto el compromiso, haberlo estafado en su buena fe. Su destino era morir en la cruz para salvar a Israel. Para eso él debió asumir la carga de la traición que el mismo Cristo le impuso. Delató a su maestro para que ese designio se cumpliera. Ese fue el trato. Judas cumplió su rol; Jesús evadió el suyo. No hay dudas acerca de quién es el traidor. Cristo traicionó a todos para replegarse en una vida confortable al abrigo de un hogar pequeñoburgués.

Afuera, el fuego invade las calles. Transcurre el año 70 d. C., Jerusalén está siendo incendiada por las huestes de Tito. El Templo está siendo destruido. El Arca de la Alianza, profanado. Ante la acusación que se le imputa, Jesús mira a todos perplejo. Y enseguida ensaya una defensa. Atribuye su defección a un mandato celeste. Se ampara en el ángel que vela a su lado. Sostiene que ese mensajero divino lo libró de la crucifixión para concederle la vida y que a esa vida se ofrendó. Judas se burla. Le reprocha haberse dejado embaucar. Señala a ese ser celestial y lo desenmascara: le muestra que en realidad es un demonio camuflado. El ángel, de pronto, transmuta en fuego. Sí, era Satán bajo la máscara de un rubio querubín. Jesús, anonadado y culposo, sale de su hogar y se arrastra rogando por las calles de una Jerusalén en llamas. Suplica a Dios que lo perdone, que lo albergue nuevamente en su seno. Clama que no desea rehuir del sacrificio, que desea cumplir con el designio fijado.

El ruego retumba en un eco y la imagen vuelve el tiempo atrás. Lo devuelve sangrante a su cruz. Cristo sigue ahí, crucificado. Nada aconteció. La escena permanece intacta, como si el tiempo no hubiese transcurrido, como si esa vida terrenal no huibiera sido más que una ilusión. El hijo cumple entonces con el destino previsto. Agradece a su Padre y el sacrificio se consuma. El espectador advierte que el desvío había sido un sueño, una fuga, el delirio alucinatorio de un hombre quebrado emocionalmente por las flagelaciones de la tortura.

Hay un detalle sobre el que conviene volver. En la secuencia onírica cobra vigor nuevamente la figura de Judas efectuándole reproches de orden ético-político. Al principio del film, le imputa su colaboracionismo con los verdugos. Al final, su fuga, su deserción, su abandono de la causa emancipadora. Siempre, en definitiva, opera como una suerte de conciencia social del héroe. Es su sombra, su contrafigura, su arquetipo opuesto y complementario. Todo el relato se estructura a partir del contraste entre estos dos personajes: uno, apremiado por su sino individual; el otro, desvelado por la suerte de su comunidad.

Como se dijo, Judas es un zelote, un extremista hebreo a quien el grupo insurgente eligió como sicario para matar a Jesús por colaboracionista del régimen. Sin embargo, desobedece el mandato de sus superiores. Le da una chance al condenado. Cree que acaso puede ser el Mesías y teme frustrar la posibilidad libertaria del pueblo hebreo. Por eso decide acompañarlo a predicar por el reino como celador, como un custodio del Redentor. No para cuidarlo sino para cerciorarse de que no se apartará del camino. Solo que en ese periplo el vínculo se trastoca: los dos hombres traban una relación afectiva. Y Judas, además de su amigo, se convierte en su discípulo. En el marco de esa relación mantienen largas tertulias en las que contrastan los lenguajes de sendos temperamentos: en uno prevalece el espíritu refinado, el poeta, el hombre sensible aquejado por la duda; en el otro, el pedestre, el habitante de los bajos fondos, una especie de gánster de la Galilea.

Scorsese retrata a Judas como un hombre rústico pero de ideales, un revolucionario cuyo objetivo es liberar al pueblo del yugo opresor del imperio. Su figura emula la del guerrillero. De contextura fuerte, maciza, de carácter concreto, frontal; es un hombre de acción, no un intelectual. Al contrario de Cristo, él no duda. Ciegamente entregaría su vida por el ideal. En Cristo aprecia su faceta subversiva. Admira su verbo incisivo. Apuesta a que su prédica desgaste las estructuras del poder y convoque a la liberación. Avizora en él la figura carismática del líder capaz de seducir a las masas.

Pero se encuentra con una sorpresa. Cuando llega el momento de asumirse como rey de los judíos y comenzar el alzamiento, Cristo defecciona, abdica de ese destino. Su vacilación promueve un caos y deja huérfanos de liderazgo a sus acólitos, quienes deben huir perseguidos de las hordas romanas. Judas, perplejo,  protege a Jesús y lo lleva hacia un lugar seguro. Recién ahí le pide explicaciones. Es el momento en que su maestro le revela el destino sacrificial que le aguarda: la salvación solo vendrá si es entregado a los romanos. Apela entonces a la fortaleza de su discípulo. Le suplica que cargue con la tarea sucia. Lo convoca a traicionarlo para poder morir crucificado según la voluntad de Dios. Lo unge, en suma, como su entregador.

El esquema tiene un precedente literario. En “Tres versiones de Judas”, Borges traza un vínculo similar. De todos los discípulos, concibe a Judas como el más cercano a Jesús y el elegido para cargar con la responsabilidad de la traición. Una conversación entre ambos lo sintetiza así: -Si tú debieras traicionar a tu maestro, ¿lo harías? Jesús permaneció largo tiempo pensativo. Al fin dijo: -No, me temo que no. No podría hacerlo. Por eso, Dios me confió la misión más fácil: la de hacerme crucificar. [2]

El mismo vínculo se percibe en el Evangelio de Judas, un evangelio apócrifo utilizado por la secta gnóstica de los cainitas. Compuesto durante el siglo II, el texto hace encomio de la figura de Iscariote, asentando que fue su discípulo favorito, y que si entregó a su maestro fue en cumplimiento de un plan previsto por el propio Cristo. En esta inversión de la relación canónica, Jesús le está agradecido a Judas y lo elogia: “Tú los superarás a todos ellos. Porque tú sacrificarás el hombre que me cubre (…). La estrella que indica el camino es tu estrella” (n. 56-57).

El film, de todos modos, da lugar a cierta ambigüedad. En la acción de Judas no hay por qué descartar una razón subliminal. Tratándose de un zelote, no parece inválido inferir que al pedido expreso de su maestro para que lo traicione se le añada un motivo político. Máxime cuando el hecho ocurre luego de que Jesús, frente a las puertas del Templo y con todo el pueblo aguardando su señal, renunciara a liderar el alzamiento contra los romanos. Esta deserción no puede pasar inadvertida en quien viene bregando por la emancipación ni tampoco dejar de gravitar en su decisión. No podría soslayarse, por tanto, que en la delación no concurran los anhelos mutuos.

Desde su marco ideológico, Judas bien puede descreer del arrebato metafísico y entender el tormento espiritual de Jesús como una debilidad, un síntoma de cobardía. Esa vacilación, que frustra el plan libertario, tiene aptitud para leerse como una traición a la revolución. Y esa traición recibe su pago con otra recíproca. Una es consecuencia irremediable de la otra.

Que esa traición se manifieste en un beso es una de las lindezas de la fábula. Scorsese la mejora. Los dos hombres se estampan un rutilante beso en la boca. Sellan así una comunión. El pacto contraído deja de ser retórico para consustanciarse en el cuerpo. Se cristaliza en una zona erógena. Cristo y Judas contraen una alianza nupcial. Unen sus labios en señal de amor. La traición se consuma en ese beso amoroso. En ese instante rotundo, el film condensa su fundamento poético: solo puede haber traición donde hay amor.

La carga homoerótica de ese beso tampoco puede soslayarse. Todo el film, de hecho, se sostiene en ese vínculo erótico. Solo al final se desplaza hacia María Magdalena. Pero la erótica que prima en la historia es la que circula entre Cristo y Judas. Ya al comienzo, cuando Judas visita a Jesús en la carpintería, el encuentro destila una ambigüedad que ronda lo sexual. Y la escena nocturna en que mantienen un diálogo íntimo bajo un árbol culmina con Jesús durmiendo en el regazo de Judas. Ese cuadro opera como símbolo de la relación: la fragilidad del alma del maestro busca sostén en la fortaleza corporal del discípulo. Precisa protección, precisa ser albergado en sus brazos. Judas resguarda su desamparo existencial. Es su refugio, su escudo frente a los avatares del mundo.

La lectura política de la traición queda desplazada por la erótica. Cristo y Judas se aman; de ahí el peso de la traición. O viceversa: se traicionan para evidenciar que están unidos por el amor. Porque es ese amor el que dota al acto de su intensidad dramática. Están sacrificando un vínculo sagrado. El beso es un instante íntimo de religiosidad. Se consagran ambos a esa ruptura para quedar más ligados que nunca. Se inmolan en ese sacramento para que su unión adquiera un halo de trascendencia. Los dos hombres, en ese instante, consuman un sacrificio recíproco. La lectura erótica no desvirtúa la política. A lo sumo, la complejiza. La torna concurrente con otros móviles. Acaso la vuelva más parecida a la realidad: en toda traición convergen múltiples motivos.

Una nueva distorsión de la fábula irrumpe en la figura de otro personaje relevante: Saulo de Tarso, quien es retratado como un activista zelote. Aparece como un cuadro importante de ese grupo insurgente en varias escenas: como espectador del alzamiento frustrado de Cristo en Jerusalén, como compañero de militancia de Judas –a quien le recuerda que la orden de matar a Jesús se hallaba incumplida– y como asesino de Lázaro –luego de la resurrección– con el fin de no dejar rastros de un milagro que ensalzaba la figura de Cristo.

Ocurre que Saulo no fue un zelote sino un fariseo (Hechos 26, 5) instruido por el célebre rabino Gamaliel (Hechos 22, 3). Tampoco conoció en vida a Jesús ni ajustició a Lázaro, sin perjuicio de que, antes de su visión y conversión rumbo a Damasco, y en tanto estricto observante de la ley mosaica, perseguía a los miembros de las sectas judías heréticas, entre ellos, a los seguidores de la doctrina de Cristo.

Puede entenderse entonces su inserción en la trama como otra licencia ficcional, la cual cumple además un rol clave durante ese sueño final en el que Jesús lleva la vida de un mortal ordinario. Porque ahí aparece de nuevo Saulo, devenido ya en el converso Pablo que predica el Evangelio. Ante un nutrido auditorio callejero, narra en apretada síntesis la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Pero resulta que Cristo mismo está entre el público. Y que lo increpa ferozmente. Le reclama que deje de propagar esa sarta de mentiras. Cristo es él, está vivo y lleva una vida rutinaria y feliz junto a su familia.

Este encuentro onírico entre Pablo y Cristo resulta sugestivo porque contrapone al ideólogo de la fábula cristiana con su protagonista. Dicho de otro modo, Cristo se encuentra en un sueño con su narrador, con el forjador de su leyenda, con el creador del personaje mítico que se instalará como vía de trascendencia en Occidente. Y al escuchar su relato, se irrita: lo contradice y le pide estricto apego a la verdad histórica. Lo insta a que abandone ese evangelio de mentiras en pos de la verdad. Pero Pablo replica con una premisa fulminante: que a él no le interesa la veracidad de su relato sino su aptitud para sembrar esperanza entre los afligidos, que a él la verdad le concierne menos que el mito, en tanto instrumento capaz de mitigar el desconsuelo de su grey. Por eso, el fin que persigue no es la fidelidad a los hechos sino la invención de un credo que se instale como sustento de una fe. Para él, los pormenores de la vida de Jesús son menos relevantes que su estilización dramática, porque es en esta última donde reside el potencial para conmover y traer alivio a las almas desoladas.

El Pablo del film justifica así el mismo mecanismo que el film aplica a su personaje: tergiversa su biografía con un fin estético. Quien predica no es el Saulo histórico sino una construcción ficcional puesta a rodar en una estrategia narrativa. Sin embargo, siendo infiel a los hechos de su vida no lo es con relación al lugar que ocupa su figura en la elaboración del mito cristiano. Ahí le hace justicia. Lo muestra como el inventor de una tradición, como el creador de la leyenda. Y deja entrever que el Evangelio le importa menos como biografía que como creación destinada a proveer un medio de salvación colectivo. Pese a distorsionarla, el retrato enaltece la figura de Pablo, quien falsea la verdad en pos de un noble fin: ofrecerle una salida a un pueblo ávido de salvación. Pablo se erige en un ideólogo, y como tal, en un fabulador, en un artista inspirado que transmuta la realidad en una ficción edificante.

Finalmente, el otro personaje trastocado es María Magdalena, retratada como una novia de juventud abandonada por Jesús. Pero no una noviecita cualquiera sino una joven que parece haber nacido para consagrarse solo a él. De ahí su vínculo actual, que vacila entre el amor y el resentimiento. Más aún, el film desliza que esa desilusión juvenil alimentó su vocación de meretriz. Ante la deserción de su amado, bien como revancha o como modo de aplacar su desamparo, se entregó a la prostitución. Para el film, María Magdalena devino puta por despecho.

La magnitud de ese rencor se revela ya en su primera aparición: cuando Cristo camina entre la multitud con la cruz fabricada por él para la ejecución de otros reos, ella se le acerca y lo escupe. También protagonizará una de las secuencias más perturbadoras del film cuando, deseoso de despedirse de ella antes de poner rumbo a su peregrinación hacia el desierto, él va a visitarla al prostíbulo/hogar donde ofrece sus encantos. Mientras la aguarda en la antecámara de su dormitorio, ve ingresar, uno a uno, hombres de todas las razas. Lo mismo ve el espectador: rasgos y fisonomías cambiantes se suceden en el lecho. Ella fornica sin pausa. Como una hieródula sagrada que se ofrenda al mundo. Pero llegado su turno, Jesús no la toca. Otra vez la abandona en aras de un viaje de purificación espiritual. Y en lugar de honrada por la visita, ella se vuelve a sentir despechada.

Al regreso de ese viaje sobrevendrá una curiosa adulteración evangélica: Cristo se topará con ella ante una muchedumbre deseosa de apedrearla. La sustitución de su personaje por el de la anónima mujer adúltera del Evangelio (Juan 8, 1-11) tiene ciertos visos riesgosos porque confunde adulterio con prostitución. O los homologa en su pecado. Cristo no reparará en ese detalle. Se abocará a detener la horda de brazos prestos con su célebres palabras: “Aquel de ustedes que esté libre de pecado, tire la primera piedra” (Juan 8, 7). En ese instante sobrevendrá la reconciliación y, conforme el Evangelio de María Magdalena, ella lo seguirá y venerará en adelante como otra más de sus discípulas.

Pero el ápice de la relación sobrevendrá cuando el Jesús crucificado, en su agonía, la sueñe vestida de novia y descienda del madero para ir a celebrar sus esponsales e iniciar una vida a su lado. Se cumplirá así el sueño de ambos. El enunciado por ella, el reprimido por él.

Como en la interpretación de Judas, Kazantzakis –a través de Scorsese– se cruza otra vez con Borges. Salvo que en esta ocasión, al revés de la referida, el texto del argentino es posterior. Su “Cristo en la cruz”, poema de Los conjurados[3], reviste hondas similitudes con la escena final pergeñada por el griego. Describe también el suplicio de un hombre quebrantado por “el duro hierro de los clavos” que anhela “el amor de una mujer que no fue suya”. No es menor la conjetura. De hecho, al transpolar ese deseo al celuloide, la obra de Scorsese marcó una bisagra en los retratos que el cine había hecho del personaje. Si los otros films destacan su faceta de prestidigitador o subrayan la dimensión social de su prédica o lo postulan como un agitador político, la mirada de Scorsese lo vindica como un sujeto deseante. En el momento más dramático de su vida, luego del calvario, sumido en el dolor extremo y final de su crucifixión, a punto ya casi de expirar, su naturaleza humana lo vuelve a tentar. Como una epifanía, surgirá el deseo luminoso de una vida sencilla junto a María Magdalena y sus hijos. Esa condición de sujeto deseante conspirará contra el designio divino. De hecho, se negará a abdicar de su deseo, se rehusará a sacrificar ese modesto anhelo humano para cumplir con el plan de la divinidad. Su libido se antepondrá a la de Dios. Querrá ser uno más, un mortal ordinario con un destino común. Ahí, en ese martirio final, desgarrado por esa disyuntiva, cuando parece a punto de imponerse el mandato sacrificial, emerge la última tentación bajo una forma alucinatoria: Cristo va en busca de María Magdalena, su novia de la juventud. Al despedirse de su vida anhela aquello que no tuvo. O aquello que no tuvo las agallas de tener. Y da rienda suelta a su deseo. Ese es el pecado que le imputa a Scorsese el beaterío: el hecho de presentar a un Cristo deseante. Y sumado a eso, un Cristo cuyo orden de prelación no jerarquiza a la humanidad. Un Cristo que desea amar en singular. Un Cristo cuyo amor no se expande sobre una entelequia abstracta sino que concurre hacia una persona concreta. No ama a todos por igual. Por sobre todo, ama a una mujer. Será un Cristo romántico, si se quiere. Pero no hay en el film más pecado que ese amor. Toda su herejía consiste en especular con un hombre que antes de expirar soñó con lo vedado, con lo que no pudo vivir.

Con matices, Borges –otra vez Borges– narra una situación análoga en “El milagro secreto”[4]. A punto de ser ejecutado por los nazis, Dios le concede al protagonista –un escritor judío– la posibilidad de detener el tiempo para que pueda concretar el sueño de concluir una novela largamente postergada. El escuadrón de verdugos apunta y dispara, pero intempestivamente, el mundo exterior se congela, las balas se detienen, las gotas de sudor en su rostro ya no resbalan. Todo queda en suspenso. Menos la mente del escritor, quien durante un año –el tiempo que dura ese hiato– se dedica a redactar y corregir párrafos, modificar verbos, sustituir adjetivos. Cumplido el plazo y perfeccionada la última acotación sintáctica, la obra queda acabada. En ese momento, el tiempo exterior se renueva y las descargas de los fusiles cumplen su cometido.

El Cristo de Scorsese padece la misma dádiva onírica. Instantes antes de su expiración, como una suerte de redención por sus pesares, le es concedido un anhelo. En ese breve lapso, le es dado vivir la vida que siempre deseó y que debió postergar en aras de su misión. Salvo que ese don, en el film, aparece otorgado no por Dios sino por Lucifer. Pero no hay por qué descartar que el demonio cumpla un mandato divino. Es decir, que Dios, antes de ofrendarlo en sacrificio, se apiade de su hijo y –a través del mandatario satánico– le consienta su deseo. Aunque no importa dilucidar al benefactor. Importa que en ese momento alegórico, tan fugaz como intenso, Jesús accede, al fin, al sueño de su vida. Cumplido ese deseo, podrá ya morir en paz, en su cruz. La profecía apenas se dilató un instante. Pero se consumó. Con una variante: el dolor mutó en regocijo. Cristo murió feliz.


[1] Nikos Kazantzakis, La última tentación, Madrid, Editorial Debate, 1995.

[2] Jorge Luis Borges, “Tres versiones de Judas” en Ficciones, Buenos Aires, Emecé editores, 1974.

[3] Jorge Luis Borges, “Cristo en la cruz” en Los conjurados, Madrid, Alianza Editorial, 1985.

[4] Jorge Luis Borges, “El milagro secreto” en Ficciones, Buenos Aires, Emecé editores, 1974.

La última tentación de Cristo ( The Last Temptation of Christ, Estados Unidos/Canadá, 1988). Dirección: Martin Scorsese. Guion: Paul Schrader, Nikos Kazantzakis. Fotografía: Michael Ballhaus. Montaje: Thelma Schoonmaker. Elenco: Willem Dafoe, Harvey Keitel, Barbara Hershey, Paul Greco, Steve Shill, Verna Bloom, David Bowie. Duración: 164 minutos.

El texto es parte del libro El rosto de Cristo en el cine. Una lectura cinematográfica del Evangelio, de Gustavo Bernstein. Se puede conseguir en librerías de la ciudad de Buenos Aires y en MercadoLibre para el interior de la Argentina.

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